Carlos Peña (Por qué importa la filosofía)

LA CULTURA Y LA PREGUNTA POR EL SENTIDO

[...] Si un hombre pudiera escribir un libro sobre ética que de veras fuera un libro sobre ética, ese libro destruiría, con una explosión, todos los otros libros en el mundo.*

Y es que un libro sobre ética que lo fuera de veras velaría el misterio de la maravilla del mundo y luego de eso nada más importaría. ¿Por qué? Lo que ocurriría es que un vez que la pregunta final (¿por qué hay ser y no más bien nada?) tuviera respuesta cabal, todos nuestros acercamientos a lo que existe, las formas de concebirlo, los debates acerca de su verdadera fisonomía, perderían sentido: el secreto final habría sido develado. No sabemos si Heidegger estaría de acuerdo con esa extraordinaria afirmación de Wittgenstein, pero lo más probable es que sí. Si la respuesta por el ser tuviera una única respuesta, una respuesta final que no pudiera ser revocada ni matizada con una ulterior interpretación, entonces la cultura entera y la propia historia dejarían de tener sentido, puesto que su sentido es la búsqueda de sentido. Pero si el sentido fuera de una vez por todas esclarecido, si alguien pudiera clavar la rueda de la fortuna (la fortuna era una diosa que distribuía azarosamente los bienes y os días), entonces la historia dejaría de ser tal y pasaría a ser un páramo quiescente y fijo, sin sorpresas y sin tiempo. 

Por supuesto que esa forma de concebir el trabajo de la filosofía —dilucidando nuestra capacidad de formular preguntas finales, pero sin que le sea dado decirnos cuál es la respuesta— no está a la altura de las expectativas de sentido que la cultura humana parece anhelar.

En efecto, la cultura humana, los seres humanos y los esfuerzos que hacen por discernir su destino, parecen anhelar una respuesta final, un sentido, un baremo o regla que les permita medir la calidad de nuestras respuestas y el rumbo que la existencia debe tomar. Y de hecho, la cultura entera, como muestra la sociología, se orienta por ese tipo de preguntas, por la pregunta por el sentido, y sus costumbres, sus prácticas, sus ritos, su esfuerzo por separar lo sagrado de lo profano, son el esfuerzo por coagular esas respuestas en el tiempo, por proveer la ilusión de eternidad; una ilusión, porque la posteridad de cada cultura mira hacia atrás y solo ve, como advirtió Hegel, ruinas:

    Pero aun cuando consideremos la historia como el ara ante la cual han sido sacrificados la dicha de los pueblos, la sabiduría de los Estados y la virtud de los individuos, siempre surge al pensamiento necesariamente la pregunta: ¿a quién, a qué fin último ha sido ofrecido este enorme sacrificio?

Y en la propia literatura filosófica (y en el propio Heidegger) es posible encontrar también esa búsqueda del sentido final, como si la condición humana a la que la filosofía permite asomarse, tuviera posibilidad de atrapar ese sentido mediante algunos de sus quehaceres.

Hay quienes, por ejemplo, sugieren que Heidegger habría arribado a un callejón sin salida porque luego de haber detectado que la pregunta por el ser estaba a la base de nuestra cultura (de toda la cultura occidental, nada menos), nunca logró discernir un criterio de sentido que nos permitiera saber cuál era la respuesta que esa pregunta merecía. Esa acusación, esa acusación de fracaso, por llamarla así, se ha dirigido también contra Wittgenstein, que luego de haber mostrado que todos nuestros esfuerzos estaban orientados por la construcción de sentido (este era el motivo, como vimos, de por qué le parecía que Frazer había malentendido otras culturas empeñadas en el mismo quehacer que nosotros), no fue capaz de señalar de qué forma, sin embargo, ese sentido podía ser alcanzado.

Pero podemos dejar pendiente la cuestión de si acaso necesitamos que la pregunta heideggeriana tenga alguna respuesta o si la sola pregunta es suficientemente iluminadora. Volveremos a ella una vez que nos asomemos a la manera en que Heidegger y Weber caracterizan la modernidad y la falta que en ella detectan.

Para ello conviene asomarse, siquiera, preliminarmente, a lo que significa «mundo».
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UNA JAULA DE HIERRO

LA RACIONALIZACIÓN DEL MUNDO

El concepto de racionalización del mundo aparece especialmente en los estudios de sociología de la religión de Max Weber, quien lo anuncia, al modo casi de un acertijo, en la introducción a esos estudios que, en la versión inglesa que se debe a Talcott Parsons, suele ir como introducción a su famosa La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Pues bien, en esa introducción, Max Weber observa un conjunto de fenómenos culturales que se verifican, com o repite una y otra vez como si se tratara de una letanía, «en Occidente y solo en Occidente».  

Detenerse en el análisis de Weber ayuda a entender qué se quiere decir cuando se afirma que la nuestra es una época esencialmente técnica. Lo que Weber identifica como rasgo fundamental de esa época, la racionalización, coincide en muchos aspectos con lo que Heidegger, en sus estudios sobre la técnica, llamará pensar calculante, esa tendencia a concebir el mundo como una suma de recursos a disposición.

En todas las culturas, anota Weber, ha habido observaciones regulares y registros acerca del curso de la naturaleza, pero solo en Occidente esas observaciones se han matematizado en la forma de la ciencia; en todas partes han existido consejos acerca del modo de mantener el poder, pero solo en Occidente existió un Maquiavelo capaz de sistematizar su íntimo mecanismo; todas las estructuras sociales han poseído reglas, pero es solo en Occidente donde apareció el derecho tal y como hoy los conocemos, recogido en reglas a cargo de un cuerpo profesional que las administra en base a una disciplina; el arte tipográfico se constata en casi todas las culturas, y desde luego en China, pero la literatura impresa y la mediatización de la cultura es un fenómeno estrictamente occidental; todas las culturas han poseído comercio, intercambios y ánimo de lucro, pero solo en Occidente se observa una disciplina del lucro, un cierto ascetismo regulado en base a lo que hoy conocemos como contabilidad; y, en fin, en todos los sitios ha habido arquitectura, pero solo en Occidente se desarrolló la bóveda gótica y la perspectiva como ocurre con la pintura del Renacimiento. ¿Qué explica que en Occidente y solo en Occidente hayan aparecido ese conjunto de fenómenos? La respuesta a esa pregunta permite comprender buena parte de lo que hoy llamamos modernidad; pero al mismo tiempo ayuda a entender las condiciones, a menudo incómodas y difíciles, en medio de las que debe desenvolverse la filosofía y ayuda, al mismo tiempo, a comprender el sentido profundo de la inutilidad que ella, según hemos visto, parece poseer [...]

EL DESENCANTAMIENTO DEL MUNDO

[...] Pero ¿cómo pudo ocurrir que la realidad social racionalizada al extremo de tecnificarse y, como diría el propio Weber, encerrar al ser humano en una jaula de hierro, condenándolo a vivir en una «época ignorante de Dios y para la cual los profetas son desconocido»?

[...] Los tres y densos volúmenes de la Sociología de la religión pueden ser leídos como el esfuerzo por comprender el origen de la racionalización occidental, encontrar una respuesta a la pregunta de por qué «en Occidente y solo en Occidente» la vida había llegado a ser un quehacer previsible, planificado, formalmente racionalizado, donde todo se somete al cálculo de la eficiencia o de la producción, al extremo de que, como muestra la moderna burocracia, o la universidad moderna como veremos más adelante, ella parecía haberse despojado de cualquier chispa de sorpresa y de misterio. 

Y aunque suene sorprendente para quien no se ha asomado a la sociología, la opinión de Weber es que esa particular forma de encarnar la existencia —eso que había llegado a ser un páramo puramente técnico— había surgido, al menos en parte, de la religión.

Algunas creencias, en particular el judaísmo y el cristianismo, dos de las religiones mundiales, habrían dado origen a una «imagen del mundo» sistemática y habrían estimulado una toma de posición práctica inspirada por ella. 

[...] Había, observado Weber, una cierta «afinidad electiva» que él estimula, por una parte, y el moderno capitalismo, cuyo espíritu se habría expandido así al compás de ese racionalismo específicamente religioso, por otra.

¿Cómo fue, entonces, que acabó transformándose en el moderno racionalismo formal de la democracia y el mercado? ¿Cómo fue que ese anhelo de comprender la totalidad acabó en ese mundo de reglas y procedimientos desprovisto de misterios y de preguntas finales, este mundo técnico, donde la filosofía parece no tener nada, o muy poco, que hacer?

Para comprender el fenómeno hay que recordar que Weber no está intentando probar una hipótesis causal mostrando que las ideas religiosas modelan la cultura. Como él mismo insistió una y otra vez, se trata de mostrar las «afinidades electivas» entre la ética económica del protestantismo, él aludia a la forma en que el protestantismo orientaba, como un guardagujas, como una señal vital, la acción económica. Esa ética fortaleció, por decirlo así, la que traía el propio capitalismo, contribuyendo de esa forma a racionalizar la vida, a hacer del quehacer mundano algo racional, planificado, previsible. Pero esa orientación de la acción, religiosamente inspirada, que convergía con el capitalismo, acabó siendo atrapada por este. Richard Baxter, un escritor puritano inglés, había dicho que la preocupación por los bienes exteriores que la orientación profesional permitía acumular, no era más que «un liviano manto que se puede arrojar en cualquier instante». No resultó así. El liviano manto se transformó, en palabras de Weber, en una jaula de hierro, en un envoltorio férreo pero vacío de sentido, en una simple «petrificación mecanizada». Los bienes exteriores alcanzaron un «poder irresistible sobre los hombres, un poder que no ha tenido semejante en la historia». Así, esa ética habría contribuido a conformar el poderosos cosmos del orden económico moderno que, amarrado a la producción técnica, determina el

    estilo de vida de todos quienes nacen dentro de sus engranajes (no solo de los que participan directamente en la actividad económica), y lo seguirá determinando quizás mientras quede por consumir la última tonelada de combustible fósil. 

Wittgenstein

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