Ciertamente, la crítica al Estado fiscal es hoy un lugar común. Desde un punto de vista económico, no parece ser el intervencionismo estatal la medida más adecuada para reactivar la riqueza; y desde esta perspectiva social, un estado paternalista no fomenta a la larga sino la pasividad de los ciudadanos. Parece, pues, que el Estado del bienestar, degenerado en megaestado, en Estado fiscal y, por último, en <<Estado electorero>>, es hoy incapaz de encarnar en la realidad social al menos dos de los valores éticos que han sido el estandarte de la Modernidad: la igualdad y la libertad.
La igualdad, porque la intervención estatal a distintos niveles ha sido un freno para la productividad, y de ahí que en nuestro momento pensadores y políticos de distinto signo vean el aumento de la productividad como el único camino incluso para lograr una sociedad más igualitaria. Y en lo que hace a la libertad, porque el megaestado no sólo ha traspasado la barrera de la libertad negativa (de la independencia individual), sino que también ha arrebatado en realidad a los ciudadanos su libertad positiva, es decir, su autonomía, a través de una presunta institucionalización de la solidaridad.
En efecto, el megaestado, con la excusa de lograr el mayor bienestar del mayor número, alegando para ello motivos de solidaridad, ha asumido con respecto a los ciudadanos una actitud paternalista, que tiene sin remedio nefastas consecuencias.
El paternalismo consiste -recordemos- en imponer determinadas medidas en contra de la voluntad del destinatario para evitar un daño o para procurarle un bien, y está justificado cuando puede declararse que el destinatario de las medidas paternalistas es un <<incompetente básico>> en la materia de que se trate y, por lo tanto, no puede tomar al respecto decisiones racionales.
Concluir de estas premisas que al paternalismo de los gobernantes corresponde la convicción de que los ciudadanos no son autónomos, sino heterónomos, no parece un despropósito sino, por el contrario, perfectamente coherente. De ahí que pueda decirse que no sólo el despotismo ilustrado, sino también el Estado benefactor, generan ciudadanos heterónomos y dependientes, con las consiguientes secuelas psicológicas que ello comporta.
Porque el sujeto tratado como si fuera heterónomos acaba persuadido de su heteronomía en la vida política, económica y social la actitud de dependencia pasiva propia de un incompetente básico. Ciertamente reivindica, se queja y reclama, pero ha quedado incapacitado para percatarse de que es él quien ha de encontrar soluciones, porque piensa, con toda razón, que si el Estado fiscal es el dueño de todos los bienes, es de él de quien ha de esperar el remedio para su males o la satisfacción de sus deseos.
Puede decirse, pues, que el Estado paternalista ha generado un ciudadano dependiente, <<criticón>> -que no <<crítico>>-, pasivo, apático y mediocre. Lejos de él queda todo pensamiento de libre iniciativa, responsabilidad o empresa creadora. Como se ha dicho, es éste un ciudadano que prefiere ser funcionario a ser empresario, prefiere la seguridad al riesgo.
Sin embargo, y siendo esto cierto, lo que resulta injusto es cargar estas nefastas herencias del megaestado a la cuesta de las aspiraciones modernas a la igualdad y la solidaridad, como si la búsqueda de estos valores hubiera encontrado su realización en el Estado benefactor, y resultaran, por tanto, incompatibles con la brega por la libertad, la creatividad, el riego y la iniciativa. Como hemos querido decir, el keynesianismo más buscaba asegurar el capitalismo que lograr la igualdad por motivos éticos. Y en lo que respeta a la solidaridad, ocurre con ella lo que con la libertad: que no puede ser impuestas.
Iniciaba Sancho Panza su gobierno en la Ínsula Barataria, según D. Miguel de Cervantes, y le fue llevado un mozo por pretender huir de la justicia. A las preguntas de Sancho contestó el mozo con tan socarrón donaire, que a Sancho le entraron ganas de hacerle dormir en prisión.
¡Por Dios! -dijo el mozo-, así me haga vuestra merced dormir en la cárcel como hacerme rey. [...] Presuponga vuestra merced que me manda llevar a la cárcel, y que en ella me echan grillos y cadenas, y que me meten en un calabozo, y se le pone al alcalde graves penas si me deja salir, y que él lo cumple como se le manda; con todo esto, si yo no quiero dormir, y estarme despierto toda la noche sin pegar pestaña, ¿será vuesa merced bastante con todo su poder para hacerme dormir, si yo no quiero?
¿Será lo bastante poderoso el megaestado -podemos preguntarnos, prestando prestada la parábola -para hacer solidario a quien no quiere serlo? ¿No tendría que replicar como Sancho al mozo, si quisiera ser tan discreto como el sabio gobernador: <<Pues anda con Dios, idos a dormir a vuestra casa, y Dios os dé buen sueño, que yo no quiero quitárosle>>?
Tendrá que hacerlo pues, si se empecina en la imposición, no sólo no logrará una ciudadanía solidaria, sino una alérgica a la solidaridad. No hace falta ser tan ocurrente como el mozo cervantino para llegar a la conclusión a la que tantos ciudadanos han llegado: que si el Estado es el que recauda los impuestos por ser el duelo de los dineros, a él toca resolver los problemas sociales, obligación de presunta <<solidaridad>>; bastante hace el ciudadano -sigue pensando el hombre de la calle- con desembolsar la parte alícuota cuando le llega el plazo, para que le anden reclamando un plus de solidaridad. Que pague el que cobra -concluye el contribuyente- y no el que ya ha pagado antes.
Y es que la solidaridad, como la libertad, es cosa de los hombres, no de los Estado. Pueden los Estados diseñar un marco jurídico en que ejercite su libertad quien lo desee, en que sea solidario quien así lo quiera. Pero deber intransferible de cualquier Estado de derecho que hoy quiera pretender legítimo -y hoy lo son casi todos los de la Unión Europea- es asegurar universalmente los mínimos de justicia, y no intentar arrebatar a los ciudadanos su opción por la solidaridad; satisfacer los derechos básicos de la segunda generación, y no empeñarse en garantizar el bienestar.
Decía P.J. Feuerbach que la felicidad es cosa del hombre, no del ciudadano, y yo quisiera puntualizar por mi cuenta y riesgo que los mínimos de justicia son cosa del Estado, mientras que el bienestar págueselo cada quien de su peculio. La cuestión estriba entonces en delimitar qué necesidades y bienes básicos han de considerarse como mínimos de justicia, que un Estado social de derecho no puede dejar insatisfechos sin perder su legitimidad.
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