Ismael Grasa (La hazaña secreta)

Es preciso sacar un tiempo para leer, pero uno no debe tener los libros por cualquier lado. Se ha de contar con un mueble o, si se puede, con una habitación, una biblioteca, donde guardarlos. En casa de los lectores los libros no deberían estar dispersos por todas las habitaciones, como si la vida que tuviéramos en ellas no fuese algo real o válido por sí mismo. Las lecturas forman parte de la vida buena, pero, llegado el caso, uno no debe atrincherarse tras ellas.

Es fácil caer en la tentación de presumir de ser lector, o de sumarse a campañas más o menos públicas a favor de la lectura, cuando quizá la mejor campaña por la lectura sea un hombre que lee a solas y guarda luego su libro, si considera que merece ser guardado, en la balda de su biblioteca. Me refiero con eso a que antes que esforzarnos en que otros les parezca la lectura algo atractivo, deberíamos ocuparnos de que nuestras vidas —leyendo, sí, tal vez— sean ciertamente atractivas. 

Aunque uno lea en aparatos electrónicos, hay un valor a tener a nuestro lado algunas primeras ediciones en papel y volúmenes que por alguna razón valga la pena conservar. Cualquiera dirá que lo importante es el contenido y no el continente, y no le faltará razón, pero hay que tener presente que el continente, los lo bibliográfico, esos objetos que sostenemos entre las manos, son cosas que también nos incumben. El coleccionismo, cuando obedece a un impulso bien ordenado, es un modo de virtud antes que una deformación del carácter. Una casa con una biblioteca, por reducida y sencilla que sea, tiene algo de ejemplar. El dueño ha de saber entonces dar razón de aquellos volúmenes, de cuáles son antiguos o heredados, o raros o valiosos por alguna razón. 

En todo caso, parece que nunca se debe abandonar la actitud de seguir aprendiendo. Esto a menudo se entiende hoy como una gimnasia cerebral para personas entradas en años, una vía de salud geriátrica, pero yo diría que, al margen de la edad, este no detenerse en el conocimiento es ante todo una gimnasia moral. Uno puede estudiar nuevos idiomas o saberes relacionados con su profesión, o puede dedicarse a lecturas literarias, históricas, biográficas... Diríamos que un profesor, por ejemplo, difícilmente puede enseñar algo a los demás si fuera del aula él mismo no hace nada por aprender. 

Copio hoy unas líneas de la escritora Cristina Grande.

Relata en uno de sus textos una visita al parque del Monasterio de Piedra. Es otoño y las hojas caen entre los saltos de agua. Escribe: "Y entonces, después de una hora de paseo, sentí una extraña congoja, un sobrecogimiento que casi me impedía respirar. El síndrome de Stendhal no se produjo en Florencia, sino frente a un bosquecillo de hoja caduca. Entendí que tanta belleza no podría repetirse nunca y esa sensación de perfección fugaz me puso al borde del llanto". 

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