Jeremy Naydler (La lucha por el futuro humano)

 [...] Desde los filósofos mecanicistas del siglo XVII como Thomas Hobbes hasta los científicos de mediados del siglo XX como Jacques Monod o, más recientemente, Richard Dawkins, se puede detectar un fervor antirreligioso que resulta casi religioso en su determinación de demostrar que la vida se reduce a procesos físicos. El deseo de explicarlo todo sin recurrir a Dios fue una de las fuerzas impulsoras de la revolución científica, como expresó sucintamente el matemático y físico del siglo XVIII Laplace cuando, en una conversación con Napoleón, se dice que declaró que Dios era una «hipótesis innecesaria». En la filosofía mecanicista de Descartes y Hobbes, entre otros, que sentó las bases del marco filosófico de las ciencias, sólo se consideran válidas las explicaciones mecanicistas. De este modo, el cuerpo físico es visto como una máquina sin el menor rastro de alma.

El punto de vista de que el cuerpo humano es sólo una máquina ha sido uno de los grandes motores del reduccionismo científico. «La cédula es una máquina». El animal es una máquina. El hombre es una máquina», afirmó el bioquímico y premio Nobel Jacques Monod. Lo cual da a entender que el concepto de la vida y del organismo vivo es una ilusión: lo vivo en realidad está muerto. El reino de la vida debe por tanto abordarse desde la experiencia del ingeniero. Kevin Warwick, un distinguido profesor británico de ingeniería, argumentó hace mucho que los seres humanos son «simplemente un tipo de máquina, una forma biológica y electroquímica». Al cabo de cuatrocientos años de dominio de la filosofía mecanicista, en la segunda mitad del siglo XX (Warwick escribió esas palabras en 1997), las opiniones de ese tipo ya no se consideraban radicales: simplemente expresaban las convenciones científicas del momento.

Tengo un manual de biología para niños titulado The Human Machine [La máquina humana] (1990) cuyos destinatarios ya estarán bien entrados en la edad adulta y, en muchos casos, incluso tendrán hijos. La introducción se abre con la frase siguiente: «El cuerpo humano es una máquina fascinante y notable. Su diseño es mucho más complejo que el del ordenador más avanzado». La autora subraya que es únicamente «más complejo»: sigue siendo una máquina, sólo que de gran complejidad. Al pasar las páginas se ven imágenes de las diferentes articulaciones del esqueleto humano, dibujadas con el trazo limpio de cualquier manual de ingeniería básica: articulaciones de pivote, de bisagra, de bola y cavidad, etcétera (fig.2.6). Me pregunto si quienes se vieron obligados a leer el libro cuando eran jóvenes lo recordarán con cariño o sentirán cierta incomodidad por haber conocido esas cuestiones antes de que fueran capaces de pensar por sí mismo. 
 
Si el cuerpo es una máquina, entonces puede ser tratado como uno trataría a una máquina. Cuando una pieza se desgasta, basta sustituirla por otra nueva. La cirugía de «piezas de repuesto» cubre cada vez más partes del cuerpo, desde nuevas articulaciones de cadera y fémur hasta reemplazos de arterias y transplantes de órganos. Pero la consecuencia lógica de este punto de vista podría ser la sustitución del cuerpo orgánico por una máquina, si se demostrara que ésta es más eficiente, duradera y fácil de mantener. Esta idea ya la sugirieron en el siglo XX científicos respetables como el eminente físico e historiador de la ciencia J.D. Bernal en la década de 1920 o el profesor de ingeniería en el MIT Hans Moravec en los años ochenta.

Fig. 2.6.

¿Ha ido demasiado lejos la revolución digital?

Muchas personas se están cuestionando adónde nos conduce la revolución digital y, lo que es más importante, cuál debería ser nuestra respuesta. Como ocurrió con la Revolución francesa, al principio la revolución digital fue bienvenida. Para muchos, la transición de las tecnología analógicas a las digitales, que comenzó en la década de 1970 —en grabación de sonido, fotografía, comunicaciones, almacenamiento de datos y demás— fue un excelente avance. Las tecnología digitales, pertenecientes a la nueva era informática, permitían una precisión y un control muy superior en nuestra relación con el mundo. Pero en la actualidad existe un creciente sentimiento de aprensión respecto al alcance de la revolución digital, cuyas redes inalámbricas están alterando el tejido de nuestras vidas y cuyas nuevas tecnología buscan estrechar la relación entre los seres humanos y las máquinas, junto con la perspectiva de que el mundo que habitamos se transforme en un mundo «ciberfísico» cada vez más híbrido.

El actual despliegue de la quinta generación de redes de comunicación inalámbrica, o 5G, ha centrado la atención y ha aumentado hasta niveles sin precedentes la ansiedad que suscita la dirección que está tomando la revolución digital. En cierto modo recuerda al momento de la Revolución francesa en que el uso de la guillotina aplacó la euforia inicial y ya nadie pudo sentirse a salvo. El 5G traerá una intensificación masiva de la contaminación electromagnética que ha acompañado el crecimiento de las comunicaciones inalámbricas. Dotará a los sistemas de inteligencia artificial de un poder y una autonomía aún mayor que afectará a todos los aspectos de nuestra vida. Su despliegue extremadamente rápido, sin ningún análisis previo de sus potenciales efectos en la salud ni de su impacto medioambiental, es un síntoma de que la revolución digital ha adquirido, a semejanza de la Revolución francesa en su día, un impulso propio que va más allá de las restricciones de cualquier consideración racional o moral. ¡Adónde nos conduce? ¿Hacia qué final? ¿Cuál es la meta? ¿Y al servicio de qué verdaderas necesidades humanas?

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