Juan Soto Ivars (La trinchera de letras) La batalla cultural contra la libertad y el conocimiento

DE IRÓNICOS Y LITERALES

[...] La imagen de la verdad que proyecta la persona crítica en su cabeza se ve acosada por los hechos y proposiciones que la discuten: la persona crítica es la que sabe hallar inteligencia y bondad en los principios del enemigo. La duda se experimenta, entonces, como una sensación estimulante; pero otras veces, incluso en la persona más razonable y flexible, se vive también esa duda como zozobra, angustia, violencia e incluso dolor. A esto se le ha llamado en psicología «disonancia cognitiva».

Pensemos con ejemplos: Se puede ser monárquico y, sin embargo, detestar las castas, reprender la herencia biológica del poder, admirar la racionalidad y la lógica de la república, sentir vergüenza por los comportamientos de los reyes e incluso admirar el alegre descaro de los republicanos. A la contra, uno puede ser republicano y preguntarse por qué algunos de los países, más desarrollados, justos y ejemplares del mundo son monarquías, o por qué España ha logrado sus mejores años con este sistema mientras decenas de repúblicas del mundo eran pasto de la arbitrariedad y la violencia.

Uno puede ser demócrata convencido y, sin embargo, por haber participado en una simple reunión de vecinos, darse cuenta de que la democracia directa sería el infierno en la tierra dado que los intereses particulares siempre llevan a las personas al conflicto; uno puede confiar en la mayoría, respetar las decisiones del pueblo soberano y, al mismo tiempo, ser consciente de que las masas, como decía Ortega y Gasset, coinciden con lo más bajo de cada individuo. O ser comunista y enfrentarse al resultado histórico de este sistema allá donde se ha implantado; o retadoramente liberal y tener que explicar las corrupciones intrínsecas a los sistemas que dan rienda suelta a la ambición; o feminista y asomarse al capítulo siguiente de este libro, etcétera.

Para hacer compatibles las distorsiones que las buenas razones contrarias dejan en la idea clave que rige nuestro sistemas de creencias, para tolerar las tachaduras de la evidencia percibida, contra la evidencia deseada, para sortear estos callejones sin salida del discurrir libre y crítico, el cerebro nos proporciona dos herramientas muy pobres: la primera es la posibilidad del cambio de opinión en contra del orgullo, un paso loable tras descubrir el propio error, sin embargo, no garantiza nada, pues nos puede conducir a nuevas ideas sometidas al mismo tormento por otras disonancias cognitivas o, peor, depositarnos en ese fanatismo tan habitual que llamamos «furia del converso». La segunda herramienta, mucho más estimulante, es la ironía.

¡Ironía! Una palabra socorrida y útil, de uso común. El diccionario español es, sin embargo, superficial con su profundidad. Allí se define como la «expresión que da a entender algo contrario o diferente de lo que se dice, generalmente como burla disimulada», y ahí se queda. Podría alguien suponer que con esa definición ya la tiene bien agarrada con un lazo, pero se equivoca. Al mínimo desliz, la ironía nos muerde el tobillo. Nos decapita. Y aunque este sea el uso corriente y así es como la gente suele pensar en ella, va a ser necesario que le demos más vueltas para entender su choque con la literalidad, fuente de tremendos conflictos en nuestra vida pública.

Que la ironía funcione a menudo como mecanismo interno del humor o pieza clave para el chiste, que se perciba en el tono de un artículo o de un monólogo mordaz, que adorne a quien quiere dárselas de listo o se vea reducida a la palanca final para burlarse de otro, todo esto, digo, lleva a una confusión habitual entre la ironía y la risa, como si la primera fuera algo que pretende despertar lo segundo. No es cierto: la ironía y la risa, que sostienen una relación estrecha y complicada como la de las hermanas, pertenecen a familias diferentes.

La risa brota del sentimiento. La ironía, de la inteligencia.

Dice Bergson que la risa puede desatarse por los estímulos más variopintos, desde la alegría a la confusión, pasando por el susto y la pena, y contrapongo yo que la ironía, en cambio, puede traspasarnos de medio a medio sin despertar en nosotros nada parecido a la carcajada, ni siquiera media sonrisa.

El solapamiento entre la risa y la ironía hace suponer que un comentario irónico busca el cachondeo. Pero la ironía sobre un asunto serio no siempre pretende burlarse. Aunque puede servir lo mismo al desaprensivo que al sensible, abandonarla a esos páramos malbarata su valor. Incluso cuando desata su efecto devastador sobre las cosas más graves, la ironía no tiene por qué buscar una carcajada. Puede ser, al contrario, el recurso que agita el pensamiento donde está dormido y despierta una reflexión original.

En 1729, Jonathan Swift se dedicó a escribir sobre un problema que tenía preocupada a la sociedad del momento: el hambre del campesino irlandés pobre bajo el yugo inflexible de los terratenientes y arrendadores. La situación era grotesca: desesperada para los campesinos y desagradable para la buena sociedad. Dado que los pobres no paraban de tener hijos, los caminos dejaban ver a niños famélicos que aparecían luego, como enjambres, suplicando comida en mercados, pueblos y ciudades. Swift era un gran hombre, autor conocido no solo por Los viajes de Gulliver, sino por The Benefit of Farting, así que en esta gravísima situación ofreció un ensayo con el giro que resolvería todo: propuso que los hijos de los pobres se convirtieran en comida.

El título completo del texto que presentó era Una modesta proposición para evitar que los hijos de los pobres sean una carga para sus padres o su país, y para hacerlos útiles al público. 

El mensaje irónico precisa de un lector capaz de descodificarlo. ¿Qué pasa cuando no estamos a la altura de la ironía que nos atropella? Se produce la malinterpretación en dos niveles diferentes. El primer nivel es el más cretino: la interpretación obtusa, que haría suponer que la proposición de Swift va en serio, es decir, que el autor considera razonable y pertinente el canabalismo, dado que el texto está escrito con el estilo serio y lógico de los tratados importantes.

Pero por encima de ese lodo abisal hay otra interpretación errónea y mucho más extendida, que sería suponer que Swift actúa como un psicópata y un frívolo, que se está burlando de la tragedia por diversión o por el gusto vanidoso de escandalizar. ¡Una abominable falta de sensibilidad! ¿Por qué se carcajea Swift ante la desgracia? ¿No le conmueven las estampas de niños esqueléticos? Etcétera. En esta línea, aparecieron muchas respuestas en su tiempo, de la misma forma que hoy aparecen críticas de ese cariz para toda clase de expresiones y obras irónicas, satíricas o bufas. 

¡La intención del autor! Aquí es donde se abre el primer escollo entre literales e irónicos. Son los temibles juicios de inducción, en los que la lectura literal del tono denuncia que las intenciones de un artista, un escritor o un tuitero son ofensivas. «Si es irónico con esto, es porque se ríe de ello y, por tanto, de todos nosotros». ¡No! La ironía puede ser una forma de protesta, un grito de rabia; también un razonamiento extremo o una denuncia a la hipocresía de los que se fingen conmovidos. Incluso puede ser una forma de llanto, el brillo más sofisticado de la sensibilidad, de la herida.

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