Antonio Valdecantos (Manifiesto antivitalista)

Gestión de la muerte

Aunque probablemente todas las épocas y lugares han conocido la eugenesia y la eutanasia (o lo que se comprende bajo esos enaltecedores nombres), solo la nuestra se esfuerza por dictar principios de la producción y amortización de la vida aptos para que cualquiera los siga como parte de su conducta raciona. El aborto y el abandono de niños han sido prácticas muy frecuentes, así como el dejar a su surte o dejar morir a ancianos y a enfermos desahuciados. Pero el supuesto tradicional de toda eugenesia y de toda eutanasia era que los nacimientos y las muertes constituían un resultado de la fortuna o el infortunio natural y, como tal, algo que podía alterarse dentro de ciertos límites, tratando de atenuar, en la medida de lo posible, las inclemencias e inoportunidades de la naturaleza. Este esquema, sin embargo, se ha mudado en beneficio de otro según el cual nadie que no haya sido deseado debe nacer (o, en una versión más moderada, no debe nacer nadie que haya sido no deseado) y debe seguir viviendo si su vida no es una vida digna. Deseo y dignidad pueden definir de diversas maneras, pero lo que importa ahora no es esto, sino la diferencia entre un esquema en el cual todo el mundo puede nacer y seguir vivo, salvo que se den determinadas circunstancias, y otro en el cual han de darse determinadas circunstancias para poder nacer y seguir vivo, aunque no siempre quepa atender a ellas. Se trata de la diferencia entre hechos azorosos en sí que pueden ser parcialmente disciplinados y hechos sometidos a control que a veces pueden escaparse de él. La sociedad gestionaria se distingue por lo segundo, y quizá sea este uno de los rasgos más destacados y esenciales, aunque, según resulta fácil de imaginar, no falten razones muy serias para evitar reconocerlo. 

Como es natural, la cuestión de la eutanasia y la del suicidio se hallan estrechamente emparentadas, y la respuesta que se dé a la segunda condiciona en grandísima medida la que deba darse a la primera. Hay dos modos, enfrentados entre sí con enorme saña, de responder a la cuestión del suicidio, los cuales no son solo normativos (permisivo y hasta recomendatorio el no, prohibitivo el otro), sino que definen qué es propiamente aquello de lo que se habla. Para el sentido común moderno, la manera más natural de entender el suicidio consiste en tomarlo como la muerte voluntaria que uno se inflige en el ejercicio de su soberanía sobre sí y de su autoposesión. Dado que uno manda inconcusamente sobre sí mismo, la duración de la vida propia no debería caer fuera de ese mando y, si así ocurriera, la soberanía sobre el propio yo se debilitaría gravemente, anulándose casi del todo. Resulta imposible argumentar contra el suicidio sin negar al mismos tiempo la autoposesión y la autosoberanía. 

[...] Conviene advertir que la concepción moderna del suicidio apenas tiene nada que ver con las justificaciones que del mismo asunto fueron corrientes en la antigüedad. Si se acude a lo que, con razón o sin ella, suele atribuirse al suicida ejemplar antiguo —estoico o no—, lo que se hallará es la idea de que el sabio, cuando verdaderamente era tal —y cuando, por lo tanto, se halla libre de los errores, confusiones, cobardías y debilidades del vulgo—, debe estar presto a disponer de su propia vida como acto supremo de autosuficiencia y de dominio. Pero este señorío apenas puede confundirse, a pesar de las apariencias, con la autoposesión de los modernos, para quienes el que uno sea dueño y soberano de sí constituye un hecho que en esencia no difiere del correspondiente a la posesión de cualquier otra cosa. Si uno puede disponer en principio (con la sola restricción de no dañar a nadie) de toda clase de bienes que sean, sin disputa, suyos, no parece que quepa impedirle la decisión sobre aquél bien —la propia vida— que parece constituir el más estacado de todos. De hecho, solo las consecuencias nocivas para otros (como el dejar en la ruina o el desamparo a menores o a seres desvalidos) estarían en condiciones de hacer repudiable el suicidio. Pero la concepción antigua no se funda en nada de lo anterior, sino en supuestos incompatibles con ello. El sabio de la antigüedad no es alguien que, por disponer del todo de sí, dispone también, a fortiori, de la propia vida, sino alguien para quien el disponer de sí tiene que convertirse en cosa vana y fútil, algo que cae por su propio peso allí donde la sabiduría consiste precisamente en descubrir cuánta vanidad hay en lo que no parece tenerla. El moderno no se suicida porque ciertas cosas que le faltan le resultan imprescindibles, y el no poseerlas es lo que convierte su vida en algo indigno, mientras que el antiguo lo hace porque ha comprendido que en realidad las cosas nunca dejaron de ser vanas, aunque no siempre se mostraron como tales. El suicida antiguo hace justicia a la vanidad sempiterna de las coas, mientras que el moderno solo quiere ahorrar daños futuros (o ausencia de placeres imprescindibles) a uno mismo. El suicida de la antigüedad está dispuesto a asumir el daño que se inflige a sí mismo al quitarse la vida porque ha visto que no es tal daño, mientras que el moderno admite ese perjuicio porque calcula que, de no hacerlo, tendrá que asumir otros mucho más lesivos durante un tiempo prolongado, y sin expectativas de redención ni de mejora. 

[...] ¿No es completamente razonable que la manera natural de morir consista en elegir la propia muerte? Argumentar en pro de lo contrario se asemeja a sostener que uno no debe elegir el lugar en el que pasar las vacaciones o la manera de gestionar su actividad sexual. Los argumentos en favor de la eutanasia generalizada están llamados a triunfar sin ninguna clase de restricción, porque su éxito se encuentra asegurado: dada la extensión o progreso crecientes e implacables de su aceptación, oponerse a tales argumentos adoptará la forma de una oposición al progreso y de una defensa de la tradición y de la regresión, lo que está condenado al fracaso como lo estaría la defensa de la superstición, del error o de la falsedad.

* Antonio Valdecantos (Contra el relativismo)

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