Anne C. Heller (Hannah Arendt) Una vida en tiempos de oscuridad

El «especialista en asuntos judíos» nazi declaró que nadie, «absolutamente nadie», había protestado por aquella política o se había negado a cooperar, incluso los líderes judíos de las comunidades locales, que él se encargó de organizar meticulosamente en el marco de los consejos aprobados por las autoridades nazis, llamados Judenräte. Arendt parecía estar de acuerdo. No dudaba de que los judíos comunes y corrientes fueran incapaces de rebelarse; sin entrenamiento y sin armas, tenían muy poca información sobre el lugar adonde eran transportados y el destino que les esperaba. Pero esa no era «toda la verdad», sostenía Arendt en el más infame y cáustico pasaje de Eichmann en Jerusalén. A mediados de 1942, los líderes judíos de Europa sí que sabían adónde iban a parar los trenes de Eichmann y, a pesar de ello,

tanto en Ámsterdam como en Varsovia, en Berlín como en Budapest, se podía confiar en que los funcionarios judíos elaboraran las listas de personas y de sus propiedades, consiguieron dinero de los deportados para sufragar los gastos de su deportación y exterminio, llevaran un registro de los apartamentos desocupados, suministraran fuerzas policiales para ayudar a incautar a los judíos y subirlos a los trenes, hasta que, como último gesto, entregaran los bienes de la comunidad judía en buen estado para su confiscación final.

En la revista y en la primera edición del libro, pero no en ediciones posteriores, añadió, citando material incriminatorio de una fuente secundaria:

Distribuían enseñas con la estrella amarilla y, en ocasiones, como ocurrió en Varsovia, «la venta de brazaletes con la estrella llegó a ser un negocio de seguros beneficios; había brazaletes de tela ordinaria y brazaletes de lujo, de material plástico, lavable. En los manifiestos que daban a la publicidad, inspirados, pero no dictados por los nazis, todavía podemos percibir hasta qué punto gozaban estos judíos con el ejercicio del poder recientemente adquirido. La primera proclama del consejo de Budapest decía: «Al Consejo Judío central le ha sido concedido el total derecho de disposición sobre los bienes espirituales y materiales de todos los judíos de su jurisdicción».

Es casi perceptible la furia con la que Arendt se revolvía al escribir estas líneas, tan llamativas por su escaso espíritu caritativo. En resumidas cuentas,

allí donde había judíos había asimismo dirigentes judíos, y estos dirigentes, casi sin excepción, colaboraron con los nazis, de un modo u otro, por una u otra razón. La verdad era que, si el pueblo judío hubiera carecido de toda organización y de toda jefatura, se habría producido el caos, y grandes males habrían sobrevenido a los judíos, pero el número total de víctimas difícilmente se habría elevado a un suma que oscila entre los cuatro millones y medio y los seis millones.

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Acabó de escribir Los orígenes del totalitarismo en el otoño de 1949. En cierto modo, este libro, un monumental esfuerzo por explorar lo que late bajo los horrores del siglo XX, en una meditación sobre la soledad y el desarraigo metafísico, sobre la falta de pertenencia, temas que resuenan hoy al menos tan poderosamente como entonces. Arendt trata de comprender en sus páginas algo que ella misma reconocía que superaba su entendimiento: el deseo demoníaco de volver a los hombres superfluos para los demás y para sí mismos. Las tres parte en que el libro está dividido ofrecen un análisis de la creciente superfluidez de grupos enteros de europeos desde el siglo XVIII hasta hoy. En la primera, «Antisemitismo», Arendt rastrea los usos variables que recibieron los judíos, esos eternos chivos expiatorios, para hacerlos pasar de la condición de parias religiosos a la de parias políticos, con el resultado de que a finales del siglo XIX llegaron a representar y también a prefigurar las diferentes facetas del moderno desarraigo. Arendt utilizó sus viejos análisis sobre judíos privilegiados, parias y advenedizos para demostrar hasta qué punto el interés propio estrechamente definido ciega a las personas más vulnerables, y les impide percibir los cambios políticos que pueden ser letales para ellas. En «Imperialismo», describe el poderosos papel del desarrollo industrial de los siglos XIX y XX en el desalojo de las aristocracias tradicionales y la formación de una burguesía sin rasgos distintivos y sin raíces, a su vez destinada a ser política y económicamente prescindible. En cuanto al totalitarismo, analizado en la tercera y última parte del libro con creciente angustia y tonos bíblico, Arendt explica cómo este fenómeno «se basa en la soledad, en la experiencia de no pertenecer en absoluto al mundo, que es una de las experiencias más radicales y desesperadas del hombre». El desempleo crónico, la inflación y los impuestos aplastantes, la degradación y la abolición de espacios públicos para la acción y en debate, las dislocaciones producidas por el permanente trasiego entre naciones y puestos de trabajo, la obligatoria irrelevancia de la inocencia y la culpa, la inclusión y exclusión de grupos enteros, la amenaza del terror: todos estos fenómenos son herramientas de dominio totalitario que parecen diseñadas para acostumbrar a víctimas y abusadores a infravalorar sus vidas. Pero lo que realmente había venido a cambiarlo todo eran los campos de exterminio, oscuros laboratorios «donde se prueban los cambios en la naturaleza humana».

Cuando lo imposible es hecho posible [en los campos], se torna en un mal absolutamente incastigable e imperdonable que ya no puede ser comprendido ni explicado por los [corrientes] motivos malignos de interés propio, la sordidez, el resentimiento, el ansia de poder y la cobardía. Por eso la ira no puede vengar; el amor no puede soportar; la amistad no puede perdonar. De la misma manera que las víctimas de las fábricas de la muerte o de los pozos del olvido ya no son «humanos» a los ojos de sus ejecutores, así estas novísimas especies de criminales quedan incluso más allá del umbral de la solidaridad de la iniquidad humana. 

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