Federico Campagna (La última noche) Anti-trabajo, ateísmo, aventura

LA ÚLTIMA NOCHE

Es de noche y me encuentro en la cama de un hospital. Me han atiborrado de morfina y las imágenes que me rodean se mueven casi sin sonido. Un médico entra y sale de la habitación con una radiografía en la mano, sin decir nada. La enfermera muestra una silenciosa sonrisa profesional. No sé qué me está pasando, no lo entiendo. Sea lo que sea, me está ocurriendo en este momento. Y me ocurre a mí.

¿Qué es esto? ¿El final?

Siempre he aceptado crédulamente la fábula que dice que cuando llega el final, la vida de uno discurre ante los propios ojos como un relámpago, como si se tratase de un filme condensado en un instante. Así que cierro los ojos y espero a que comience la proyección en la pantalla anestesiada de mis párpados. Pero ninguna imagen aflora para regalarme un momento de cine barato. Ninguna construcción sentimental de los primeros besos, ni una escena reconfortable de un olvidado abrazo de mi padre. No siento nostalgia, ni paz interior. Solo una rabia afilada, a pesar de los sedantes.

Rabia por las horas que de niño pasé en la escuela, por las madrugadas de camino al trabajo, en medio de la niebla somnolienta de los trenes de cercanías. Rabia por los días de verano que veía transcurrir desde la ventana de la oficina, por las horas de más en el trabajo, por las desganadas coktail parties, por la diversión obligatoria. Rabia por todo lo que no hice y por todo lo que hice en nombre de una imperdonable obediencia. He malgastado mucha vida esforzándome en creer en los <<valores superiores>> de lo que hacía. He sacrificado abundantes energías en los estudios académicos, en el trabajo, en la buena conducta.

¡Qué sentido tenía todo, si ahora mi vida llegaba a su fin sin un retorno?

El médico entra, murmulla algo sobre una operación y me introduce un tubo en el tórax. La enfermera me cambia el suero. Me adormezco. Al final no me toca morir. Me he dejado llevar por el pánico y el melodrama, lo admito, y al despertarme siento algo de vergüenza. Pero la sensación de estar al borde de la muerte fue auténtica, y la rabia que sentí todavía me invade.

En los días siguientes, la idea de que pueda sucederme otro momento parecido vuelve a obsesionarme. No quiero que se repita del mismo modo. No quiero tener que verme de viejo en una cama de hospital, temblando de rabia por los años malgastados, que serían mucho más numerosos entonces que ahora. Si todas las promesas de las abstracciones en las que creía han resultado vacías y fraudulentas, la urgencia de aquellos pensamientos permanece vivida en su honesta realidad. Puede que la revolución no ocurra jamás, que el progreso solo sea una línea trazada en la arena y el éxito nada más que una zanahoria colgada del extremo de un palo, pero aquella rabia y el sentimiento desesperado de haber quemado el poco tiempo de que disponía, eso sí es real. Es un terreno sólido sobre el que construir.

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Nada calienta tanto los corazones como la idea de la madre patria. Se trata de algo más que un simple sentimiento de pertenencia geográfica. La madre patria es el futuro al revés, el horizonte de un esplendor desconocido, tan lejos de nosotros como inalcanzable nos resulta la promesa del paraíso. En efecto, es el paraíso mismo lo que debe de haberse proyectado sobre la impronta de la madre patria -o quizá la Madre patria haya sido modelada a imagen del paraíso- . Junto al resto de nuestros sueños, el de la madre patria no cesa de susurrarnos al oído, contándonos historias de nostalgia y pertenencia, desenmarañando fábulas de guerra contra sus enemigos, que desde ese momento se convierten también, y para siempre, en enemigos nuestros.
Hoy en día es casi imposible pretender desafiar la idea de la madre patria, el concepto de nación o la idea de la pertenencia étnica. Estos discursos son sueños, pesadillas, fantasías infantiles que anidan en la oscuridad del cuarto de noche, detrás de una puerta entornada. Para poder acusar de irrealidad una entidad tal como la madre patria, deberíamos poder observarla desde un lugar de absoluta e incontrovertible realidad: un lugar que no encontramos y en el que jamás nos hallaremos, rodeados de sueños. Vivimos encerrados en un sueño, rodeados de sueños. Aun así, hay una gran diferencia entre las alucinaciones de un soñador crédulo -dispuesto a morir por el fantasma de la madre patria- y el práctico escepticismo del soñador lúcido.

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