De la perplejidad como forma de vida
¿DE DÓNDE PROVIENEN tantas miradas atónitas? Hoy su número parece excesivo, aunque esta especie de estupefacción sostenida ha empezado a normalizarse. Desde que a mediados de la década de 1990 se puso de moda la palabra comodín «complejidad» todo encaja: de hecho, nuestras miradas son ahora obligatoriamente atónita. No queda otra salida salvo que queramos parecer seres primarios: los aires de perplejidad han adquirido un prestigio inusitado. Conste que no estoy hablando de política. Me refiero a un tipo de perplejidad mucho más genérica, a esa especie de distancia incómoda con el mundo que afecta a cosas tan diversas como nuestra percepción milenaria del clima o la turbación que experimentamos ante una performance pseudovanguardista subvencionada por alguna diputación. Hablo, pues, de política, pero también de ciencia, o de arte. Hablo del mundo que nos rodea, y del imaginario que intenta representarlo, en general sin éxito. ¿De dónde proviene esa mirada estupefacta, ese rictus de aturdimiento, toda esa extrañeza?
La respuesta fácil consistiría en mirar de reojo a nuestro pasado reciente, e incluso al inmediato. Entonces podríamos apelar a las preocupaciones de la Guerra Fría, a las contradicciones heredadas del Mayo del 68, al trauma del derrumbe del bloque soviético, a la inquietante pujanza del terrorismo de raíz islamista, a las grandes incertidumbres del nuevo siglo (el populismo de nuevo cuño, la inteligencia artificial, etc). Podríamos apelar también al fracaso de la globalización, o a las muchas expectativas rotas de la revolución digital, o a otros fenómenos de una extraordinaria importancia. Sin embargo, estaríamos haciendo trampa: los acontecimientos que acabamos de comentar permiten acercarnos a las complejidades de un mundo cambiante, sin duda, pero sin llegar a entenderlo. Dicho mundo se mueve a velocidades tan vertiginosas que a menudo ni siquiera puede ser asumido en términos de «realidad»: ya no puede ser narrado, según Byung Chul Han. Y es que estamos hablando de miradas verdadera y dramáticamente atónitas, no de la simple dificultad de analizar ciertos hechos puntuales, concretos. Nos estamos refiriendo a una perplejidad genérica, a una perplejidad constitutiva, si es que tal expresión tiene algún sentido. «Estranha forma de vida», como dice aquel fado que popularizó Amalia Rodriguez: «Foi por vontade de Deus/ que eu vivo nesta ansiedade...» He aquí una palabra relevante: ansiedad.
La modernidad es hija de la duda cartesiana. Quizá la posmodernidad consiste en el intercambio insensato de aquella duda fundamental por un estado mental que tiende a la confusión —y también a la «ansiedad» del viejo fado—. Entre la duda y la confusión existe, en todo caso, un abismo conceptual, no solo un matiz semántico. En este punto creo conveniente realizar un inciso vagamente autobiográfico. Mi época de formación universitaria coincidió, más o menos, con la consolidación académica del pensamiento posmoderno. Era una respuesta necesaria al colapso de la escolástica marxista y a muchos otros dogmas acumulados y sedimentados. Pasadas cuatro décadas es de justicia constatar que la noción de pensiero debole de Gianni Vattimo contenía los gérmenes de varios agentes patológicos realmente perturbadores. Porque una cosa es entender al relativismo como la necesaria respuesta que permite desactivar el dogmatismo (marxista o de cualquier otra índole) y otra muy distinta, muchísimo, asumirlo programáticamente como modelo civilizatorio. Conviene repensar seria y críticamente la herencia de la posmodernidad: esa noción ya no significa lo mismo que en la década de 1980. Hoy es algo estéril.
[...] Paradójicamente, las ideologías que marcaron el siglo XX provienen casi sin excepción de finales del siglo XIX: el marxismo «científico», el socialismo utópico, el liberalismo, el anarquismo, el biologicismo racialista, el nacionalismo, el protofeminismo de las sufragistas, el colonialismo entendido como proyecto civilizatorio mundial. Y también otros tan diferentes pero con tanta influencia posterior como el higienismo o el sionismo, por poner dos ejemplos de idearios desconectados que coincidieron en el tiempo. La lista podría ser mucho más larga, evidentemente. Todo eso no ocurrió por casualidad durante el inacabable siglo XIX, que va de la Revolución francesa, en 1789, hasta el inicio de la Primera Guerra Mundial, en 1914. El fin del Ancien Régimen era también, por fuerza, el comienzo de otra cosa. Resulta, sin embargo, que esta «otra cosa» aún no existía en la mente de nadie: por resumirlo mucho, los ilustrados ya estaban muertos en 1789, pero los revolucionarios aún no habían nacido o no tenían edad para entablar batallas de verdad. La derrota napoleónica no trajo un nuevo orden, sino una confusión de fábricas y de monarquías putrefactas, de máquinas de vapor y de campesinos que aún vivían mentalmente en pleno siglo XVI. De aquel magma fétido que inundaba los primeros grandes suburbios obreros y, a la vez, de las patéticas carrozas doradas de la Restauración, emanó también el olor penetrante de las ideologías totalitarias que se adueñaron del siglo XX. La coexistencia del Romanticismo con el Positivismo explica tantas y tantas rarezas.
Nos estamos acercando un poco más a la clave del enigma, pero todavía no hemos llegado a ella. En el proceso que comentamos, ese que nos ha llevado a la contemplación atónita de la realidad, Karl Marx solo representa un eslabón perdido en una cadena mucho más larga. Cabe decir, sin embargo, que se trata del eslabón central. Marx ha terminando pasando a la historia gracias a un libro que no leyó nadie, El Capital. Al poco de haber estrangulado a su esposa, Louis Althusser, uno de los más entrañables farsantes de la década de los 70, y a quien entonces se consideraba una autoridad en la obra de Marx, confesó que solo se había leído la introducción y algún que otro capítulo cortito y facilón del libro. La influencia teórica real de los interminables volúmenes de El Capital es muy pequeña. Se trata de un libro riguroso de economía. los libros rigurosos de economía no conmueven y, por tanto, tampoco mueven. No sirven para encender la antorcha revolucionaria. A lo sumo, son un icono en forma de volumen encuadernado (en España, mucha gente está convencida de haber leído El Capital gracias a un pequeño resumen de 240 páginas que el editor madrileño Miguel Castellote publicó en 1974).
El Marx interesante desde una perspectiva filosófica es el de los Manuscritos y el Manifiesto. Es en medio de los Manuscritos —y de manera muy especial, en el tercero— donde localizamos, emboscado, una parte substancial del enigma. Toda la pesada parafernalia conceptual de El Capital requería por fuerza de un sujeto histórico. En los Manuscritos, este se muestra nítida e impúdicamente: no es otro que el buen salvaje de Rousseau. Esa fantasía desglosada en el Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres nace, tal como la conocemos en la actualidad, en junio de 1754, en Ginebra. Seguramente no habría tenido ninguna transcendencia posterior si Marx no la hubiera adoptado como fetiche antropológico, más o menos al cabo de un siglo.
Pero Jean-Jacques Rousseau tampoco es la respuesta. No es exactamente el origen último de la fabulación. Como en el caso de Marx, solo forma parte de esa cadena, aunque ocupa igualmente un lugar central. Rousseau fue un gran lector de Montaigne, y por medio de los Ensayos conoció las exóticas referencias de los cronistas americanos del siglo XVI.
[...] El contexto histórico de Michel de Montaigne (1533-1592) no es evidentemente el nuestro, aunque se le parece. Montaigne acumula las vivencias de un mundo que, en el sentido literal de la palabra, se desmorona, y no de cualquier manera. El hundimiento permite vislumbrar los destellos de una realidad inédita, la modernidad. No es extraño que Stefan Zweig hiciera una pequeña biografía de Montaigne deliciosamente inexacta: ambos sintieron la nostalgia del mundo de ayer. En el caso de Montaigne se trata de la época de los últimos Valois, cuando Francia pasa en muy poco tiempo de la placidez política y de la prosperidad económica al indescriptible caos de las Guerras de Religión [...]
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