José Luis Pardo (Estudios del malestar) Políticas de la autenticidad en las sociedades contemporáneas

Si el comunismo, al menos filosóficamente, era hegemónico entre los intelectuales de las democracias liberales, ¿qué decir de España, que hasta la muerte del dictador se encontraba históricamente congelada en la escena anterior a la Segunda Guerra Mundial -la contienda entre fascismo y comunismo-, y era un país en el cual el comunismo empírico era la única plataforma real de lucha cotidiana contra el franquismo y, por tanto, la que más sacrificios hacía en ese combate? El grueso de los intelectuales españoles (sobre todo los que residian en España, incluidos los pocos franquistas dedicados al trabajo intelectual), en la tradición de Ortega y Gasset, miraba la democracia por encima del hombro y pensaba en el <<Estado del bienestar>> como una grosera añagaza para engatusar al pueblo. Tenían aspiraciones más altas que las de una corrupta democracia parlamentaria, aspiraciones que quizá no satisfacía la situación real de la Unión Soviética y sus aliados políticos, pero que desde luego iban en la dirección de esa historia de la humanidad dotada de un argumento que se dirigía, en definitiva, a liberar a los hombres del yugo del Estado al mismo tiempo que de las garras del Capital. Y también sucedía algo similar con una buena parte de los intelectuales de otros países del sur de Europa que habían sobrevivido a la Segunda Guerra Mundial, de los cuales Jean-Paul Sartre era el emblema indiscutible, aunque ellos vivían en democracias liberales muy desarrolladas y disfrutaban de un avanzado Estado del bienestar y de una notable sociedad de consumo.

Sartre se había criado en el vagón de primera clase y sólo una breve temporada viajó en tercera durante la ocupación de Francia; era hijo de un oficial de la marina, alumno del Instituto Henri IV y de la École Normale Supérieure y llevaba el Premio Nobel en su ADN por parte materna, pero en la obra de la Historia mundial tenía el papel de hombre arriesgado, valeroso y comprometido, <<víctima>> del flagelo imperialista, y disfrutaba de lo lindo diciendo que tenía las manos metidas en el lodazal de la historia hasta los codos -o sea, que estaba comprometido-, al menos tanto como Hegel enarbolaba ante su refinado público la maloliente <<masa concreta del mal>>. El papel de <<alma bella>>, irresponsable y sin compromiso, y por lo tanto de intelectual inauténtico, se lo había reservado Sartre a su rival Albert Camus, que a pesar de haber crecido en Argel sin agua corriente ni electricidad y de haberse jugado el tipo contra los nazis, había cometido a sus ojos un crimen imperdonable: sus libros no eran malos ni falsos, pero tenían un defecto aún peor, y es que complacían a algunos lectores de derechas. Un reproche al que Camus respondió algo que Sartre no podía siquiera concebir: <<si la derecha tuviera la verdad, yo me haría de derechas>>.

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La politización del Arte no se ha materializado exclusivamente ni principalmente mediante el <<acercamiento>> de las artes a un público masivo convertido en consumidor experto por la educación gratuita, ni tampoco por su absoluta disolución en la vida cotidiana (que eran, probablemente, el tipo de cosas en las que pensaba Benjamin cuando creó esta fórmula). Esto lo sabemos por las constantes quejas de <<falta de público>> de los artistas contemporáneos, a pesar de las políticas de multiplicación geográfica de centros de arte actual y de la proliferación de <<casas de la cultura>> regionales y municipales para su exhibición. Pero, no obstante, si hoy escuchamos el discurso de muchos artistas en activo, notaremos que sus obras se pretenden directamente políticas desde su primera intención hasta la última, bien sea en su ambición  de denunciar la barbarie del capitalismo internacional, la intolerable situación de los inmigrantes y refugiados, la discriminación racial o sexual, la sobreexposición de la economía sumergida o las deficiencias de una ilustración ilusoria, o bien en su programática aspiración a arbitrar nuevas formas de intervención y de participación política o a generar relaciones sociales que desborden subversivamente los marcos institucionales establecidos; unas ambiciones y unos programas que llevan la huella retórica del <<comunismo>> con el que Benjamin identificaba la <<politización del arte>>, aunque sólo sea por su constante recurso a <<lo común>> -que no conciben como la condición del pacto social, sino como el fundamento de una comunidad tan auténtica que hace innecesario el pacto-, que corre paralelo a su desprecio hacia <<lo político>> (aunque que sea de lo público de lo que en buena medida han dependido hasta ahora en algunos países para el sostenimiento material de ese mismo discurso).

El artista contemporáneo, pues no quiere <<espantar al público>> sino tan sólo, como el vanguardista, incomodar al (Estado) burgués, que para su desgracia suele ser quien le sostiene económicamente e institucionalmente, pero al que el artista no reconoce la capacidad para legitimar sus obras. Por el contrario, necesita enojar al burgués para así convocar a su público auténtico, el <<pueblo>> que el Estado burgués ha inhibido, la comunidad a la que el arte proporcionaba sentido antes de que la modernidad inventase el <<Arte>>. Un pueblo que ya/aún no existe (y de ahí la incurable falta de público del arte contemporáneo) pero que debe ser inventado y al que las obras posvanguardistas deben hacer un hueco dejando en blanco, como Duchamp, el sentido de sus acciones.

* José Luis Pardo (Estética de lo peor)

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