Llamaré descreídos a todos eso individuos, socioeconómicamente encasillables dentro de la clase media que, aun siendo conscientes de que el paradigma no es sino una construcción humana interesada -una farsa ampliamente admitida que engloba multitud de aspectos alejados de la lógica y la ética- toleran su existencia como un mal menor y resuelven no oponerse frontalmente a él ni procurar su destrucción de forma activa.
Esta clase de personas suele reunir tres condiciones: capacidad crítica, madurez intelectual y un mínimo de desenvoltura económica. Los descreídos entienden, por ejemplo, el sistema político democrático como una suerte de pacto social en el que los ciudadanos fingen creer en la honestidad de los políticos y sus instituciones, mientras el sistema les permite llevar una vida digna, a salvo de la violencia propia de regímenes peores. Para ello, estas personas están dispuestas a admitir -aunque sin interiorizarlo en absoluto- determinados dogmas, como el que afirma que el pueblo es sabio cuando decide en las urnas, aun cuando saben que el propio Adolf Hitler alcanzó el poder por esa vía.
También consideran importante que se guarden las formas. Todas las decisiones del poder deben aparentar que cuentan con un soporte ético, y deben evitarse los escándalos que puedan dejar al descubierto los trapos sucios del sistema y proporciona razones a los enemigos de éste para su eterno proyecto de hacer volar en pedazos el paradigma vigente.
La filosofía del descreído puede resumirse en el proverbio que reza Dame pan y llámame tonto. Junto con aquellos a los que yo llamo convencionales, los descreídos constituyen el grupo de los integrados. Unos y otros confieren su solidez al sistema y su paradigma.
El sistema, el estado y el poder deben aparentar, como he dicho, estar legitimados por algún tipo de soporte: ético y respetuoso con los derechos humanos en las democracias occidentales; basado en un paradigma político diferente -como el marxista en países donde rige el comunismo-, o religioso en las llamadas teocracias; una legitimación que el descreído acepta en tanto que el sistema le permite llevar una vida digna. Cuando esto deja de ocurrir es fácil que una persona así dé el paso, se quite la máscara y decida quitársela también a quienes le han dejado en la cuneta. El otrora tolerante descreído ha pasado a ser un enemigo del sistema.
La larguísima historia del Egipto antiguo alterna, por ejemplo, épocas de orden, prosperidad y gobierno faraónico, con edades oscuras conocidas como períodos intermedios.
El país más religioso de la Antigüedad, según fue calificado por el historiador griego Heródoto, funcionaba como una teocracia en la que el faraón era considerado un dios sobre la Tierra. Esta condición divina legitimaba su poder absoluto sobre el pueblo, un poder al que la casta sacerdotal daba, en su nombre y en el de otros dioses ultraterrenos, el necesario soporte administrativo, propagandístico y de culto.
Exactamente igual que ocurre en nuestro mundo, todo iba bien en Egipto mientras las crecidas del Nilo se producían a su debido tiempo y con la abundancia esperada. El faraón, único mortal que conversaba directamente con los dioses, era adorado públicamente por los convencionales y descreídos de aquel paradigma, mientras la crecida produjese buenas cosechas o quedase suficiente trigo en los graneros del Estado para alimentar al pueblo en los años de vacas flacas.
Cuando las plagas de hongos o insectos, las inundaciones a destiempo, o la ausencia de crecidas durante años sucesivos vaciaban por completo los graneros del faraón, hasta acabar sumiendo al pueblo en la hambruna, la cosa cambiaba súbitamente y el imperio se venía abajo. Los descreídos se sumaban a los enemigos del sistema para hacer volar en pedazos el paradigma, el faraón perdía su pretendida divinidad recuperando su condición de simple humano y, probablemente, en muchos casos era asesinado como un pero.
Lo sagrado deja de serlo, los palacios, los templos e incluso las tumbas eran saqueados sin la menor contemplación, escrúpulo o remordimiento. Las antiguas y sacrosantas convenciones se reventaban, de pronto, como lo que siempre había sido, simples elementos de apoyo filosófico de la gran farsa, tan falsos y artificiales como toda ella.
El paradigma, en fin, se viene abajo en todas partes cuando ya no da respuesta a los problemas; la revolución, en realidad, no es más que eso, la destrucción violenta y pública del paradigma dominante y su sustitución por otro nuevo, aunque éste, a corto plazo, no contenga otro mandamiento que el de sálvese quien pueda.
Existe, además, una diferencia entre los que llamaré disidentes y enemigos del sistema. Si bien todos los enemigos del sistema son disidentes, no todos los disidentes son necesariamente enemigos. Cuando me refiero a disidentes, hablo de personas que han abrazado algunas partes de un paradigma alternativo que no entra en colisión total con el mayoritario.
Cuando hablo de enemigos, me refiero a esos revolucionarios que luchan activamente por la destrucción del paradigma en vigor.
Los disidentes y enemigos del sistema son siempre los motores del cambio y a veces -sólo a veces, porque existen también las involuciones- del progreso. Aunque el sistema contra el que lucharon les haya tachado de locos, herejes, desviados o insolentes, a toro pasado es fácil darse cuenta de que entre sus filas militaron personajes que hoy consideramos grandes hombres o mujeres como Juana de Arco, Mahatma Gandhi, Martin Luther King, Galileo Galilei, Nelson Mandela o el mismo Jesucristo. [...]
--------------------------------------------------------
CRISIS Y CAMBIO DE PARADIGMA
El el momento histórico que atravesamos, donde los licenciados universitarios tienen dificultades para encontrar y conservar un empleo digno que les permita algo tan elemental y básico en la vida como formar pareja y criar a un hijo, acceder a una vivienda o disfrutar de algunas horas de tiempo libre al día, cabe preguntarse cuánto puede durar el actual paradigma antes de derrumbarse por completo.
A diferencia de épocas anteriores -en que la pobreza iba asociada a la ignorancia y la desinformación de quienes la padecían-, en estos tiempos nos encontramos ante un nuevo tipo de esclavos que, tanto por su preparación como por su facilidad de acceso a medios de información no controlados desde el poder -estoy hablando de Internet, principalmente-, tienen la capacidad de ser conocedores no sólo de las causas y la naturaleza de cuanto les ocurre, sino también de por cuáles intereses, poderes o personas están siendo explotados o marginados.
El paradigma vigente -incapaz de dar respuestas a los problemas que hoy azotan a la población de países como España- intoxica todavía la mente de una gran mayoría de personas incapaz de sustraerse a sus absurdas categorizaciones; en esta mayoría está incluida una gran parte de la juventud, tan alienada como la gente de mediana edad o los mayores.
A pesar de ello, están surgiendo movimientos pacíficos y democráticos de ciudadanos -que, con gran acierto, se autodenominan indignados- en muchas partes del planeta; movimientos protagonizados por personas corrientes aunque, desde luego, con capacidad crítica, que se empeñan, cada vez con más fuerza, en subvertir el actual paradigma.
El hecho de que en estos movimientos milite un sector minoritario de la población, suele ser un argumento que el poder esgrime con objeto de desligitimarlos, aun cuando la Historia nos muestra que todos los grandes cambios sociales o revoluciones han sido siempre liderados por minorías, a cuyos componentes el poder establecido suele tildar de activistas, como si esa palabra -antónimo de pasivista- implicase algún concepto negativo.
Para que un vuelco de esta índole pueda producirse es preciso que, además de la existencia de grupos sociales que rechacen abiertamente los viejos dogmas, concurran otros factores. El éxito de la Revolución Francesa, por ejemplo, se vio apoyado por la disponibilidad del recambio paradigmático que los filósofos de la Ilustración habían desarrollado, pero estuvo sustentado, sobre todo, en el hambre y la miseria que afectaba al pueblo, para la cual el régimen absolutista no ofrecía otra respuesta que una escandalosa ostentación de lujos y derroche entre las clases altas.
El fenómeno combinado de Internet y la telefonía móvil multimedia, por otra parte, está sirviendo para que los medios tradicionales de comunicación social hayan dejado de tener el monopolio informativo. Estos nuevos medios permiten, como nunca antes había ocurrido, la transmisión libre y horizontal de opiniones y noticias. En Internet, todos los ciudadanos somos emisores y receptores potenciales, de modo que el video y las comprometedoras fotografías tomadas por un soldado raso en una prisión de Irak o Afganistán, haciendo uso de su pequeño teléfono privado, puede dar ahora la vuelta al mundo sin pasar por el filtro de ningún editor periodístico o redactor televisivo. El sistema tradicional de emisiones radio, televisión, prensa escrita y agencias de noticias con espectadores pasivos permitía, hasta hace muy poco, que el poder elaborara, filtrara, manipulara o vetara a su antojo o conveniencia la difusión de determinados contenidos o, al menos, intentase hacerlo utilizando su influencia y su dinero. En el momento actual, ese video de aficionado, obtenido por un militar sin graduación, puede echar por tierra toda una campaña mediática en favor de la guerra, en la que tal vez un gobierno o una agencia institucional haya invertido millones de dólares.
Estos tres factores: soporte ideológico, descontento social y difusión libre y horizontal de las ideas y las noticias, componen un cóctel explosivo cuyas consecuencias no pueden ser otras que la caída y sustitución del paradigma. Si esta sustitución va a producirse de forma violenta o pacífica es algo todavía desconocido, como tampoco es posible inducir si la nueva situación que se establezca, durante o después de ese cambio, será mejor que la actual o nos veremos ante un escenario todavía más desastroso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario