Un informe reciente del canal neoyorquino de la Reserva Federal sobre la deuda de los hogares en Estados Unidos hizo públicos los datos acerca del endeudamiento de los estudiantes norteamericanos: al 31 de marzo de 2012, el total de las sumas tomadas en préstamo para financiar estudios y pendientes de reembolso se elevaba a 904.000 millones de dólares, o sea, 30.000 millones más que tres meses antes. Esta cifra equivale a más de la mitad de la deuda de Italia y Francia. Por una deuda mucho menos importante, la Unión Europea y el Fondo Monetario Internacional no vacilaron en hacer pedazos a Grecia, que vive hoy su sexto año de recesión. Por sumas comparables o inferiores se imponen pues la recesión, la austeridad, los sacrificios, la desocupación y la pobreza a millones de ciudadanos de los países endeudados.
En Estados Unidos, dos tercios de los egresados salen endeudados de la universidad. La cantidad de personas que se han endeudado para terminar sus estudios alcanza a 37 millones. Se endeudan—y para toda la vida—antes de ingresar al mercado de trabajo. La Fed afirma que si bien los préstamos inmobiliarios siguen ocupando el primer lugar en el endeudamiento por hogar, los destinados a los estudiantes pasaron al segundo lugar entre las familias norteamericanas en 2010, superando a los tomados mediante la tarjeta de crédito. Con la crisis, el índice de desocupación entre los egresados universitarios de menos de veinticinco años está por encima del 15%, muchos jóvenes egresados tienen grandes dificultades para conseguir trabajo, y las posibilidades de reembolso se reducen.
¿Qué mejor preparación para la lógica del capital, con sus reglas de rentabilidad, productividad y culpa, que entrar endeudado a ella? El adiestramiento a través de la deuda, que imprime en el cuerpo y la mente la lógica de los acreedores, ¿no es la iniciación ideal a los ritos del capital?
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La subordinación de la administración y del welfare a la valoración del capital, inaugurada por el neoliberalismo de la década de 1980, no es de un Estado mínimo, sino de un Estado liberado del influjo de los asalariados, los desocupados, las mujeres y los pobres sobre los gastos sociales. Como la crisis se encarga de mostrar, el Estado máximo es plenamente compatible con el neoliberalismo. El cambio de esa relación de fuerza, sobrevenido a fines de la década de 1970, brindó a los liberales la posibilidad de utilizar las funciones del Estado (prestamista de última instancia, políticas fiscales, políticas de redistribución, etc) en su propio beneficio.
El sistema representativo y el Estado de derecho sufren la misma suerte. Contrariamente a lo que parece afirmar Foucault («la participación de los gobernados en la elaboración de la ley, en un sistema parlamentario, constituye el modo más eficaz de economía gubernamental»), la crisis neutraliza de manera radical la expresión de los gobernados, incluso la manifestada por medio del voto.
Sin embargo, a pesar de sus formas radicalmente debilitadas y completamente acerrojadas por las leyes electorales, los medios de comunicación y los expertos, el sistema político representativo es todavía demasiado democrático para la economía. Aun reducido a esta caricatura de «participación de los gobernados», sigue constituyendo un obstáculo para la gubernamentalidad de la crisis. El sistema representativo queda suspendido, los partidos son despojados de todo «poder», el Parlamento se reduce a una cámara de ratificación de «órdenes» dictadas por las instituciones del capitalismo mundial. Angela Merkel resumió el sentido de este proceso al invocar una «democracia acorde a los mercados». La soberanía popular está condicionada, puesto que el único voto que cuenta es el de los mercados y las instituciones de gobernanza internacional, que expresan, días tras día en tiempo real, su voluntad «política» a través de la bolsa y el spread. Si el pueblo vota como esos «grandes electores», el voto es legítimo; de lo contrario, se podrá hacer que vuelva a votar, o se hallará una manera de soslayar una democracia vaciada de todo poder.
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