Fernando Savater (Todo mi Cioran)

Ejercicios de desfascinación

El escepticismo es un ejercicio de desfascinación (MD)

Cualquiera que considere, por vicio o despego, la extensión y variedad de las creencias a las que sacrifica cotidianamente quedará sinceramente horrorizado; el más escéptico de nosotros flota en la fe como el feto se empapa del licor uterino; nos es tan necesario creer como respirar; en realidad, ambas tareas son dos modos de una sola actividad afirmativa. Ortega distinguía entre ideas, las que se tienen, y creencias, en las que se está. A fin de cuentas, tanto da: toda idea es una creencia en potencia, un primer paso hacia el delirio. Cuando a uno se le ocurren muchas cosas, mala señal; la proliferación de ocurrencias es clara muestra de una tendencia a la mitomanía, de complicidad con el argumento del espectáculo reinante. Nadie tendría ideas si no estuviese deseando creer en algo, si no fuera un fanático en ciernes, un alevín de obseso. «En sí misma toda idea es neutra, o debería serlo; pero el hombre la anima, proyecta en ellas sus fogosidades y sus demencias; impura, transformada en creencia, se inserta en el tiempo, toma aspecto de suceso: el paso de la lógica a la epilepsia se ha consumado... Así nacen las ideologías, las doctrinas y las farsas sangrientas» (PD). La pasión de creer se confirma de todos los modos imaginables: no menos por aferrarse a una idea que por variar de opinión diez veces al día.  Lo que cuenta es la vocación de adscribirse a algo, de suscribir una doctrina. «Dado que todas nuestras creencias son intrínsecamente superficiales y no versan más que sobre apariencias, de ello se sigue que unas y otras están en el mismo nivel, en el mismos grado de irrealidad» (MD). Como estamos firmemente decididos a tener dictámenes sobre todo lo divino y lo humano, como antes renunciaríamos a comer que a opinar, no es difícil pronosticar que acabaremos por encontrar creencias a nuestra medida: nunca nos faltará la posibilidad de obcecarnos en algo. 

La creencia tiene a su favor la utilidad: Gracias a nuestra afición al disparate encontramos fuerzas para levantarnos cada mañana: ¿quién se arriesgaría a ello si supiese...? Nada más estimulante que el error, incluso, cuando, de algún modo, estamos seguros de que se trata de un error. Quizá no seamos tan inocentes respecto a nuestra imbecilidad como pudiera suponerse: tememos más al desvelamiento de lo inevitable que a lo inevitable mismo. No cabe duda que el componente delirante no resta eficacia a las creencias, sino todo lo contrario: la doctrina que más desbarra suele ser la que tiene más fuerza motriz. «Un juicio "subjetivo", parcial, mal fundado, constituye una fuente de dinamismo: en el nivel del acto, sólo lo falso está cargado de realidad; pero cuando estamos condenados a una visión exacta de nosotros mismos y del mundo, ¿a qué adherirse y sobre qué pronunciarse ya?». (CT). Preferimos un error fecundo a una verdad estéril: nunca le perdonaremos a la verdad que desaconseje todo lo que constituye nuestra afanosa vida. Exigimos a todo precio seguir creyendo en la oportunidad de lo que hacemos y el único medio para esto es abundar en cegueras consentidas. Se trata, como suele decirse, de vivir; y «la vida no es tolerable más que por el grado de mistificación que pongamos en ella» (PD). Cada ilusión de la que nos despojamos añade un nuevo obstáculo a la posibilidad de nuestra vida; a fin de cuentas, será la obligación misma de vivir la que acabamos poniendo en tela de juicio, como ideología suprema y creencia matriz de todas las otras. Alejados de la fascinación que nos permitía funcionar  sin mayores rechinamientos, acumulamos los tropiezos y las dificultades en tanto que todo se nos hace imposible: la acción, la vida e incluso la muerte, probablemente. Pues la muerte es también una creencia como cualquier otra, que tiene a su favor un borroso argumento estadístico y cuya utilidad como motor de acciones es indudable: si no fuera por la amenaza de morir —de hambre, de hastío o de una puñalada— pocas acciones cometeríamos. Quizá la única ventaja de la lucidez sea, como contrapartida a dificultar la vida, erigir no menores obstáculos para la muerte. El verdadero escéptico nunca se suicida: matarse es un acto de fe

La superstición de dictaminar nos anega en doctrinas, contradictorias, complementarias, siempre superfluas. No sabemos dar un paso sin edificar treinta teorías, desmentir otras tantas y sentar los cimientos para buen número de otras; no hay superficie tan resbaladiza como para que no logremos pegar en ella la correspondiente etiqueta: «Calificar, nombrar los actos, es ceder a la manía de expresar opiniones; pero, como dijo un sabio: las opiniones son "tumores" que destruyen la integridad de nuestra naturaleza y la naturaleza misma» (CT). 


La historia imposible

La historia es indefendible. Hay que reaccionar respecto a ella con la inflexible abulia del cínico; o si no, ponerse del lado de todo el mundo, marchar con la turba de los rebeldes, de los asesinos y de los creyentes. (SA)

Tras la revelación de la inanidad del ser, tras la desaparición de los últimos jirones de la ilusión naturalista, disminuidos los prestigios del dios maldito, queda, inevitablemente, la historia. Toda noción de sentido, de finalidad, de movimiento ineluctable se ha refugiado en ella: si las cosas siguen siendo, en una tímida medida, explicables, lo son gracias a la historia. ¿En qué otra cosa se puede ya creer? Al menos, en la historia pasan cosas y, con un poco de buena voluntad y cierta destreza, se las puede coordinar entre sí, dando cuenta de unas mediante aquellas que las precedieron. Su curso quizá no coincida con el de nuestros deseos, pero por lo menos es un curso; lo que anhelamos tarda en llegar, quizá lo que nos aterra se aproxima, en cualquier caso algo viene, ineluctablemente. Terrible o liberador, lo cierto es que la historia tiene un futuro: ¿será la bomba purgativa? ¿La redención de las clases oprimidas? ¿La llegada de seres de otros planetas? ¿La conquista de lejanos soles?... Su surtido es vario, agridulce mezcla de esperanzas y alarmas, que primarán en nuestra consideración según las alternativas de nuestro humor o los altibajos de nuestros mínimos negocios cotidianos. El sentido histórico proporciona magnitud cósmica a cualquier incidencia privada: el comerciante de garbanzos ve en la súbita depreciación de esta legumbre una inequívoca señal de que el caos mundial se acerca, el militante revolucionario que pasa de la cárcel del antiguo régimen a dirigir la policía política del nuevo considera su caso vivo exponente de que el triunfo definitivo de la libertad y la justicia es inevitable, la insigne dama cuyo marido —antaño detenido por quiebra fraudulenta— es nombrado por un gobierno conservador ministro de Finanzas sabe que hay valores como el trabajo, la honradez y el señorío que nunca morirán y, finalmente, tendrán su recompensa, pese a las maniobras de los resentidos de siempre, etc, etc. Nadie se resiste a iluminar cada tropezón de su vida con la luz de la filosofía histórica: los sucesos, opacos, azarosos, incomprensible en su gratuidad, reciben una baño de racionalidad al sumergirse en el vivo torrente de la historia. Allí todo responde a una lógica, eventualmente soterrada, pero que acaba por salir a la luz. En el fondo, quien más y quien menos es un Hegel de bolsillo, presto siempre a edificar una teoría de urgencia sobre el devenir de la humanidad a partir de un atrancamiento en el lavabo. Como en todos los casos, esta necesidad popular de situar cada acontecimiento en una serie que le preste sentido va acompañada de una teoría de rigurosas «ciencias históricas», que sustituyen los viejos mitos y las antiguas teorías cíclicas por estadísticas, análisis económicos y visiones apocalípticas o radiantes del futuro. Conviene, pues, repetirse de vez en cuando esta frase de Cioran, destinada a limar ciertas ilusiones historicistas de las que no es fácil despojarse: «Hay más honradez y rigor en las ciencias ocultas que en las filosofías que asignan un "sentido" a la historia» (SA).

No hay comentarios:

analytics