Pensar y juzgar
Sin tener en cuenta la renuncia casi universal, no a la responsabilidad personal, sino al juicio personal, en las primeras fases del régimen nazi, es imposible entender lo que realmente ocurrió.
Arendt, "responsabilidad personal bajo la dictadura"
Lo que en realidad nos muestran todos estos argumentos evasivos de la responsabilidad está relacionado con la incapacidad de juzgar nuestras acciones y las de los demás. No hay nada más extendido que esa frase tan usual de «yo no soy quién para juzgar». Por el contrario, para Arendt, todos somos quién para juzgar, y precisamente la carencia de la facultad, su ejercicio, es lo que posibilita la diseminación del mal y la tolerancia frente a este.
La atención de Arendt por la cuestión del juicio planea en toda su obra, pero es en sus últimos años de vida cuando se dedicó más intensamente a su análisis. Sin duda, el caso de Eichmann la puso sobre aviso acerca de las consecuencias de no practicar el pensar y el juicio, el discernimiento sobre el bien y el mal. Pero ¿por qué el juicio es una facultad política y por qué es relevante para poder determinar nuestras acciones? Encontró la respuesta en Kant, pero no en el Kant de la Crítica de la razón práctica, donde se expone el sujeto autónomo legislador de su propia moral, sino en su tercera crítica, la Crítica del juicio. Es ahí donde Arendt descubre un Kant político, que «piensa en el mundo como punto de partida» y que entiende la pluralidad y la necesaria comunicación intersubjetiva entre los individuos como algo ineludible.
El juicio no nos remite a leyes dadas de antemano que podamos aplicar para poder discernir sobre algo, sino que, por el contrario, mediante el juicio nos movemos en el terreno de lo contingente y lo singular. No hay un punto arquimédico desde el que podamos juzgar, apoyándonos en él. Esto es lo que Arendt observa en el juicio reflexionante kantiano. Si el juicio es la capacidad que subsume lo particular en lo universal, en este caso, lo particular está dado, pero no así la ley universal, por lo que el juicio actúa sin una mediación ya establecida.
[...] La capacidad de juzgar, de discernir, está indisolublemente ligada a la capacidad de pensar. Pensar equivale a «examinar y preguntar». Pero, además, el juicio contiene unas máximas para su aplicación: 1) pensar por uno mismo, esto es, ejercitar el pensamiento independiente, emancipado de la tutela ajena y de los pre-juicios. 2) pensar siempre de acuerdo consigo mismo (un modo de pensar consecuente) y 3) pensar en el lugar de cada otro, que equivale a ponernos en el lugar de los demás, representarnos cuáles pueden ser sus opiniones. Es este último tipo de pensar el que Arendt denomina «el modo de pensar representativo» o «mentalidad ampliada», que implica un actitud moral de respeto mutuo y de reconocimiento de los otros, esto es, de reciprocidad igualitaria. Representa el modo de pensamiento político por excelencia, aquel del que precisamente Eichmann carecía, incapaz de «pensar en el lugar de los otros».
Ahora ya tenemos las herramientas para poder enfrentarnos a nuestras acciones y las de los demás, para poder juzgarlas. Atreverse a pensar y juzgar, sin parámetros fijos, sin normas en las que subsumir nuestro juicio, tan solo guiados por los ejemplos, la imaginación —que nos permite representarnos a los otros que están ausentes— y la compañía —real o imaginada— de los otros con lo que compartimos y habitamos el mismo espacio público. Una actividad de juzgar que se realiza en el mismo reconocimiento de la pluralidad de perspectivas. Pero ¿qué ocurre cuando ya no existe tal espacio público, cuando este ha sido destruido, la violencia se ha extendido y la pluralidad se ha aniquilado? ¿Acaso entonces, bajo esas circunstancias, todos estamos abocados a comportamos como Eichmann.
Aun en esas situaciones difíciles, podemos encontrar disidentes que se niegan a colaborar con el mal extendido, como bien señala Arendt. Los que no participaron, en ese sentido, fueron los únicos que se atrevieron a pensar y a juzgar pos sí mismos. Fueron los dubitativos respecto a las reglas morales tradicionales, los escépticos. No disponían de otro sistema de valores, nos dice nuestra autora. No prejuzgaron de una manera automática. Tampoco se encontraban entre los más cultivados o educados (pensemos en el caso Heidegger), ni pertenecían a una clase social determinada. Lo que le movió a no participar fue una argumentación moral que queda expresada en la máxima socrática «es preferible sufrir una injusticia que cometerla». Y la razón de esa preferencia, que se refleja en la negativa a cometer un daño, es que de otra manera la persona no podría seguir viviendo consigo misma, pues tendría que convivir con el malhechor o asesino en que se había convertido. En otras palabras, «no puedo hacer determinadas cosas porque, una vez que las haga, ya no podrá vivir en paz». La cuestión moral del «qué debo hacer?«, depende en última instancia de lo que yo decido en relación conmigo mismo: se trata, entonces, de límites autoimpuestos. Arendt es muy consciente de que esta moral de corte socrática propuesta es una moral para los tiempos de crisis, para las situaciones límite. Diríamos pues, que el juicio kantiano y la mentalidad ampliada —pensar en el lugar del otro— son posibles en momentos de normalidad democrática, es una exigencia misma de la ciudadanía. Pero cuando no se dan ya las condiciones para poder ejercerlos, entonces estamos ante «el silencioso diálogo con uno mismo», ante nuestra propia conciencia.
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