EL PROBLEMA DE HUMPTY-DUMPTY
(¿Se puede reparar el mundo? Y, si es así, ¿cómo?
Las ideas más importantes hasta el momento)
Ningún ejercito puede detener una idea a la que le ha llegado su momento (Victor Hugo)
El director de cine francés Jean Luc Godard tiene una idea simpática para hacer remontar la economía nacional griega: siempre que alguien hable o debata utilizando ideas de los antiguos griegos deberá transferir 10 euros a Atenas. Únicamente con los derechos de autor sobre los términos «democracia» o «lógica» quedaría saneado de golpe el producto nacional bruto de Grecia. Con la palabra «sensatez», probablemente no podría ganarse tanto dinero y eso que sofrosina es, en realidad, la idea central y con creces la más bella de la Antigüedad. Por ello también es el momento central del teatro griego. En él siempre ocurre lo mismo. Siempre sale a la palestra un personaje que somete al mundo con un acto heroico... y acaba cayéndose de bruces. Pero esta moraleja bastante transparente del «no te pases» nos llega a través de un murmullo misterioso lleno de reverencia ante las casi infinitas capacidades del hombre. Haga el favor de imaginarse aquí el coro en Antígona de Sófocles que susurra al fondo: «Muchas cosas hay portentosas, pero ninguna tan portentosa como el hombre... (ara la tierra las 24 horas del día y así sucesivamente) Con sus trampas captura a la tribu de los pájaros... y al pueblo de los animales salvajes... A veces los encamina hacia el mal, otras veces hacia el bien».
El hombre es capaz de las obras más grandiosas. Y de lo más miserable. De ambas cosas es capaz. Sus posibilidades son tan inmensas que la capacidad de limitarse a sí mismo y de no hacer todo lo que podría hacer es la forma más elegante de libertad. Lo dicho: sofrosina, la sensata autorrepresión. Dominar el mundo, como canta el coro, y aun así encontrar la justa medida... Sí, si esto fuera posible. Si hubiera que resumir la moraleja de todas las historias de Homero, la frase acabaría siendo esta: «Haz de tripas corazón, contrólate». Para Homero, lo bueno, lo virtuoso no solo es correcto desde el punto de vista moral, sino que además es la opción más hermosa. Allí donde el hombre se contiene a sí mismo —así la esencia de la sofrosina—, reina la armonía. La fidelidad, la bravura, la honestidad, la justicia, todas estas cualidades irradian belleza y armonía. La traición, el robo, la infidelidad y todo lo que está encaminado a la ventaja propia y no conoce esta contención, según Homero, sobre todo es lisa y llanamente feo. El hombre tiene la posibilidad de elegir entre lo bueno y lo malo, lo feo y lo bello.
Si bien Homero y la Antigüedad son un punto de partida cómodo para formarse una idea acerca de la historia de nuestro pensamiento, quedarse ahí sería demasiado cómodo. Hay que empezar más atrás cuando se habla de la historia de las ideas.
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En Suecia se practicó la esterilización forzosa de discapacitados intelectuales hasta 1975; en Holanda hubo debates relativamente desapasionados acerca de si el dinero que se gasta en medidas para mantener con vida a pacientes mayores en los hospitales no estaría mejor emplearlo en hacer posible el sueño de familias jóvenes de tener un hogar propio. En clínicas de fertilidad se realiza a diario una selección de embriones, mediante el llamado screening, cuyo genotipo indica problemas o riesgos. Cada año se descartan cientos de miles de embriones en la investigación. El debate acerca de vidas dignas o indignas no es pues exclusivo del nacionalsocialismo, ni tampoco ha sido zanjado. Más allá de la época nazi, en el mundo occidental también se han considerado científicas las diferencias raciales. En Estados Unidos la «superioridad de la raza blanca» era innegable hasta 1960. La detención de Rosa Parks que se negó a cederle el sitio a un blanco en un autobús sucedió en 1955. La segregación racial no fue abolida hasta 1964 tras la muerte de Kennedy por su sucesor Lyndon B. Johnson. En Australia existió la política «White Australia», con la cual se limitó la inmigración de personas no blancas hasta 1973.
Cuando en enero de 1933, en las primeras semanas después de la toma de poder de Hitler, las tropas de la policía de Göring asaltaron redacciones de prensa y emitieron órdenes de detención, los tribunales alemanes, conforme a su deber, intervinieron y ordenaron liberaciones de personas que estaban siendo retenidas sin que mediara la correspondiente sentencia judicial. Pero luego, cuando entraron en vigor los decretos de emergencia y a partir del 24 de marzo, el Parlamento adoptó la ley de plenos poderes; esto fue suficiente para eliminar todos los instintos ético-legales. La crueldad, igual que en el experimento de Milgram, fue entonces política, jurídica y socialmente autorizada. ¿Qué otra cosa podía hacer una persona con un cargo en un ministerio o un sargento de la policía de Berlín que hacer lo que siempre se había hecho? Según el profesor Haller, desde el punto de vista forense a la pregunta de quién era Hitler, quiénes eran esos miles que actuaron como verdugos, aquellos que cometieron todas esas atrocidades sistemáticas, no hay más que una respuesta: gente común. Andrzej Szczypiorski, un superviviente del campo de concentración de Sachenhausen, lo formuló una vez de la siguiente manera: «En el campo de concentración he conocido a agente que, con aplicación y espíritu de sacrificio, asesinó a otros, gente que sin ánimo de obtener beneficio propio, por conciencia del deber y con puntualidad, denunció a su prójimo, lo torturó honesta y aplicadamente mostrando una impecabilidad y meticulosidad ejemplares». Un Hitler, un Napoleón, un Jan van Leiden, un Idi Amin, un Pol Pot no son seres anómalos. No son la excepción. La excepción son las personas que en los momentos decisivos defienden la dignidad del hombre contra la opinión general.
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¿FUE LA ESCLAVITUD UNA CUESTIÓN CLAVE EN LA GUERRA CIVIL ESTADOUNIDENSE?
¿Quiénes eran los «buenos» en la Guerra de Secesión estadounidense? Los de los los uniformes azules, claro. ¡Qué pregunta más tonta! Los que liberaron a los esclavos. Charles Dickens no compartía esta opinión. Según Dickens, en esta guerra no se trataba de la abolición de la esclavitud, sino de recabar impuestos. En cualquier caso, Abraham Lincoln, el republicano que fue elegido presidente de Estados Unidos en 1860 e impidió con la guerra contra los estados del sur la división del país, no era contrario a la esclavitud. En su discurso de posesión dijo expresamente: «No tengo intención de intervenir, de forma directa ni indirecta, en la institución de la esclavitud en los estados en que exista».
La vida de aquellos que no eran blancos no contaba mucho para Lincoln; tanto él como los generales del ejército estadounidense cercano a él (de joven se alistó en la campaña contra la tribu de los sauk) ya lo habían demostrado durante el genocidio perpetrado contra los indígenas. Era un gran maestro de la política de pactos y supo ganarse a los estados dispuestos a jurar la secesión, mediante leyes que consentían la tenencia de esclavos. La Guerra de Secesión es históricamente interesante por dos motivos: se cobró la vida de 600.000 soldados y 50.000 civiles —nunca en ninguna otra guerra ha muerto un número tan elevado de ciudadanos estadounidenses— únicamente y exclusivamente con el fin de preservar la «Unión», como subrayó el mismo Lincoln en varias ocasiones. Esto, a su vez, la hace interesante desde el punto de vista histórico-constitucional: Lincoln negó a los estados del sur el derecho a eso, precisamente, a la secesión, a la separación, que había dado origen pocas décadas antes a la fundación de Estados Unidos.
En realidad, el hecho de que ni la gran Revolución Americana ni la Revolución Francesa se hayan ocupado de la liberación de los esclavos tendría que dar que pensar. Se sabe, por ejemplo, que a los esclavos de las islas caribeñas los liberó el invento de la obtención de azúcar a partir de la remolacha azucarera. Este método permitió la producción de grandes cantidades de azúcar barato en Europa, por lo que la importación de azúcar de caña de Jamaica y Cuba dejó de ser rentable.
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