Marc Fumaroli (El Estado cultural) Ensayo sobre una religión moderna

DEL PARTIDO CULTURAL AL MINISTERIO DE CULTURA

En última instancia, los orígenes del Estado cultural son bismarckianos. Pero el ejemplo del maquiavelismo de Bismarck no desplegó todas sus consecuencias funestas sobre la política europea hasta después de 1914. En 1917, el golpe de Estado de Lenin proveyó a Rusia de un Bismarck marxista, y el Estado leninista también tuvo su Kulturkampf, al lado de cual el de Bismarck hace el efecto retrospectivo de un modesto y efímero incidente. Sin embargo, olvidadizos de las lecciones de la historia, incluso recientes, e insensibles a las advertencias de Nietzsche, al cual pretende haber leído, Malraux y la generación de los intelectuales de los años treinta quedaron fascinados por la función aparentemente eminente que la dictadura leninista atribuía a su propiedad, la «cultura». El gobierno de Lenin incluía una Comisariado de la Cultura. En la cabeza tenía a Lunatcharski, y sus numerosas direcciones empleaban a las esposas y hermanas de los jefes bolcheviques: Krupskaia (señora de Lenin), Bouch-Bruevich (hermana de Lenin), Trotskaia (señora de Trotski), Kameneva, Dzerjinskaia, etc. En ese comisariado se encontraba Lito (Dirección del Libro, encargada entre otras cosas de la depuración de las bibliotecas), Muzo (Dirección de la Música), Iso (Dirección de las Artes Plásticas), Teo (Dirección del Teatro), Foto-Kino (Dirección de la Fotografía y el Cine, Chelikbez (Comisión Especial para la Liquidación del Analfabetismo). La propensión a sustantivar las siglas ha quedado, de Moscú a París, como costumbre de las burocracias «culturales». En 1982, Catherine Clément, saludando la nueva era, escribía: «La cuestión de la felicidad está planteada». Medio siglo antes, el comisario Lunatcharski declaraba: «La «conquista del poder no tendrá sentido si no hiciéramos felices a los hombres».

¿Cómo hacerles felices, es decir, dóciles? «El comisariado —escribía Lunatcharski— no tiene razón de ser si no sirve a la cultura. La instrucción, la ciencia, el arte, aparecen así no sólo como medios de nuestro movimiento, sino también como sus fines».
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CULTURA CONTRA UNIVERSIDAD

El error sobre el que se ha construido el edificio «cultural» es, primero de naturaleza política. Se ha querido una Francia «moderna», competitiva, pero no se ha querido ver que, por ese hecho, pasaba a ser justificable según los análisis de Tocqueville en La democracia en América. Ese singular estrabismo ha llevado a los políticos y tecnócratas, en el mismo momento en que remataban la metamorfosis del «querido y viejo país» en democracia comercial y consumidora a la americana, a hacer como si Francia fuera justificable según los esquemas en vigor entre los intelectuales de los años treinta: burguesía contra pueblo, artes de vanguardia contra burguesía.

Los vampiros del Estado han buscado en esas antítesis melodramáticas una poesía y una moral para embellecer su «modernización». Han encontrado en los slogans del 68, y en los del 81, un «segundo aliento», una «segunda» y una «tercera» juventud para ese «ideal» de los jóvenes anticuados. Traducidos en lenguaje ministerial, retraducidos en lenguaje rebelde, los tópicos de la «democratización cultural», y luego del «todo cultural«, se han ido cargando a su vez de las esperanzas puestas en otros tópicos: «Todos creativos», «Cambiemos la vida». Las palabras-pantalla y las coartadas son intercambiables. Se trata, en los despachos o en la calle, de un retrato y de un rechazo de análisis de lo real, y, por lo tanto, de una verdadera dimisión del ingenio francés ante sus nuevos cometidos, y eso en un país que, por su economía y sus costumbres, había entrado en la norma común de las democracias «desarrolladas».

Así que había llegado la hora, y Raymond Aron fue el primero en comprenderlo, de no leer ya La democracia en América como un informe diplomático, sino como un «conéctate a ti mismo». La mayor parte de los rasgos apuntados por Tocqueville en el amplio término americano (salvo la religión y el amor a la libertad) han pasado a ser los nuestros, y se ha amalgamado a supervivencias cada vez más fantasmagóricas de la antigua sociedad: el amor generalizado por los goces materiales, la simplificación de las maneras, la inquietud en medio del bienestar, el aspecto a la vez agitado y monótono de la vida pública, el ardor de las ambiciones y la ausencia de grandes ambiciones. Todos esos rasgos que han desabrido los caracteres, se ha extendido al mismos tiempo que los medios, desconocidos por Tocqueville, de hipertrofiarlos: la generalización de las distracciones, del turismo, de la tecnología, de las sensaciones visuales y auditivas prefabricadas... A los estadounidenses de su tiempo, Tocqueville, después de haber descrito de manera sobrecogedora el estado de la literatura en un régimen democrático («La masa siempre creciente de lectores y la continua necesidad que tienen de novedad aseguran la venta de un libro que apenas valoran»), les da un consejo de contrapeso:

Es evidente que, en las sociedades democráticas, el interés de los individuos, así como la seguridad del Estado, exige que la educación de la mayoría sea científica, comercial e industrial más que la literatura. El griego y el latín no deben ser enseñados en todas las escuelas, pero importa que aquellos cuyo carácter o fortuna destina a cultivar las letras, o predispone a apreciar, encuentren escuelas donde puedan llegar a dominar perfectamente literatura antigua y a penetrar enteramente en su espíritu. Algunas universidades excelentes valdrían más, para alcanzar ese objetivo, que una multitud de malos colegios o estudios superfluos, que se hacen mal e impiden hacer bien los estudios necesarios. Todos quienes ambicionan destacar en las letras, en las naciones democráticas, deben a menudo alimentarse de obras de la Antigüedad. Es una higiene saludable. 

Si nos atenemos al espíritu de este texto, que ha sobrevivido perfectamente a su letra históricamente fechada, se ve bien con qué profundidad se aplica a la Francia actual. Ésta tiene una tradición literaria, filosófica y artística que Estados Unidos no tiene. No la tiene, por la razón obvia de que no tiene Antigüedad, ni Edad Media, ni Antiguo Régimen, y de que ha construido su sistema político sobre la filosofía contemporánea a su nacimiento, la de las Luces, de Locke a Montesquieu. Estados Unidos es un país integramente moderno. Lo que no le impide, justo porque es moderno hasta ese punto, experimentar por compensación el deseo de conocer las tradiciones de Europa y Asia que están fundadas sobre un postulado común inverso al de su propio utilitarismo: la superioridad de la contemplación sobre la acción, el espíritu como iluminación de la materia. Al no poder reencontrarlas en su propia filiación, en su propia memoria, como es la suerte de nosotros los europeos, se ha dirigido al estudio sabio, y ha creado por ello, entre otras cosas, «universidades excelentes», y ha prestado una gran acogida a los sabios europeos, como Erwin Panofsky o Leo Strauss. Nadie más adecuado que esos profesores para tejer el hilo que la vincule a Mnemosine, madre de las Musas, y alivie de la avidez moderna, de la otra figura del tiempo que reina con ella: Cronos. 

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