Pankaj Mishra (La edad de la ira) Una historia del presente

LAS GUERRA DEL MUNDO INTERIOR

Tras los actuales cultos a la violencia y el autoritarismo, tanto los privados como los legitimados por el Estado, y el espeluznante ciclo de bombas y decapitaciones, hay signos aún más desalentadores de un resentimiento mundial. McVeigh, educado en   americana de libertad individual carente de todo credo religioso, sentía esta humillación intensamente. Pero muchos otros hombres como él en el mundo, sobre todo en las «economías emergentes», y su número se expande con el crecimiento exponencial del desencanto, la indignación y la desorientación de las masas, originados por una economía cada ves más desigual e inestable.

El cociente de frustración suele ser más alto en países con una gran población de jóvenes con estudios. Una cuarta parte de la población mundial —unos mil ochocientos millones de personas—, mayoritariamente urbana, tienen entre quince y treinta años. El número de jóvenes superfluos condenados a la antesala del mundo moderno, un enorme Calais en cuanto a su miseria y desesperanza, ha aumentado exponencialmente en las últimas décadas, sobre todo en las juveniles sociedades asiáticas y africanas.

Las organizaciones extremistas encuentran reclutas fácilmente entre la juventud desempleada e inempleable; a escala global, los que luchan en guerras o cometen crímenes violentos son, como siempre, casi todos hombres jóvenes. Éstos han sufrido múltiples conmociones y desplazamientos en su transición a la modernidad, y aún no ven la posibilidad de alcanzar el empoderamiento prometido. Para muchos de estos Bazarovs y Rudins la contradicción entre la promesa grandiosa y la escasez de los medios se ha vuelto intolerable. Desde 1989, las energías del idealismo poscolonial se han esfumado, junto con el socialismo, como alternativa económica y moral. La globalización desenfrenada del capital ha anexionado nuevas partes del mundo a un patrón uniforme de deseo y consumo. En la fantasía neoliberal de individualismo, todo el mundo sería empresario, reciclándose y reinventándose en una economía dinámica, permanentemente alerta a las revoluciones tecnológicas de ésta. Una intensa retórica de empoderamiento, por ejemplo, acompañó la revolución en la tecnología de la información, cuando jóvenes recién graduados o con escasos estudios se hacían multimillonarios de la noche a la mañana en el área de San Francisco, y usuarios de Facebook, Twitter y WhatsApp parecían capaces de derribar regímenes totalitarios en todo el mundo. Pero los conductores de coches Uber, que trabajan a destajo por tarifas increiblemente bajas, representan el verdadero destino de muchos «empresarios» autónomos. 

El capital no cesa de cruzar fronteras nacionales en busca de beneficios, arrojando desdeñoso a la papelera de la historia oficios y normas que la tecnología ha dejado obsoletos. Podemos pretender ser empresarios, dar lustre a nuestras marcas, decorar nuestros tenderetes en mercados tanto virtuales como físicos; pero la derrota, la humillación y el resentimiento son experiencias más comunes que el éxito y la satisfacción en el agotador empeño de validar nuestro yo individual.

En Un maravilloso porvenir (2012), Katherine Boo rompe el cliché de que Mumbai es «una colmena de esperanza y ambición» para mostrar un hecho más inquietante:

Mumbai era un lugar de disputas enconadas y envidia ambiental. ¿Había siquiera un alma en esta ciudad, enriquecedora e injusta, que no culpara a otro de su insatisfacción? Los ciudadanos ricos acusaban a los chabolistas de ensuciar y hacer invivible la ciudad, a pesar de que la excesiva oferta de capital humano mantenía bajos los salarios de sus criadas y sus chóferes. Los chabolistas se quejaban de los obstáculos que ponían los poderosos para impedirles participar en la nueva riqueza. Todos, en todas partes, se quejaban de sus vecinos.

Y todos, en todas partes, parecen padecer lo que Camus definió como «una autointoxicación, la nefasta, en vaso cerrado, de una impotencia prolongada». Camus, entre otros muchos escritores y pensadores, veía el ressentiment como un rasgo definitorio del mundo moderno, en el que la insatisfacción individual ante el grado real de libertad choca constantemente con las pretenciosas teorías y promesas de libertad y empoderamiento individual. Ese resentimiento sólo se hará explosivo si las desigualdades aumentan y no se vislumbran remedios políticos. 

Rousseau —el primer diagnosticador indignado de la sociedad comercial y de las heridas infligidas en el alma humana por la tarea de adaptarse a sus rivales y tensiones miméticas— comprendía profundamente el ressentiment, aunque nunca usara la palabra. Kierkegaard usó por primera vez el término de modo preciso en La época presente (1846), para subrayar que el siglo XIX estaba caracterizado por un tipo particular de envidia, que surge cuando las personas se consideran iguales y buscan ventajas sobre los demás. Kierkegaard advirtió que la envidia irreflexiva era el «principio unificador negativo» del nuevo «público» democrático. 

Tocqueville ya había observado que la revolución democrática de Estados Unidos había producido una oleada de competencia, envidia y rivalidad. A él le preocupaba que la «igualdad de condiciones» del Nuevo Mundo, que encubría formas sutiles de sometimiento y falta de libertad, diera como resultado una ambición desenfrenada, envidia corrosiva e insatisfacción crónica. Eran demasiados, advirtió, los que vivían una «especie de igualdad imaginaria», pese a la «desigualdad real de su condición», pues habiendo sucumbido a la «idea errónea»» de que «se abría una vía fácil e ilimitada» hacia lo que ambicionaban, quedaba obstaculizados de continuo por rivales prepotentes. Y es que los revolucionarios democráticos, que habían abolido «los privilegios de algunos de sus semejantes porque se interponían en su camino», se habían lanzado después a una «competencia universal».

El sociólogo alemán Max Scheler elaboró estas especulaciones decimonónicas en una teoría sistemática del resentimiento como fenómeno característico de las sociedades fundamentadas sobre el principio de igualdad.  Según, Scheler, su fuente principal era la «envidia existencial» de rivales y modelos, el sentimiento que continuamente susurraba: «te lo puedo perdonar todo menos que existas, que seas el ser que eres; que yo no sea lo que tú eres, esto es, que yo no sea tú». El resentimiento era inherente a la estructura de las sociedades en que la igualdad formal entre los individuos coexiste con enormes diferencias de poder, educación, estatus y propiedad. 

Una cultura pública de denuncia y amonestación no oculta el hecho de que ha aumentado el abismo en educación y perspectivas entre las elites tecnocráticas y financieras y las masas. Así, la mayoría ve que el poder social está monopolizado por personas con dinero, propiedades, contactos y talento, y se siente excluida tanto de la cultura superior como de la toma de decisiones. Ve asimismo como un ardid destinado a crear un ejército reservista para la industria que empuja los salarios hacia abajo mientras simultáneamente aumentan los beneficios de las empresas. 

Para muchos es fácil digerir su rabia contra una elite cultural supuestamente cosmopolita y desarraigada. Más que en ningún periodo de crisis anterior, se necesitan objetos de odio, y las ricas multinacionales encarnan convenientemente los vicios de una modernidad ansiada hasta la desesperación pero inalcanzable hasta la exasperación: el culto al dinero y la carencia de virtudes nobles como el patriotismo. De este modo, la globalización, mientras promueve la integración entre las sagaces elites, incita sectarismo políticos y culturales en todos los demás, especialmente en aquellos forzados contra su voluntad a una competición universal. 

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