Claudio Naranjo (La raíz ignorada de los males del alma y del mundo) De cómo la invención política del mal nos ha vuelto inmaduros y destructivos

PRÓLOGO

ACERCA DE LA NATURALEZA Y ACTUALIDAD DE «LA GRAN BESTIA» Y DE LO QUE NO SE DICE SOBRE EL PECADO ORIGINAL

Los cristianos apocalípticos veían en Roma una personificación de la mítica Gran Bestia, pero Roma no fue tan diferente de lo que Babilonia había sido para los judíos después de la destrucción del templo en Jerusalén y su forzado exilio: ni tampoco Babilonia había sido tan diferente de Egipto, donde los judíos fueron esclavizados. Representan estas ciudades, para la estirpe de Abraham y luego para los cristianos perseguidos, lo que podríamos llamar el «espíritu de la civilización», a la que alude el relato bíblico de la torre de Babel y que se vino a manifestar plenamente en los grandes imperios, pero ya había nacido en esa época lo que la arqueología y la historia llaman la «revolución urbana» —cuando la tierra vio el nacimiento de grandes ciudades y sus templos monumentales.

Planteo en este libro que la civilización, lejos de haber constituido el mayor triunfo de la evolución de la humanidad, ha sido más bien la causa de ese conjunto de problemas colectivos a los que apuntaron sucesivamente Rousseau, Nietzsche, la escuela de Frankfurt, el Club de Roma y los muchos comentaristas de la crisis cada vez más profunda y evidente de la humanidad contemporánea, que hoy en día destruye nuestro medio ambiente, nuestras culturas, personas y valores, y que esta crisis no es el resultado de algo agregado a la civilización, como una complicación de esta, sino más bien el resultado de la obsolescencia de su estructura fundamental. 

Pero ¿cuál es esta estructura central que comparten todas las civilizaciones? Podríamos decir simplemente que «el patriarcado», si no fuese porque ni los antropólogos ni la comunidad han denunciado al espíritu patriarcal como el mal fundamental de la civilización. Debemos, entonces, ser más específicos o explícitos en la explicación de lo que queremos decir por «patriarcado». 

Así, por ejemplo, Freud, en su libro El malestar de la civilización, formula la idea de que sufrimos de una neurosis universal que constituye la consecuencia trágica de una necesidad de haber instituido una sociedad represiva o policial. Dudaba Freud que los humanos fuésemos intrínsecamente buenos, por lo que pensaba que, siendo mitad buenos y mitad malos, precisamos de un sistema social que nos proteja de nuestro potencial maligno; a la vez, planteaba que hemos perdido nuestra salud mental a causa de un trágico sacrificio de nuestra espontaneidad animal.

Pero ¿es verdad que debemos controlar nuestra naturaleza animal, potencialmente maligna? Hoy en día hay estudios de neurociencias que sostienen que el cerebro humano es altruista, y el progreso de la psicoterapia nos dice que muchas veces lo que parecía un mal intrínseco es solo una reacción al dolor de la infancia y, además, va entrando en la cultura occidental la visión oriental (tanto la budista como taoísta) de una bondad fundamental de la naturaleza humana. 

A la luz de estas consideraciones, entonces, podemos decir que tal vez Freud fue demasiado pesimista al no llegar a poner en cuestión la vieja concepción cristiana del pecado original que nos declara culpables del pecado de nuestros ancestros, que transgredieron la prohibición divina de comer el fruto prohibido. 

«Seréis como dioses» conocedores del bien y del mal, les dice la serpiente a Adán y Eva como si se tratase solo de la adquisición de un nuevo conocimiento; y cuando Dios, paseando por su jardín, ve que la pareja avergonzada se ha cubierto los genitales con hojas de higuera, comprende que ahora han desobedecido su prohibición, y se nos da a entender a los lectores de ese texto que el bien y el mal siempre han existido, pero que solo después de comer el fruto prohibido los primeros humanos perdieron la inocencia de la ignorancia.

Así como Freud no cuestiona el que hayamos instituido una civilización policial, el redactor del mito del Génesis parece esconder el hecho de que no se trata de que los humanos hayan aprendido en algún momento a avergonzarse de sus cuerpos desnudos, sino que ha aparecido en el mundo una autoridad que dicta lo que está bien y lo que está mal y que con ello nace en nuestra evolución social la ética normativa —usualmente llamada «moral», que además ha criminalizado el placer, que biológicamente sirve en el mundo animal a los dictados de una sabiduría instintiva. 

Digamos entonces que en algún momento de la historia nacen la autoridad y los dictados de la autoridad; y que antes de ello no le parecía inmoral a la gente andar desnuda —como tantos vemos aún en África o en los trópicos, o en los pueblos indígenas sudamericanos. Y ha sido además una característica de lo que llamamos la civilización el que la autoridad que criminalizó el principio del placer le atribuyó su juicio criminalizante a un dios autoritario. 

[...] He afirmado que la civilización no es algo diferente de la sociedad patriarcal, y sugerido que al hablar de patriarcado debemos considerar un conjunto de fenómenos íntimamente relacionados, de los cuales uno es la subordinación del «principio del placer» a lo que Freud llamó el «principio de realidad» —que no es tanto una exigencia de la realidad sino una exigencia de la autoridad patriarcal, condición necesaria para tal vuelta contra los impulsos naturales y que se apoya necesariamente en el poder del castigo y de las amenazas, así como en el caso de uno que domestica leones para el espectáculo del circo debe usar no solo el látigo sino el castigo del hambre antes de conseguir que salten a través de aros en llamas.

Pero no solo implica el patriarcado una autoridad violenta y una vuelta contra lo instintivo, sino que, como bien sabemos, una desvaloración, subordinación y explotación de la mujer; que a su vez ha entrañado el que los niños se eduquen en la dureza, como cabe a un propósito de formar guerreros; y, además, ha creado el dominio masculino una situación casi universal de maternaje insuficiente, pues cuando la mujer le pertenece a su marido ello implica una entrega a su autoridad exigente y punitiva, y una traición a su espíritu materno protector. De ahí, a su vez, la dificultad de que hayamos podido desarrollar una civilización verdaderamente cristiana, caracterizada por la capacidad de las personas de amarse así mismas y al prójimo, y que sin el fundamento de estos amores no seamos siquiera capaces de un profundo amor a lo divino.

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