«EXAGERAR EN EL BIEN»
Los países democráticos son, en principio, acogedores. Este es uno de los caracteres más seductores del Hada Democrática, construido por la historia y elaborado por los ideólogos (católicos y de izquierda) de la inclusión ilimitada. Prófugos, inmigrantes y perseguidos de todo tipo pueden encontrar en ellos hospitalidad y refugio y disfrutar de los mismos derechos que los residentes. En algunos países (como Francia) se acoge incluso a condenados convictos de otros países por crímenes no reconocidos localmente.
Aunque no se remonte a los orígenes del pensamiento democrático (no hay rastro de él en la Déclaration revolucionaria), este principio —al que se ha dado el nombre de «inclusión» (o inclusividad)— es practicado y teorizado en todos los países de Occidente. El principio ha hecho de marco para el escenario en el que, a partir de los años ochenta del siglo pasado, Europa entera ha acogido a millones de inmigrantes y clandestinos, que han afluido a su territorio desde todos los países del sur y del este del mundo, permitiéndoles disfrutar de casi todas las prerrogativas de los residentes y conservar sus propios usos en todos los campos, incluso el religioso. La generosidad tal vez ha llegado a superarse a sí misma: en varios países (Italia, España, Francia) hasta los inmigrantes técnicamente clandestinos han podido disfrutar gratuitamente de servicios y derechos que los residentes financian con sus impuestos, como los de enviar a sus hijos a la escuela y tener asistencia sanitaria.
Atraídos por esos beneficios, las llegadas han sido tan numerosas que han alterado la composición demográfica de algunos países europeos. Se ha calculado, por ejemplo, que, dado que «cada generación de alemanes es un tercio menor que la precedente», después de algunas generaciones los nacidos en Alemania procederán enteramente de familias de inmigrantes. Pero como los inmigrantes alcanzaban niveles de instrucción y de cultura inferiores a los de los alemanes, el nivel medio de instrucción y profesionalidad se reducirá en consecuencia. »Lo que nos falte lo supliremos en parte con campesinos anatolios, exiliados de guerra palestinos y diversas generaciones de refugiados de la zona del Sahel».
Desde el punto de vista antropológico y político, la acogida del extranjero no es en absoluto algo que se dé por descontado. Supone más bien un trámite tormentoso y complejo, que no en todos los países se consigue cumplir por entero. De hecho, el extranjero es antes que nada «un fuera de la ley», una persona sospechosa, un «diferente a nosotros», que es mantenido en observación durante cierto tiempo. Para convertirse en «uno de los nuestros» debe atravesar los dos estados sucesivos: huésped y ciudadano. Al principio existe sólo la diferencia absoluta: «Estoy entre vosotros, pero practico mis creencias y costumbres». El proscrito se convierte en huésped cuando empieza a absorber las usanzas y las prácticas (cuando no las creencias) del país que le hospeda y sobre todo a respetar las de los nativos. Esta etapa se llama de «integración». En algunos países el recorrido completo puede realizarlo solamente quien satisface algunas condiciones: conocer los fundamentos de la civilización anfitriona (a partir de la lengua), aceptar la cultura del país, y, sobre todo, no provocar a la comunidad que le acoge ni poner en peligro su supervivencia. La primera condición se pretende formalmente, por ejemplo, en Estados Unidos, donde, para acordar la nacionalidad, se pide a cualquiera un examen básico de cultura americana y de lengua inglesa. Los otros dos requisitos, en cambio, son ignorados casi en todas partes.
Pero ¿qué lleva a los países occidentales a defender la inclusividad ilimitada? Puede haberlo obrado el incurable sentimiento de culpa de los, países imperialistas, que creen recobrar la virginidad abriendo indiscriminadamente las puertas a los pueblos que han explotado y masacrado durante siglos. Los grupos de inmigrantes que así se han formado, cada vez más consistentes, tienden a mantenerse cerrados, sin mezclarse con la población local, salvo casos aislados de parejas mixtas. Además, la actitud de la propensión solidaria de las izquierdas y del humanismo cristiano católico, inclinado por naturaleza a «exagerar en el bien» hasta llegar a una especie de «extremismo humanitario». Se llega al punto de modificar la cultura del lugar por temor a ofender a los huéspedes inmigrados. Se conocen casos en los que en las escuelas se renunció al árbol de Navidad o a los cánticos tradicionales para no perturbar a los alumnos islámicos.
Hasta coronar esta construcción ideológica el extremismo humanitario generó una serie de otros conceptos-marco, filosóficamente ingenuos, como los de melting pot («crisol» de razas y culturas) y salad bowl («ensalada, macedonia»). En el primer caso, las comunidades se funden como los metales, dando lugar a una aleación; en el segundo se mezclan sin fundirse. Entre esos toscos conceptos-guía, le ha correspondido el mayor éxito al de «multiculturalismo», hasta el punto de que se ha convertido en bandera de algunos países. El término se refiere a la situación ideal en la que, en un país de inmigración, la comunidad originaria se encontraría conviviendo pacíficamente con las inmigradas, cada cual practicando sus propios usos y conservando su propia lengua mientras todas se intercambian algún factor cultural. Las migraciones modernas —sostiene esta posición— harán que todos los pueblos se mezclen y que nazca una cultura mixta, que contenga elementos de todas las procedencias. Dado que las migraciones y los mestizajes han existido siempre —argumenta esta teoría—, el proceso debe alentarse y favorecerse, aun a costa de erosionar la cultura local o limitar sus ámbitos.
Profundamente enraizada, tal vez inconscientemente, en la izquierda y en los cristianos de diversas denominaciones, la idea de multiculturalismo choca con algunos obstáculos. En primer lugar, no se conocen hasta ahora casos en los que la previsión haya dado resultados satisfactorios. Algunos tuvieron que reconocer que en los países que apostaban por el multiculturalismo las cosas no iban por el buen camino. En un clamoroso discurso de octubre de 2010, por ejemplo, la canciller alemana Angela Merkel admitió que el modelo multicultural había «fracasado totalmente». Reconoció que «Alemania no puede prescindir de los inmigrantes», pero precisó que estos «deben integrarse y adoptar los valores alemanes» y que «no necesitamos una inmigración que pese sobre nuestro sistema social».
El modelo multicultural, predicado por los teóricos y sostenido por los políticos a pesar de la aversión generalizada del electorado europeo, se fue a pique cuando las comunidades islámicas inmigradas, que se habían hecho numéricamente importantes, comenzaron a pretender conservar sus costumbres más típicas: no solamente las oraciones diarias y la práctica del Ramadán, sino también (por parte de unas comunidades) la infibulación o la sumisión de la mujer y las hijas, la intolerancia hacia algunos emblemas de las tradiciones locales (desde el crucifijo al... ¡nacimiento y el árbol de Navidad!) y, sobre todo, la poligamia masculina, La mayor de estas costumbres y convenciones son drásticamente antiéticas a la mentalidad democrática. Se creó así un impasse aparentemente intransitable: el verdadero demócrata reconoce y favorece la libertad de los demás, pero en este caso la libertad de los demás choca contra los principios del verdadero demócrata. En nuestro siglo, la explosión del islamismo radical infiltrado en Europa ha demostrado bruscamente que no se trataba ya de una disputa entre filósofos holgazanes e ideológicos en busca de consenso, sino de un problema de servicios de inteligencia y de seguridad pública.
Sin embargo, hay una dimensión más general que los ciudadanos no ven. Las comunidades migrantes, aunque numéricamente modestas, tienen una peculiaridad: un vez instaladas en el país de llegada se reproducen a un ritmo mucho mayor que la comunidad de acogida. En suma, llegan pocos, pero una vez asentados se convierten rápidamente en muchos. Esta conducta demográfica está enormemente favorecida por la posibilidad de acceder a los servicios sanitarios occidentales (gratuitos o casi). La relevancia numérica es el punto de partida para otras operaciones: algunos grupos empiezan a crear partidos políticos étnicos, que aquí y allá se aproximan a la gestión del poder. El futuro no sólo es representado por la inquietante imagen de una Francia islamizada, como describe Michel Houellebecq en Sumisión, sino también por las proyecciones de Thilo Sazzarin sobre el futuro de Alemania. A Aibl-Eibesfeldt la política europea de inmigración le parecía ya hace más de veinte años «insensata».
La práctica del multiculturalismo es un caso espectacular de total disociación y diversidad de puntos de vista entre la esfera política y los ciudadanos. Los componentes de la primera, sobre todo en el ámbito cristiano-católico y de la izquierda, la sostiene y la aplican generosamente sin darse cuenta de que están jugando con fuego; los segundos, a juzgar por las investigaciones y los sondeos, le son amplísimamente hostiles.
* Raffaele Simone (La Tercera fase) Formas de saber que estamos...
* Raffaele Simone (El monstruo amable) ¿El mundo se vuelve de derechas?
Profundamente enraizada, tal vez inconscientemente, en la izquierda y en los cristianos de diversas denominaciones, la idea de multiculturalismo choca con algunos obstáculos. En primer lugar, no se conocen hasta ahora casos en los que la previsión haya dado resultados satisfactorios. Algunos tuvieron que reconocer que en los países que apostaban por el multiculturalismo las cosas no iban por el buen camino. En un clamoroso discurso de octubre de 2010, por ejemplo, la canciller alemana Angela Merkel admitió que el modelo multicultural había «fracasado totalmente». Reconoció que «Alemania no puede prescindir de los inmigrantes», pero precisó que estos «deben integrarse y adoptar los valores alemanes» y que «no necesitamos una inmigración que pese sobre nuestro sistema social».
El modelo multicultural, predicado por los teóricos y sostenido por los políticos a pesar de la aversión generalizada del electorado europeo, se fue a pique cuando las comunidades islámicas inmigradas, que se habían hecho numéricamente importantes, comenzaron a pretender conservar sus costumbres más típicas: no solamente las oraciones diarias y la práctica del Ramadán, sino también (por parte de unas comunidades) la infibulación o la sumisión de la mujer y las hijas, la intolerancia hacia algunos emblemas de las tradiciones locales (desde el crucifijo al... ¡nacimiento y el árbol de Navidad!) y, sobre todo, la poligamia masculina, La mayor de estas costumbres y convenciones son drásticamente antiéticas a la mentalidad democrática. Se creó así un impasse aparentemente intransitable: el verdadero demócrata reconoce y favorece la libertad de los demás, pero en este caso la libertad de los demás choca contra los principios del verdadero demócrata. En nuestro siglo, la explosión del islamismo radical infiltrado en Europa ha demostrado bruscamente que no se trataba ya de una disputa entre filósofos holgazanes e ideológicos en busca de consenso, sino de un problema de servicios de inteligencia y de seguridad pública.
Sin embargo, hay una dimensión más general que los ciudadanos no ven. Las comunidades migrantes, aunque numéricamente modestas, tienen una peculiaridad: un vez instaladas en el país de llegada se reproducen a un ritmo mucho mayor que la comunidad de acogida. En suma, llegan pocos, pero una vez asentados se convierten rápidamente en muchos. Esta conducta demográfica está enormemente favorecida por la posibilidad de acceder a los servicios sanitarios occidentales (gratuitos o casi). La relevancia numérica es el punto de partida para otras operaciones: algunos grupos empiezan a crear partidos políticos étnicos, que aquí y allá se aproximan a la gestión del poder. El futuro no sólo es representado por la inquietante imagen de una Francia islamizada, como describe Michel Houellebecq en Sumisión, sino también por las proyecciones de Thilo Sazzarin sobre el futuro de Alemania. A Aibl-Eibesfeldt la política europea de inmigración le parecía ya hace más de veinte años «insensata».
La práctica del multiculturalismo es un caso espectacular de total disociación y diversidad de puntos de vista entre la esfera política y los ciudadanos. Los componentes de la primera, sobre todo en el ámbito cristiano-católico y de la izquierda, la sostiene y la aplican generosamente sin darse cuenta de que están jugando con fuego; los segundos, a juzgar por las investigaciones y los sondeos, le son amplísimamente hostiles.
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