PRÓLOGO
Alguien como yo, para quien la proverbial botella no solo está medio vacía sino que con seguridad contiene un líquido potencialmente letal y de sabor repugnante, quizá no sea el autor más apropiado para escribir sobre la esperanza. Están aquellos cuyas filosofía es «come, bebe y alégrate, porque mañana moriremos» y aquellos con los que siento más afinidad, cuya filosofía es «mañana moriremos». Una razón por la que he elegido escribir sobre este tema a pesar de esa angustiosa propensión es que ha sido curiosamente ignorado en una época que, en palabras de Raymond Williams, nos pone ante «el sentimiento de pérdida de un futuro». Es posible que otra razón para evitar el tema sea el hecho de que quienes se aventuran a hablar de él están abocados a la insignificancia a la sombra de la monumental obra de Ernst Bloch El Principio esperanza, que trataré en el capítulo 3. Tal vez no sea el texto más admirable en los anales del marxismo occidental, pero es, con diferencia, el más largo.
Se ha afirmado que los filósofos prácticamente han abandonado la esperanza. Un rápido vistazo al catálogo de cualquier biblioteca sugiere que han dejado vergonzosamente el tema a libros con títulos como Medio llena: cuarenta estimulantes historias de optimismo, esperanza y fe; Un poco de fe, esperanza y alegría, y (mi favorito) Los años de la esperanza: Cambridge, la administración colonial de los mares del Sur y el cricket, por no mencionar las numerosas biografías de Bob Hope*. Es una cuestión que parece atraer a todos los moralistas ingenuos y animadores espirituales del planeta. Así que no parece fuera de lugar una reflexión sobre el tema de alguien como yo, que no tiene un pasado en el cricket ni en la administración colonial, pero que está interesado en las implicaciones políticas, filosóficas y teológicas de la idea.
¿QUÉ ES LA ESPERANZA?
Las llamadas tres virtudes teologales de fe, esperanza y caridad tienen sus corolarios corruptos. La fe puede degenerar en credulidad, la caridad en sentimentalismo y la esperanza en autoengaño. De hecho, resulta difícil pronunciar la palabra «esperanza» sin evocar la perspectiva de que sea una esperanza frustrada, pues adjetivos como «débil» o «vana» vienen de forma espontánea a la mente. Parece haber algo incorregiblemente ingenuo en la propia noción, mientras que el sarcasmo da más expectativa de madurez. La esperanza sugiere una expectativa trémula, casi temerosa, apenas una traza de seguridad firme. En la época moderna, ha tenido casi tan mala prensa como la nostalgia, que es más o menos su opuesto. La esperanza es un junco esbelto, un castillo en el aire, una compañera agradable pero mala guía, buena salsa pero comida escasa. Si abril es el mes más cruel en La tierra baldía es porque genera falsas esperanzas de regeneración.
Hay personas para las que la esperanza es incluso una especie de indignidad, más propia de reformadores sociales que de héroes trágicos. George Steiner admira una forma de «tragedia absoluta» que esté «incontaminada» de algo tan despreciablemente pequeñoburgués como la esperanza. «En la alta tragedia —señala— la nada lo devora todo como un agujero negro», una condición que el más mínimo indicio de esperanza solo puede adulterar. La grandeza de la tragedia, sostiene Steiner, se ve disminuida por esos fútiles anhelos. En realidad, esto no es así en la Orestíada de Esquilo, ni en las obras trágicas de Shakespeare, que deberían ser consideradas lo bastante elevadas para el gusto de cualquiera. Pero la tragedia, según Steiner, no es connatural a Shakespeare, que por eso insiste en diluir la pura esencia de la esperanza con vulgares insinuaciones de redención.
[...] La izquierda política puede ser tan escéptica sobre la esperanza como la derecha steineriana. Claire Colebrook, por ejemplo, juega con la idea de un «feminismo sin esperanza». «Parece que el feminismo —escribe— debería abandonar la esperanza —esperanza de un novio más rico, pechos más grandes, muslos más finos y un bolso de moda cada vez más inasequible— para imaginar un futuro que "nos" libere de todos los clichés que hemos tragado y que nos han drogado hasta enervarnos. La utopía solo podría alcanzarse con una intensa desesperanza». No es una política que Colebrook defienda sin reservas, y por una buena razón: aunque las mujeres tengan algunas esperanzas falsas o negativas, también las tienen auténticas. En todo caso, la reticencia de la izquierda sobre la esperanza no es completamente infundada. Las imágenes de la utopía siempre corren el peligro de apropiarse de energías que de otra manera podrían invertirse en su construcción.
Quienes tienen esperanza suelen parecer menos pragmáticos que los que no la tienen, aunque hay veces en que nada resulta más extravagante y falso de realismo que el pesimismo. En la era de la modernidad, la melancolía da la impresión de ser una actitud más sofisticada que la alegría. Después de Buchenwald e Hiroshima, la esperanza no parece nada más que una fe injustificada en que el futuro representará un avance respecto al presente, y recuerda la sarcástica descripción que hizo Samuel Johnson del matrimonio como el triunfo de la esperanza sobre la experiencia. Sin embargo, incluso los acontecimientos más terribles de nuestra época pueden aportar motivos para la esperanza. Como señala Raymond Williams, su hubo quienes perecieron en los campos nazis, también hubo quienes dieron la vida para librar al mundo de los que los construyeron.
*El apellido del comediante Bob Hope significa «esperanza».
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