Franco «Bifo» Berardi (Héroes) Asesinato masivo y suicidio

En Los Límites del crecimiento, un libro publicado en 1972 por el Club de Roma, se afirmaba la necesidad de reestructurar la producción social de acuerdo con la naturaleza finita de los recursos naturales de la Tierra. El capitalismo respondió a esta necesidad instigando una transformación cognitiva en la producción y creando una nueva esfera semiocapitalista que diera lugar a nuevas posibilidades de expansión aparentemente limitadas.

Los fenómenos económicos han sido descritos tradicionalmente recurriendo a términos psicopatológicos (euforia, depresión, caída, altibajos...), pero cuando el proceso de producción implica al cerebro como unidad primaria de producción, la psicopatología deja de ser una simple metáfora para convertirse en un elemento fundamental de los ciclos económicos. En la década de los noventa, se produjo la expansión de la economía global en medio de una euforia literal. La cultura del Prozac se convirtió en parte integral del paisaje social de la economía de internet. Cientos de miles de agentes financieros occidentales, directores y mánagers tomaron decisiones en un estado de euforia química y de levedad farmacológica. 

Aunque la productividad del cerebro conectado a la red sea potencialmente infinita, los límites de la intensificación de la actividad cerebral siguen estando inscritos en el cuerpo efectivo del trabajador cognitivo: estos límites son la atención, la energía psíquica y la sensibilidad. Mientras que las redes han supuesto un salto en la velocidad y en el formato de la info-esfera, no se ha producido, en cambio, un avance similar respecto a la velocidad y la forma de recepción mental. Los receptores, los cerebros humanos de los seres de carne y hueso y frágiles órganos físicos, no se formatean según el estándar de un sistema de transmisores digitales. El tiempo de atención disponible de los infotrabajadores disminuye de manera constante, ya que han de realizar un número cada vez mayor de tareas que ocupan todos los fragmentos de atención de que disponen. Toman Viagra porque no tienen tiempo para los preliminares sexuales. Consumen cocaína para seguir estando alerta y reactivos. Y Prozac para bloquear la conciencia de que su actividad laboral y su vida carecen de sentido. 

Los primeros síntomas de este desequilibrio ya se vislumbraron a comienzos de este nuevo milenio: el fenómeno psicopatológico de la sobreexcitación y el pánico. Igual que les ocurre a los pacientes aquejados de bipolaridad, la euforia financiera de los noventa dio inevitablemente paso a una espectacular depresión. Tras años de exuberancia irracional (según la descripción de Alan Greenspan), el organismo social fue incapaz de mantener la euforia química que había azuzado la competitividad y el fanatismo económico. La hipersaturación de la atención colectiva culminó en un colapso depresivo social y económico.
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La historia del capitalismo produce de forma continua efectos de desterritorialización. En sus inicios, el capitalismo destruyó la relación que vinculaba al individuo con la agricultura y la familia. A continuación, ha puesto en peligro las fronteras nacionales creando un espacio global de intercambios y de comunicación. Actualmente, está poniendo en riesgo la relación entre el dinero y la producción, y abriendo un espacio para una nueva forma de semiotización inmaterial. Puesto que el capitalismo destruye cualquier forma de identificación, también libera al individuo de las limitaciones de la identidad, pero al mismo tiempo produce na sensación de desplazamiento, una especie de opacidad atribuible a la pérdida de significado y de raíces emocionales. Como consecuencia, y en última instancia, provoca la necesidad de reterritorialización y de continuo retorno al pasado en forma de identidades nacionales, éticas, sexuales, etcétera. 

La historia moderna es un proceso de olvido cuyo efecto, la angustia, obliga a la gente a aferrarse desesperadamente a alguna forma de memoria. Pero con la disolución del pasado, la memoria misma se desvanece, haciendo necesaria la invención de otras formas de recuerdo. Igual que el personaje de Rachel en Blade Runner, el filme de ciencia ficción de 1982, creamos nuestros propios recuerdos recurriendo a las piezas que componen pasaje de textos antiguos, imágenes y palabras que ya no significan nada. 

«La memoria es derecho» profirió Chaim Weismann cuando fue convocado en el Congreso de Versalles por los ganadores de la Segunda Guerra Mundial, en referencia al derecho de los judíos a reclamar la tierra de sus antecesores. La aseveración de Weizmann, fundamental para la creación del Estado de Israel, aún suena como una provocación arrogante. La memoria no es derecho, pero forma parte de la identidad, y la identidad no se basa en la memoria; más bien, la identidad crea memoria. 

Milan Kundera escribe lo siguiente sobre el futuro y el pasado:

La gente grita que quiere un futuro mejor, pero eso no es verdad. El futuro es un vacío indiferente que no le interesa a nadie, mientras que el pasado está lleno de vida y su rostro nos excita, nos irrita, nos ofende y por eso queremos destruirlo o retocarlo. Los hombres quieren ser dueños del futuro solo para poder cambiar el pasado. Luchan por entrar en el laboratorio en el que se retocan las fotografías y se reescriben las biografías y la historia. 

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