Fernando Vallespín Oña (La mentira os hará libres) Realidad y ficción en la democracia

Una de las explicaciones que se han buscado a esta tendencia a blindarse en la propia opinión nos la encontramos magistralmente expuesta en un autor que ya no es apenas leído, aunque fuera un icono intelectual a finales de los años sesenta y primeros de los setenta. Me refiero a Theodor W. Adorno, uno de quienes -junto a Max Horkheimer y Herbert Marcuse, sus compañeros de la escuela de Fráncfort- antes comprendieron la dinámica de la nueva sociedad de masas. Su reflexión, a los efectos que aquí nos interesa, se contiene en un pequeño trabajo, <<Opinión, locura, sociedad>>, donde atribuye esta propensión a afirmarse en la opinión a un impulso narcisista. <<Quien tiene una opinión sobre una cuestión que no está todavía resulta (...) tiende a instalarse en esta opinión o, dicho en el lenguaje del psicoanálisis, a cargarla con emociones>>. La opinión deviene en su <<propiedad>>, se convierte en un componente de su persona, en una parte de su yo, de tal forma que todo lo que parezca amenazarla o debilitarla se percibe como un daño propio. Y esta predisposición a la autoafirmación nos dotaría de una especial astucia para defender hasta lo más disparatado. Aquí funcionaría así un mecanismo de racionalización, <<la razón al servicio de la sinrazón>> como diría Freud, que <<ayuda a la opinión y la endurece hasta el punto de que no se puede modificar ni se puede ver su absurdidad>>. El yo se moviliza en su propia defensa y para ello instrumentaliza todo el baraje de recursos racionales o supuestamente racionales. Y estas opiniones <<endurecidas>> emocionalmente no parecen ser propicias para ponerse en juego en una argumentación. ¿Cómo puede convencerse a alguien de la racionalidad u oportunidad de algo si no está listo para abandonar a preori su predisposición previa?. Nuestro interlocutor debe estar al menos predispuesto a escuchar, que es justo lo que no va a hacer si no quiere <<contaminarse>> por las opiniones de los otros.
En una sociedad como la nuestra, tan profundamente individualista y tan cargada de narcisismo -y esto no le dio tiempo a verlo a Adorno, aunque sí supo intuirlo- las opiniones propias son parte del aparataje con el que el sujeto afianza su subjetividad, con el que se <<etiqueta a sí mismo>> y busca diferenciarse de los otros a los que a la vez precisa como confirmación de lo que es. Erich Fromm, otro testigo de los tiempos en que se comenzaba a afirmarse esta tendencia, conecta esta idea con la presión hacia la mercantilización de la persona. El objetivo del sujeto ya no es la felicidad, nos dice, sino hacerse <<vendible>>, entrar en un mercado en el que los individuos compiten por ver quién destaca más por cualquiera que sean sus atributos. Las <<personalidades se ofrecen a la venta>> igual que cualquier otro bien de consumo. Dondequiera que se desenvuelva, la necesidad que tiene es la misma, <<ser demandado>>. No ya sólo por las capacidades de las que dispone para ser competitivo en su especialidad o trabajo, sino por su personalidad. Y ésta se afirmará o no en función de qué tan elevado sea su valor de mercado. <<Dado que el éxito depende en gran manera de cómo vende su personalidad, uno se experimenta a sí mismo como una mercancía; o, más bien, simultáneamente como el vendedor y el bien que se pone a la venta>>. Esta personalidad proyectada hacia los demás subvertiría al final a la <<identidad genuina>>. Ya no tenemos más identidad que aquella que vendemos a los otros, somos lo que ellos han comprado de nosotros.
Lo interesante del caso es que al final acabamos siendo rehenes de aquella parte de nuestro yo que hemos proyectado con éxito. Nuestra individualidad es así, paradójicamente, lo que ya no es nuestro, lo que hemos alineado a los demás y rebota después sobre nosotros como confirmación de lo que somos; devenimos en dependientes del rol -o las opiniones- por las que otros nos han valorado. Para hacernos más gráficas las consecuencias de esta idea, Fromm se vale del personaje de Peer Gyunt de Ibsen, quien al buscar la esencia de su ser acaba descubriendo que éste es como una cebolla, un mero conjunto de capas que después de ir pelándolas observa que carecen de núcleo que las sostenga.
Esto que en tiempos de Fromm se veía como una patología de la sociedad mercantil es celebrado hoy como el no va más. La consigna es brand you self, que literalmente significa <<crea una marca de ti mismo>>, conviértete en alguien con valor de mercado, aprende a saber venderte. El sujeto es lo que es por lo que vale para otros y debe perseguir activamente su originalidad, lo que lo hace especial y digno de ser demandado. Hay incluso una nueva especialidad, la egonomía, dirigida a facilitar que las personas expresen su unicidad, la posibilidad de que sus elecciones sean personalizadas. Se manifiesta sobre todo en bienes de consumo que ya no se ofrecen en serie a compradores potenciales; cada cual puede adaptarlos a las peculiaridades con las que le apetece adornarse. Y eso vale tanto para los complementos de un automóvil como para la forma en la que bebemos el gin-tonic o cómo nos gusta el café, y si no que se lo digan a Nestlé, que con las variedades que presenta con su marca Nespreso ha conseguido personalizar lo que antes, como bien saben los camareros, se limitaba a establecer meras diferencias en el juego entre leche y café.

Vallespín Oña, Fernando (La sociedad de la intolerancia) 

1 comentario:

Anónimo dijo...

Gracias por todo esta excelencia, graciela málaga

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