De hecho, hoy en día se registra un progresivo desalineamiento entre Estado, mercado, nación y partidos; estos factores de la democracia moderna no logran ya cooperar, como lo habían hecho durante al menos cincuenta años, y sus lógicas, después de haberse encontrado en una cierta fase de la historia política occidental, divergen hacia distintos destinos. Las contradicciones de la democracia, por lo tanto, estallan. El capitalismo, al que cada vez le cuesta más lograr una valoración positiva, exige independencia de la política y del derecho y rechaza como un costo intolerable las conquistas del Estado social: la oferta prevalece sobre la demanda, la competencia sobre las políticas de ocupación y de rédito y el trabajo debe ser flexible, precario, subalterno, desarticulado, dividido, aislado, carente de derechos ante la única exigencia legítima, es decir, el desarrollo y el provecho del capital: es el pasaje del fordismo al toyotismo, y de allí a la financiarización de la economía. Queda claro que este tipo de trabajo se convierte en un asunto privado entre el individuo, cada vez más débil, y la empresa (con el desnivel de poder que puede imaginarse) y que, en consecuencia, el trabajo no crea vínculos sociales, ni solidaridad, menos aún conciencia de clase, ni contribuye a la formación de la identidad del individuo. La democracia del trabajo -fundada en la ciudadanía política y en la participación activa en la producción- es ya un recuerdo del siglo XX, suplantada por la democracia del libre comercio y orientada al mercado, es decir, de hecho, por el dominio de poderes privados, a veces oscuros y ilegales, capaces de hacer frente a las contradicciones del capitalismo desplazándolas, des-ubicándolas, en otras palabras, reproduciendo en el espacio global las condiciones de trabajo ya experimentadas en el pasado: al lado de Occidente democrático se encuentra un resto del mundo con una democracia debilitada, que retroactúa sobre la democracia occidental, obligándola a bajar sus propios estándares para enfrentar los nuevos desafíos. En su conjunto, la economía fuera de control, incapaz de referirse a lógicas distintas a la propia -es decir, no sólo a intereses particulares sino a aquellas zonas generales de la existencia de las cuales históricamente se ha hecho cargo la política, o bien, si se quiere, a otros intereses particulares, los del trabajo-, genera una humanidad aleatoria, que ya ni siquiera piensa que sea posible gestionar la existencia colectiva como proyecto racional y no como una "naturaleza" indomable e inexorable.
Las consecuencias sociológicas de estos procesos es la disgregación del vasto público de la clase obrera y de los estratos medios que había creado el Estado social: la sociedad se divide en poco muy ricos y en muchos cada vez más pobres. El desplazamiento de la distribución del PBI hacia ganancias y rentas en detrimento de los salarios ha sido enorme en los últimos años. Y, naturalmente, esto representa un aumento de la inseguridad social tanto material -el financiamiento del welface es cada vez más escaso, la posibilidad de los individuos de proyectar su propio futuro, de autogobernarse, es cada vez más quimérica- como simbólica: los estratos medios y obreros, ya disgregados, buscan su identidad no en la tradicional lealtad a los partidos o al Estado nación sino en comunidades culturales, reales o ficticias, de todo tipo. En relación con el Estado- y esto es más evidente en los sistemas que se caracterizan por un sentido cívico históricamente frágil, como Italia-, representa un derrumbe de la legalidad y una grieta en la legitimidad misma, es decir, tanto del respeto de las leyes como de las motivaciones profundas para respetarlas (históricas, ideales y materiales). Mientras el Estado democrático se debilita, en sus articulaciones y en sus sistemas de garantía, se refuerzan nuevos poderes informales (por lo común, vinculados al Ejecutivo) y la política se hunde cada vez más en los manejos de oligarquías que especulan en el terreno económico. Los partidos, por último, tienden a cerrarse en sí mismos convirtiéndose en un sistema de "castas" -bastante poderosas pero privadas de contactos sistemáticos con la sociedad, excepto en los períodos electorales- o en "partidos personales". Por lo tanto, son demasiado débiles y demasiado fuertes al mismo tiempo: en todo caso, carecen de la energía política necesaria para hacer que la democracia siga siendo en la actualidad, como lo era antes, una "democracia de partidos". Los partidos, con su pluralismo, constituyeron el signo distintivo de la democracia, pero hoy por hoy puede decirse que nuestros sistemas democráticos piden a veces que haya elecciones sin democracia. Ésta, en el mejor de los casos, se transforma en una democracia "de opinión" o " del público", y entendemos por este término el encuentro asimétrico fuera de las instituciones, en los medios, entre los líderes políticos movidos por la propia ambición personal y una ciudadanía de espectadores de este o aquel "relato", mientras el capital se reestructura a sí mismo y a la política, a su gusto, generando un universal -pero internamente diferenciado- gobierno biopolítico de los consumos y de las existencias, del trabajo y del tiempo libre. Así, bien puede decirse que
la democracia es la religión del pasado. Continuamos practicándola el domingo y en Navidad bajo el árbol de la urna electoral. Pero ya pocos creen en ella. Es el dios muerto de la modernidad temprana, que todavía sobrevive. El cosmopolitismo secularizado conserva una fe ya débil en los santos sacramentos de la democracia. (Ulrich Beck).
En la actualidad no son las masas las que constituyen un desafío para la democracia, sino su apatía, su resquebrajamiento interno y su falta de homogeneidad, tanto social como cultural.
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