Tan sólo unos años después de enfrentarse en la Segunda Mundial, los franceses y los alemanes fueron capaces de ponerse de acuerdo para crear el germen de la Unión Europea: no debería ser descabellado que los caciques de la clase política española y los sectores más politizados de la ciudadanía alcanzaran ciertos acuerdos fundamentales después de casi treinta y cinco años de democracia. Necesitamos en la misma madida cambios politicos y legales de gran escala y decisiones de estricta soberanía personal.
Quizá sería útil, para empezar, una rebaja general y limitada de las identidades, un tránsito de las firmezas rocosas a la ductilidad de los fluidos, de la pureza a la mezcla, del monolitismo al pluralismo. Una rebaja nada más, no una renuncia, ni muchos menos una apostasía: que todo el mundo acepte ser un poco menos de lo que ya es, quizás un veinte o un veinticinco por ciento. No es preciso imitar al Sancho Panza de los tres dedos de enjundia de cristiano viejo. Con dos dedos, con un dedo, quizás también sería suficiente. A un partidario vehemente de la españolidad no le perjudicará en nada ser un veinte por ciento menos español, y en cambio le permitirá entenderse con un vasco o un catalán que hayan diluido en proporción semejante sus identidades respectivas. Por rebajar su izquierdismo en un veinte por ciento un militante de izquierdas no se convertirá en traidor de clase, pero estará quizás más capacitado para llegar a un acuerdo práctico con quien no piensa lo mismo que él. Incluso cualquiera de los numerosos artistas o literatos geniales que abundan en nuestro país le sería saludable reducir un veinte o un veinticinco por ciento sus genialidades respectivas.
No se trata de renunciar a lo que uno es: es aceptar la parte en la que nos parecemos a otros, lo que tenemos en común que nos constituye tanto como lo que nos diferencia. Habrá que hacer ahora pedagogía democrática aplazada de la aceptación verdadera del otro, la fraternidad objetiva de la ciudadanía por encima de la consanguineidad de la tribu. Aceptarnos no es claudicar de nuestros ideales, sino aceptar la realidad, y por lo tanto renunciar al delirio. El creyente tendrá que aceptar la existencia de los no creyentes y el republicano de los monárquicos. Los partidarios de la unidad de España tendrán que habituarse a la convivencia con los independentistas, y reconocer que si en algún momento obtienen una mayoría decisiva se les ofrecerá la posibilidad de marcharse. Y pase lo que pase, incluso después de ganada la independencia, no desaparecerán de la noche a la mañana del nuevo país lo que todavía se sientan leales al país anterior, o los que no quieran elegir el uno y el otro. Es una vulgaridad decirlo, pero a veces da la impresión de que todavía no nos hemos enterado: estamos, literalmente, condenados a entendernos.
En la Guerra Civil, los dirigentes de cada bando actuaban como si los partidarios del otro no tuvieran derecho a existir o pudieran ser eliminados. Durante una posguerra que no parecía terminar nunca el general Franco y los suyos ejercieron su tiranía como si la mitad vencida del país pudiera ser amputada, sin concederles nunca ni una sombra de legitimidad. La retórica cuartelaria de la victoria se mantuvo invariable hasta más allá de la muerte del tirano. Pero como no podemos borrarnos mutuamente del mapa ni actuar como si los otros no existieran tendremos que aceptar de una vez y en serio la necesidad de convivencia. Y para convivir tendremos que reconocer lo que son las primeras letras de nuestro abecedario nunca aprendido de la democracia, no sólo que el otro existe y tiene derecho pleno a su posición y no puede ser suprimido o borrado sino que además resulta que tenemos en común con él más cosas de las que nos gustaría aceptar.
Y también que todos somos cambiantes por naturaleza y a poco que nos dejemos influir por lo nuevo y lo desconocido, por las informaciones con las que antes no contábamos y las opiniones de otras personas que nos merecen respeto: dejarse influir y dejarse fluir uno mismo, no enquistarse en el caparazón de lo inamovible que no se sabe por qué suele ser tan prestigioso en España, donde se celebra como un mérito no cambiar nunca, permanecer fiel a convicciones invariables, y donde al que cambia fácilmente se le acusa de desleal o traidor.
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