La ética, vasalla del sistema
No nos encontramos solo desposeídos de nuestro espacio crítico por la fuerza fatal del sistema, sino que también se espera de nosotros que contribuyamos a su impronta por todos sus poros. Este diagnóstico de una modernidad enajenante no es probablemente original, tras los análisis clásicos de Weber, Heidegger o Habermas; en cambio, la forma que tiene de cumplir este objetivo lo que llamo la Pequeña ética quizás arroje luz sobre este fenómeno ya antiguo. Se trata de mostrar su impacto sobre el pensamiento crítico, paralizado como está por esa concepción de la ética, ya que desemboca en la neutralización ética del mundo. Una vez más, puede parecer paradójico hablar aquí de neutralización ética cuando nunca las normas éticas habían estado tan presentes en todos los campos de la acción humana; pero es justamente característico de la Pequeña ética infiltrarse en todos los ámbitos dejando las cosas como están.
Así pues, a falta de haber descubierto la paradoja, al menos podemos intentar explicarla: si la ética está tan presente en nuestros modos de vida a la vez que estos mismos modos de vida escapan a cualquier evaluación ética, imponiéndonos expectativas de comportamiento que no tenemos ninguna libertad de elegir, es que la ética de la que hablamos forma parte ella misma del sistema que contribuye a hacer funcionar. La ética de los principios, cuya ética de los Derechos Humanos es la joya de la corona, ha perdido toda función crítica con respecto a «cualquier estado existente», es decir, al sistema, simplemente porque es un engranaje de dicho sistema. Por esta razón puede hoy decirse, repitámoslo, que la victoria del individuo, consagrada por el triunfo del modelo de las libertades individuales, es la victoria del sistema. Cuando se comprende esto, se comprende que la paradoja de la neutralización ética del mundo no es ningún éxito, o mejor que solo lo es si se atribuye a la ética otro papel o otra función que la que le asigna oficialmente nuestra época; porque esta decidió hacer de la ética su vasalla, como lo demuestra ampliamente la profusión de comités éticos de todo pelaje que llenan el mundo institucional actual... ¿Se puede seriamente creer que el sistema que instala todos estos comités espera de ellos que sean críticos, críticos con el sistema? ¡Todo lo contrario! ¡Espera más bien de ellos que lo vuelvan no criticable!
Depurado de cualquier veneno crítico, segregando por el contrario su propio lubricante ético, el sistema escapa totalmente al control de los individuos a los que controla. En todas partes reina la microética de los principios, en todas partes vence el sistema. En el entorno laboral, se destapa el acoso bajo todas sus formas (ética de los principios), pero nadie puede oponerse a la dictadura de los números que a todos impone condiciones de trabajo enajenantes y patógenas. En el entorno de la salud, ante el más simple de los actos médico se está preocupado por el consentimiento del paciente, pero nadie puede frenar la deshumanización tecnocientífica de la medicina. En el campo de la educación, se vela por el bienestar individual de los alumnos, pero las escuelas se pliegan a la profesionalidad general de la enseñanza, con su sesgo característico a favor de las ciencias no humanas. En la economía diaria, se vigila como nunca los derechos y la seguridad de los consumidores, a la vez que se aumenta exponencialmente el inmenso sistema del deseo comercial, con la mercantilización de todos los bienes como horizonte final. Trabajo, salud, educación, consumo: en todos los ámbitos elementales de la vida social, reina el derecho individual que, de hecho, deja que se impongan unos modos de vida que nadie ha tenido la curiosidad de averiguar si eran o no deseables. Así es como tras el biombo de los derechos individuales se imponen colectivamente modos de vida que, finalmente, es decir demasiado tarde, podrían resultar odiosos.
Mostrarse conforme con la ética de los principios supone pues aceptar el sistema. Es cierto que este sistema hace todo lo que puede para ser aceptado, para que se adhieran a él. El peor error para una teoría crítica con visos transformadores sería subestimar la inteligencia objetiva del sistema. Hay que hablar aquí de inteligencia «objetiva» porque no se trata de hacer del sistema un sujeto intencional (el sistema quiere esto o aquello, el sistema actúa de tal o cual manera, etc), sino de constatar que las diferentes normas y prácticas que lo constituyen tejen a la vez una red solidaria (sino coherente) y plática de reglas y de comportamientos esperados, donde cada pequeña decisión particular de los actores consolida el sistema e su conjunto. Uno de los ejemplos más patentes es probablemente cómo el deseo de consumo de los individuos es avivado por la política de crédito que estabiliza el sistema salarial con más solidez que cualquier argumento económico. Frédéric Lordon lo expresa perfectamente:
La feliz enajenación a las mercancías alcanza tales extremos que acepta incluso cargar con algunas situaciones tristes, las del endeudamiento, por ejemplo, cuando los objetos deseados están fuera del alcance de los ingresos corrientes y son no obstante ofrecidos de manera tentadora por los mecanismos de crédito, de modo que la dependencia salarial se encuentra multiplicada por la obligación de los futuros reembolsos —como es sabido, no existe mecanismo de «socialización» salarial más potente que el préstamo inmobiliario de los «jóvenes instalados», encadenados a la necesidad del empleo durante veinte años...
Así puede verse cómo la inteligencia objetiva del sistema, sin que nadie en particular lo haya querido, pega de forma duradera todos los actores a su tela autoadhesiva. No hay ninguna intención maléfica detrás de todo esto, ningún complot solapado ni ninguna agenda oculta; solo el resultado convergente de una miríada de decisiones particulares acumuladas a través del tiempo que concordaban todas tácitamente para mantener, reproducir y mejorar el sistema en el que ellas debían necesariamente apoyarse. De esto resulta una consolidación continua, estabilizada por mucho tiempo en modos de vida que ninguna fuerza individual puede frenar. La Pequeña ética es su cómplice.
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