Martha C. Nussbaum |
El convertirse en ciudadano del mundo resulta a menudo una empresa solitaria. Es, como sostuvo Diógenes, una especie de exilio: un exiliarse de la comodidad de las verdades locales; del cálido y acogedor sentimiento patriótico; del absorbente dramatismo del sentirse orgulloso de uno mismo y de lo que es propio. En los escritos de Marco Aurelio (así como en los de sus discípulos estadounidenses Emerson y Thoreau), el lector acostumbra a percibir un sentimiento de irremediable soledad, como si prescindir de los puntales que representan las costumbres y las fronteras locales privase a la vida de toda calidez y seguridad. Si un niño o una niña empieza su vida como un ser que ama y confía en sus padres, siente la tentación de reconstruir la ciudadanía siguiendo los mismos patrones, encontrando en una imagen idealizada de una nación una especie de sucedáneo familiar que hará por nosotros lo que esperamos de ella. El cosmopolitismo no ofrece este tipo de refugio; únicamente ofrece la razón y el amor a la humanidad que, en ocasiones, puede resultar menos cálido que otras fuentes de pertenencia.
En la novela de Tagore el llamamiento en favor de la ciudadanía mundial fracasa. Fracasa porque el patriotismo está lleno de colorido, intensidad y pasión, mientras que el cosmopolitismo parece tener que enfrentarse a la ardua tarea de excitar la imaginación.
Richard Falk |
En la actualidad los ciudadanos tienen ante sí el reto de reconfigurar la antigua dicotomía entre patriotismo indiferenciado y el cosmopolitismo. La superación de este reto permitiría restaurar la vitalidad del patriotismo tradicional, siempre y cuando se ampliasen las ideas y las prácticas de participación y responsabilidad al escenario en el que se dirimen los asuntos transnacionales. Si la revitalización ética y política se ve empequeñecida por el peso abrumador del globalismo económico -una especie de cosmopolitismo negativo- los ciudadanos con voluntad y aspiraciones humanísticas no podrán acomodarse fácilmente en ninguno de los dos polos, el patriótico o el cosmopolita, entre los que se plantea el debate actual. Si, por el contrario, se logra reorientar el debate, el patriotismo y el cosmopolitismo podrán compartir un compromiso común capaz de remodelar las condiciones del estado humano, la región humana y, en función del éxito de las fuerzas sociales transnacionales, un globalismo decente e incluyente.
Gertrude Himmelfarb |
Fui vacunada contra el cosmopolitismo a muy temprana edad. En un curso de historia al que asistí en los primeros años de mi carrera, poco después del estadillo de la segunda guerra mundial, el profesor nos explicó que lo que estábamos presenciando eran las últimas bocanadas del nacionalismo, sus estertores. El nacionalismo había sido un fenómeno del siglo IXI, el romántico producto lateral del apogeo del Estado-nación. A duras penas había sobrevivido a la primera guerra mundial, y seguramente la segunda significaría su fin, lo que conduciría a un orden cosmopolita comprometido con los ideales universalistas de la Ilustración. El profesor, un distinguido erudito, hablaba con gran autoridad, puesto que tenía un conocimiento personal y profesional de la materia. Emigrado recientemente de Alemania, tenía una experiencia directa y trágica de ese anacronismo conocido como nacionalismo.
Ya entonces, a mis dieciséis años, me di cuenta de que algo no cuadraba en su descripción. Recordaba, por lecturas anteriores del curso, que la propia Ilustración había dado carta de naturaleza a un nacionalismo agresivo. Y, como judía, era dolorosamente consciente del virulento nacionalismo que recientemente había transformado un país eminentemente ilustrado y civilizado en un país bárbaro y asesino.
Ni siquiera mis veleidades trotskistas, en mis primeros años de universidad, disiparon mi escepticismo acerca del inminente triunfo del cosmopolitismo. Estaba dispuesta a creer en gran parte de la doctrina marxista: la lucha de clases, la inevitabilidad de la revolución, el triunfo del proletariado... pero no en la desaparición del Estado. El ejemplo de la Unión Soviética, reforzado por la lectura de Michels y Pareto, no inspiraba mucha confianza en ello.
Las fantasías cosmopolitas que aún podía tener se desvanecieron totalmente al acabar la guerra, cuando acudí, en Londres, a la convención del Partido Laborista Independiente. La convención aprobó por unanimidad y con gran entusiasmo una resolución en favor de una Europa unida. Visados, pasaportes, y los otros estigmas del la ciudadanía serían abolidos, e ingleses y europeos se unirían en una hermandad común. (Esto fue cuando el término <<hermandad>> todavía era permisible). Inmediatamente después, la convención se vio en la tesitura de aprobar otra resolución, esta vez en favor de la independencia de Escocia. Tal y como yo lo recuerdo, esta moción también fue unánimemente aceptada.
* Martha C. Nussbaum (Sin fines de lucro) Por qué la democracia necesita de la humanidades
* Martha C. Nussbaum (Sin fines de lucro) Por qué la democracia necesita de la humanidades
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