Frank Furedi (Cómo funciona el miedo) La cultura del miedo en el siglo XXI

Uno de los rasgos más conspicuos de la teleología de la fatalidad desarrollada por quienes defienden que hay que ponerse siempre en el peor de los casos es su dependencia de una justificación negativa para ganar autoridad y movilizar la acción política. La afirmación de que es más probable que la gente se sienta inspirada por el miedo que por la esperanza ha propiciado que surja un estilo político que tiene al alarmismo por el único instrumento realista para la movilización política. Jonas no tenía dudas sobre este punto, de ahí que afirmase que es mucho más probable que las personas se sientan conmovidas por los males que los amenazan que por sus esperanzas de un futuro virtuoso: «Sabemos mucho antes lo que no queremos que lo que queremos. Por tanto, la filosofía moral debe interesarse por nuestros miedos antes que por nuestros deseos para aprender qué nos importa de veras». Este enfoque de «el miedo ante todo» resalta el estatus fundamental que Jonas atribuye a esta perspectiva. La prioridad lógica que Jonas atribuye al miedo va unida a su afirmación de que lo que está en juego es nada menos que la supervivencia humana. Cree que el miedo debe azuzarse por cualquier medio al alcance, y que el deber de los individuos ecológicamente conscientes como él es construir, a través de «la razón y la imaginación», escenarios futuros que puedan «infundirnos el miedo cuya guía necesitamos».

Para Jonas, la elevación de la supervivencia ecológica a un problema acuciante tenía profundas implicaciones para la vida pública. Consideraba que los problemas ecológicos son demasiado importantes para dejarlos al resultado impredecible de la toma de decisiones democrática. Su actitud escéptica hacia la democracia y la soberanía popular partía de cierto desdén elitista; rechazaba la democracia liberal porque estaba convencido de que la gente se resistiría a los intentos de poner coto a sus ambiciones y no aceptaría una bajada en su nivel de vida a cuenta de que se impusiera un régimen de austeridad.

Para realizar su proyecto de institucionalizar un régimen de austeridad, Jonas se decantaba porque gobernase una élite benevolente. Pero su tiranía sería marxista solo de nombre, ya que el marxismo se asocia clásicamente con el desarrollo de la ciencia, la producción y el consumo. Jonas entendía que el marxismo era fundamentalmente ajeno a su proyecto, pero quería mantener una fachada marxista manteniendo en secreto el compromiso de la élite noble con un mundo organizado en torno a la moderación. En su defensa de que esa élite ilustrada debía servirse del engaño, el tratado de Jonas aparece como una caricatura de la República de Platón. 

A veces, en El Principio de responsabilidad Jonas es consciente de los deprimente y deshumanizante que resulta su aceptación de la deshonestidad y el engaño. Pero inmediatamente se justifica: «Quizá este peligroso juego del engaño masivo (la noble mentira a la que Platón se refería) es todo lo que la política tiene que ofrecer en última instancia para hacer efectivo el principio del miedo bajo la máscara del principio de esperanza».

Siguiendo esta tortuosa lógica, la mentira adquiere la cualidad de una virtud, y la promoción del principio del miedo bajo «la máscara del principio de esperanza» se expone como un ejercicio de responsabilidad ética. Jonas decía que, al tergiversar la verdad, sus nobles mentirosos se remitían a una verdad superior: «También estamos diciendo que en circunstancias especiales la opinión más útil puede se la falsa; lo que significa que, si la verdad es demasiado difícil de soportar, entonces una buena mentira debe servirnos». Sin duda, Platón habría aprobado esta remozada versión de la noble mentira.

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El miedo del rey Herodes al recién nacido se limitaba a uno solo de ellos. Los empresarios del miedo misántropos de nuestros días han ampliado el catálogo considerablemente. Un profesor australiano de medicina obstétrica cree que la supervivencia del planeta exige controles estrictos sobre la cantidad de hijos que pueden tener los padres. Esto dice Barry Walters:

Los gases de efecto invernadero antropogénicos constituyen la mayor fuente de contaminación y, con mucho, la mayor contribución de los seres humanos en el mundo desarrollado. Cada recién nacido en Australia representa una potente fuente de emisiones de gases de efecto invernadero durante un promedio de ochenta años, no ya por lo que respire, sino por el despilfarro consumista típico de nuestra sociedad. Así las cosas, ¿qué deberíamos hacer como médicos responsables con el medioambiente? Debemos señalar las consecuencias a todos los que no las ven, incluidos, si es necesario, los ministros de sanidad. Lejos de regar con incentivos financieros a las nuevas madres y recompensar así este comportamiento hostil que produce gases de efecto invernadero, debería aplicarse una «Tasa Bebé» en forma de impuesto al carbono, en consonancia con el principio de que «quien contamina, paga». 

A lo largo de la historia, diferentes culturas han celebrado el nacimiento como un momento único que representa la alegría de vivir. La reinterpretación de este evento como «comportamiento hostil que produce gases de efecto invernadero» refuerza la idea de que la reducción de carbono ha de imponerse al respeto por la vida humana. Una vez que cada recién nacido queda deshumanizado, convertido en un contaminador profesional, en un insolidario, se hace muy difícil no sentir aprensión por la amenaza que representa que siga creciendo la especie humana. 

Una característica distintiva de nuestra cultura del miedo es su intensa sospecha hacia nuestra especie. Tarde o temprano, el alarmismo se vuelve en nuestra contra. La transmisión sistemática de la sospecha y el miedo conduce inexorablemente a promover la desconfianza en las motivaciones de las personas y, finalmente, a que desconfiemos de las personas mismas. Como contaminadores potenciales, los bebés dejan de ser esos seres adorables, tiernos y cariñosos que tanto alegran nuestras vidas. Arrebatar a los bebés la que percibimos cono su entrañable inocencia hace que sea más difícil asustar a la gente para que no los tenga, o para que no tenga «demasiados». Antes solía representarse a los bebés como una bendición («todos los niños vienen con un pan bajo el brazo»); ahora, la negativa a tenerlos se considera una bendición para el planeta. 

Esta inversión en el respeto por la vida humana es explícitamente defendida por la escritora ambientalista Kelpie Wilson. Wilson presenta el aborto no tanto como una opción necesaria para permitir que las mujeres determinen sus vidas, sino como un sacrificio que vale la pena hacer en interés del medioambiente. «Entender que un embrión diminuto a veces debe sacrificarse por el bien mayor de la familia o de la especie humana en su conjunto es la base moral desde la que hoy partimos», argumenta, porque «tenemos que considerar cómo vamos a poder vivir mañana en un planeta agotado de recursos y comprometido con el clima». Desde la perspectiva de Wilson, el aborto está moralmente justificado en tanto estrategia de ahorro de recursos; a su juicio, «la mayoría de las mujeres que abortan lo hacen para conservar los recursos para los niños que ya tienen». En este sentido, las historias aterradoras sobre los «límites físicos del planeta» se presentan como «argumentos morales en favor del aborto». 

La imaginación catastrófica que sustenta la cultura occidental del siglo XXI ha alentado a quienes promueven la idea de que el crecimiento de la humanidad es la madre de todas las bombas de relojería, haciendo que apunten sus armas a la aspiración misma de tener hijos. Se defiende el control de la fertilidad como una cuestión de deber, no como una elección entre otras. «Las parejas que toman decisiones sobre el tamaño de su familia lo hacen creyendo que es un asunto de ellos que solo atañe a sus preferencias personales», afirma, sin dar crédito, un grupo que defiende el control de la población. La idea de que las personas deberían tener derecho a elegir el tamaño de su familia queda descartada: se considera una atrocidad insolidaria. 

Detengámonos a considerar qué significa esto. Desde el principio de los tiempos, un de las marcas distintivas de una sociedad civilizada ilustrada ha sido el estatus moral otorgado a la vida humana. Superficialmente, la sociedad occidental del siglo XXI expresa un grado sin precedentes de afirmación de la vida humana. La nuestra es una época en las que los derechos humanos son ensalzados por la cultura y las instituciones políticas dominantes, y el fenomenal crecimiento del gasto en salud evidencia la importancia que las sociedades prósperas otorgan al bienestar humano. Las sociedades occidentales llegan a hacer cuanto está en su mano para mantener con vida a un bebé prematuro o para prolongar la vida de los ancianos y los enfermos crónicos.

Sin embargo, la ética de los derechos humanos y los épicos avances de la medicina coexisten en una relación ambigua con el alejamiento de la sociedad contemporánea de su propia humanidad. Dicho con todas sus letras: es difícil celebrar la vida humana si la sociedad teme que crezca el número de personas sobre la tierra. Un mensaje transmitido incesantemente por nuestra cultura del miedo es que las personas deben temerse a sí mismas y temer también a sus semejantes. Esta perspectiva misantrópica es uno de los principales impulsores de la preocupación obsesiva de la sociedad por la seguridad, que será el tema de nuestro próximo capítulo. 

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