El intelectual moderno ha empezado a mancillar el sentimiento de lo universal no sólo en beneficio de la nación, sino también en beneficio de la clase. Nuestra era habrá conocido moralistas que venían a decir al burgués (o al mundo obrero) que, lejos de querer atenuar el sentimiento de su diferencia y de sentirse en su identidad de naturaleza, tenían que esforzarse por sentir esta diferencia en toda profundidad, en su carácter totalmente irreductible; que este esfuerzo es bello y noble, mientras que cualquier voluntad de unión es aquí signo de bajeza y cobardía, al mismo tiempo que flaqueza espiritual. Es, como sabemos, la tesis de las Réflexions sur la violence, exaltada por toda una pléyade de apóstoles del alma moderna. Hay en esta actitud de los intelectuales una novedad indudablemente más singular todavía que la que atañe a la nación. En cuanto a las responsabilidades de este enseñanza y al incremento del odio, desconocido hasta ahora, que aporta a cada clase para violentar a su adversario, se les puede medir, por lo que se refiere a la clase burguesa, con el fascismo italiano y, en cuanto a la otra, con el bolchevismo ruso.
[---] Señalemos otra forma, muy digna de atención, de esta exaltación del particularísimo por parte de los intelectuales: la exaltación de las morales especiales y el desprecio de la moral universal. Sabemos que, desde hace medio siglo, toda escuela, no sólo de hombres de acción, sino también de graves filósofos, enseña que un pueblo debe hacerse una concepción de su derechos y de sus deberes inspirada en el estudio de su genio especial, de su historia, de su posición geográfica, de las circunstancias particulares en las que se encuentra, y no en los postulados de una supuesta consciencia del hombre de todos los tiempos y de todos los lugares; que una clase debe construirse una escala del bien y del mal determinada por el examen de sus necesidades especiales, de sus objetivos especiales, de las condiciones especiales que la envuelven, y dejar de cargar con sensibilidades sobre la <<justicia en sí>>, la <<humanidad en sí>> y otros <<oropeles>> de la moral general. Asistimos hoy con Barrés, Maurras, Sorel, incluso Durkheim, a la quiebra total en los intelectuales de esta forma del alma que, Platón o Kant, pedía la noción del bien en el corazón del hombre eterno y desinteresado. El ejemplo de Alemania en 1914 nos mostró a dónde conduce esa enseñanza que invita a un grupo de hombres a instituirse como único juez de la moralidad de sus actos, a qué deificación de sus apetitos, a qué codificación de sus violencias, a qué tranquilidad en la ejecución de sus planes. Quizá también llegue a darse en toda Europa con el ejemplo de la clase burguesa; a menos que, al volverse sus doctrinas en su contra, no acontezca con el ejemplo del mundo obrero.
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