Tras haber alcanzado su punto máximo en los años sesenta y setenta del siglo pasado, el welfare state empezó su declive, que se acentuó, en el mundo occidental, en la época de las políticas neoliberales de Margaret Thatcher y de Ronald Reagan y, más aún en Europa, con la crisis financiera y económica de 2007/2008. Según algunos analistas, las razones de este declive parecen estar relacionadas con el último cambio de estrategia del capitalismo para asegurarse su propia supervivencia. En efecto, a partir de 1945, el capitalismo promovió al principio con fuerza la extensión del welfare state; más tarde, tras la crisis del petróleo de 1973, impulsó incluso un aumento desmesurado del déficit público con objeto de calmar las tensiones sociales; finalmente, con la recordada crisis financiera de 2007, ha invertido sus tendencias anteriores, ha obligado a los Estados a poner en práctica una política presupuestaria extremadamente rigurosa (con riesgo de provocar una asfixia de la sociedad) y ha hecho que muchísimos individuos hayan tenido que contentarse con una «triste frugalidad».
Las prestaciones de welfare state están disminuyendo de forma drástica, hasta el punto de correr el riesgo de que un siglo medio de conquistas obreras, sindicales y civiles se reduzca, al menos en parte, a un simple recuerdo. Además, la crisis financiera ha puesto de relieve el hecho de que ya no es lícito ceder a los deseos, especialmente los adquisitivos, que se habían satisfecho con gran libertad en la época dorada del consumismo. Se vuelve a mirar hacia atrás en el tiempo, cada vez como mayor simpatía: en el terreno filosófico a los preceptos de la ética estoica, para la que, si queremos ser ricos, hay que ser pobres en deseos (el umbral de los deseos, para evitar además decepciones dolorosas, ha de mantener siempre bajo por precaución). Si niega así, de hecho, la tesis de Descartes, para quien «la falta que en esto solemos cometer no es nunca desear demasiado, sino desear demasiado poco». La incertidumbre del futuro nos empuja hoy, por una parte, a moderar el deseo de disfrutar de más bienes y servicios y, por la otra, a descubrir de nuevo valores inmateriales de felicidad (relajamiento, amistad, cultura, deporte) que no pueden medirse, porque no formar parte del PIB, sino de FIB, esto es, de la «Felicidad Interior Bruta».
Me refiero, sobre todo, al proyecto de «decrecimiento» y de «abundancia frugal», fruto en parte del wishful thinking (pensamiento ilusorio), de la esperanza de sustituir la moderna Gesellschatf (sociedad), en que los individuos viven aisladamente como átomos, por la tradicional Gemeinschaft (comunidad) solidaria. Se trata de una perspectiva que mira con nostalgia hacia un futuro que lleva impresa la imagen del pasado, de la promesa de un retorno a una nueva edad de oro. Aunque este proyecto en teoría puede favorecer la creación de modalidades inéditas de utilización de los recursos materiales e inmateriales, su posible realización comportaría un profundo y doloroso cambio de actitudes, de gustos y de políticas para el que muchos no parecen estar preparados. Y aunque existen loables intentos de poner en práctica este plan, al menos en el plano económico, activando la circulación de moneda crediticia con objeto de incrementar el intercambio de servicios o la adquisición común de alimentos, productos y servicios locales, no parece que sea realizable en un plazo de tiempo razonable.
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