Al verter el té en la taza, el liquido aprende de inmediato a constreñirse entre las paredes de cerámica, al igual que las palabras y silencios y gestos de los participantes en la ceremonia expresan implícitamente el reconocimiento de los límites. El quizá fuera el mayor maestro de la ceremonia del té, Rikyu (1521-1591), diseñó también los jardines que rodeaban a los pabellones. En cierta ocasión, e inexplicablemente para muchos, casi ocultó una sublime vista del mar al fondo. Deliberadamente plantó dos setos enormes y junto a ellos mandó colocar un cuenco de piedra. Cuando el visitante se inclinaba para tomar agua del cuenco, observaba su imagen finita y pequeña en la superficie del agua, pero, luego, al alzar la vista, veía por el espacio de entre los dos setos una grieta de luz, un vislumbre: el resplandor de la inmensidad del mar al fondo, y entonces tomaba conciencia de que, a pesar de ser efímero y limitado, era parte de un universo infinito.
No obstante, si la ceremonia del té enseña que el hombre es una parte minúscula de la inmensidad, el arte de la espada, que practican los samurais, enseña como fijar la atención, pero no en el propio ser, ni en la espada del contrincante, sino en la anulación del yo. Calvino relata, entonces, un apólogo zen en el que el arte de la espada, que era un antiguo arte espiritual en el Japón, aparece relacionado con el paisaje:
El alumno de un gran forjador de espadas pretendía haber superado al maestro. Para probar cuán afiladas eran sumergió una en un riacho. Las hojas secas que arrastraba la corriente al pasar por el filo de la espada se cortaban en dos. El maestro metió en el arroyuelo una espada que él había forjado. Las hojas corrieron evitando la lámina.
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