Lars Svendsen (Filosofía del tedio)

La conciencia invita a una reflexión sobre la vida que llevamos, una empresa que requiere tiempo. En la época que vivimos, cuando, la palabra <<eficiencia>> se ha convertido en una de las grandes protagonistas de la escala de valores, preferimos que todo se haga rápido, pero no son así las cosas con el tipo de reflexión que aborda lo más hondo de nuestro ser: tal reflexión debe llevarnos tiempo. De lo contrario, nos faltará algo esencial. Las condiciones externas rara vez son propicias para detenerse en el tedio pues, para la experiencia de éste, hemos de tomarnos un tiempo. Pero, en lugar de tomarnos ese tiempo, optamos por hacerlo pasar. Ahora bien, todos esos placeres, las vacaciones, la televisión, la bebida, la droga, la promiscuidad... ¿nos hacen felices? En absoluto, por más que la mayoría de nosotros seamos, siquiera por un instante, algo menos infelices gracias a ellos. ¿Tienen, de hecho, algún valor, salvo el de hacernos pasar el tiempo? Imaginemos que pudiésemos mantener el centro de apetitos del cerebro constantemente estimulado, de modo que la vida fuese un único viaje de placer desde el nacimiento hasta la muerte; una vida tal nos parecería demasiado indigna. Renunciar al dolor de estar vivo es tanto como deshumanizarse a sí mismo. Sentimos la necesidad de justificar nuestra existencia, y una serie de experiencias aisladas sin profundidad alguna serían, simplemente, insuficientes. Incluso aunque pudiéramos justificar cada una de nuestras acciones de forma individual, subsiste el problema de justificar la totalidad de dichas acciones, o lo que es lo mismo, la vida que llevamos. Es nuestro deber llevar una vida que nos incomode y, al mismo tiempo, esta vida está siempre, en palabras de Kundera, en otra parte. El deber de vivir la vida nos conduce inexorablemente al tedio. Surge, pues, una suerte de moral del tedio: debemos mantenernos en él, pues el tedio contiene el eco de una promesa de una vida mejor.

En sus primeros diarios, Wittgenstein asegura: << El ser humano puede hacerse feliz a sí mismo sin más>>. El contenido de tal afirmación está ligado, para él, con la idea schopenhaueriana de que podemos renunciar a influir sobre lo que sucede en el mundo. Sin embargo, yo me resisto a compartir ese creencia. En efecto, yo no creo que, por nosotros mismos, merced a un esfuerzo voluntario positivo o negativo, podamos ponernos a nosotros mismos en situación de ser felices, ni que otros puedan hacerlos por nosotros. Treinta años más tarde, Wittgenstein escribía:

<<La solución a los problemas que ves en tu vida es vivir de tal forma que desaparezca lo problemático.
>>Decir que la vida es problemática significa que tu vida no se ajusta a la forma de la vida. En consecuencia, debes cambiar tu vida y, si se ajusta a la forma, desaparece lo problemático.
<<Pero ¿acaso no sentimos que quien no ve allí un problema está ciego ante algo importante? ¿No me gustaría acaso decir que ese tal vive precisamente ciego, como un topo, y que si pudiera ver, vería el problema?
>>O no debe decir que quien vive correctamente no experimenta el problema como tristeza, es decir, como algo problemático, sino más bien como una alegría; por así decirlo, como un ligero éter en torno a su vida y no como un trasfondo dudoso>>.

Ahora bien, ¿cómo conducirse para conseguir vivir de tal modo que desaparezcan los problemas de la vida? Es obvio que no existe una receta universal para ello. Y, ¿cómo sería posible vivir una vida que no fuese problemática, en general? Lo importante aquí es hallar una perspectiva que nos permita vivir con los problemas, sin llegar a convertirse en un <<miserabilista>>, en lugar de vivir para ellos. Afirmar, como los filósofos desde Schopenhauer a Zapffe, que la vida es necesariamente trágica o sin sentido, o que la felicidad no es más que una ilusión, como no se cansan de recordarnos Leopardi, es, en mi opinión, ir demasiado lejos. Hay personas que sí encuentran sentido a la vida y no creo que sea la misión de los filósofos ni de nadie señalar que sus vidas <<en realidad>> son un <<sinsentido>>. El Eclesiastés nos advierte: <<Porque donde hay mucha sabiduría, mucha será la pena y aquel que crezca en conocimiento, verá crecer el dolor>>. Por más que Salomón fuese un hombre sensato, yo me inclino a creer que él, junto con el autor de Havamal y muchos otros, comete un error al afirmar que existe un vínculo entre inteligencia y el espíritu melancólico. Cierto que el melancólico puede hallar un consuelo relativo imaginando que su propia vida espiritual goza de una profundidad extraordinaria pero, por lo general, éste suele resultar un falso consuelo. Uno puede ser feliz sin por ello ser una persona superficial. En cambio, está más extendida la combinación de ser infeliz y superficial. Por otro lado, me gustaría subrayar que tampoco constituye una misión de la filosofía advertirles a las personas que su melancolía es ilusoria. Jamás he podido soportar a aquellos que, a cualquier precio, pretenden encender la luz tan pronto como yo maldigo la oscuridad. Esto no es, a mu juicio, sino una falta de respeto por la oscuridad que rodea la existencia de muchas personas. La oscuridad es también, por otro lado, una experiencia genuina, pero yo me inclino a creer que T.S. Eliot hace bien en explicar, por boca del invitado desconocido de The Cockail Party, que no existe otro motivo para permanecer en la oscuridad que, en última instancia, reconciliarse con la idea de haber gozado, alguna vez, de la luz.

Puede que la felicidad esté próxima pero, tal y como Hölderlin advierte en <<Der Ister>>

                Pues nadie puede, sin alas,
                tocar lo más cercano
                sin más
                y alcanzar la otra orilla.

No existe, a todas luces, posibilidad alguna para el ser humano de escapar al tedio por medio de la voluntad, y es sintomático, por ejemplo, que sea el estallido de la guerra y no un acto de voluntad lo que arranque a Hans Castorp de sus siete años de adormecimiento en el tedio en La Montaña Mágina, de Thomas Mann. El tedio no puede superarse con un simple gesto, pero tampoco estamos irremisiblemente condenados a él. Podemos aprender a vivir con él. Todo intento de eludir el tedio de forma directa lo hará, a todas luces, más intenso a la larga y toda receta contra el tedio del tipo hágalo-usted-mismo debe acogerse con el mayor escepticismo. En realidad, todas las curas que se recomiendan como apropiadas para combatir el tedio, como el arte, el amor o la relación con Dios, hemos de hallarlas por nosotros mismos y no merecen quedar reducidas a un simple medio para huir del tedio.

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