Andrew S. Curran (Diderot) El arte de pensar libremente

EL SEXÓLOGO

Como filósofo, pésimo marido y adúltero reiterado, Diderot dedicó mucho tiempo a pensar tanto en el sexo como en el amor. El cómo ambos encajan (o no) fue algo que le preocupó durante toda su vida adulta. En sus momentos más frívolos, el philosophe reducía el acto sexual a un simple incidente biomecánico, no más que un apresurado «restregar de intestinos».  Pero también tenía una visión mucho más amplia de unas relaciones sexuales exclusivamente utilitarias y carnales. Hacia el final de su vida, en las notas que tomó para su inacabado Éléments de physiologie (1781), explicaba que el acto sexual es a la vez similar y esencialmente distinto del estado de tener hambre. La gran diferencia, en sus palabras, es que, cuando se trata de hambre, «el fruto no tiene deseo de que se lo coman», mientras que nosotros sí. Esta apresurada metáfora no es inmediatamente obvia, pero parece que Diderot está diciendo que nosotros, en tanto que seres sexuales, somos a la vez la persona que come y la comida. 

El sexo, en resumen, era seguramente mucho más complicado de lo que pensaba la mayoría. Esto se trasluce en diversos textos de Diderot sobre el tema. A lo largo de su carrera de cuarenta años como escritor, describió alternativamente el acto sexual como un momento de embriaguez, un momento de concentración completa, un momento de intimidad, un momento de erotismo juguetón, un momento de ferocidad, un momento de devoción, un momento de sumisión, un momento de confusión física y un momento en que se experimenta (o no) el placer máximo del orgasmo con alguien al que se ama. Hacer el amor, aunque tal vez no sea sinónimo de amor a secas, ciertamente es mejor si éste se da.

Diderot también asumía que el complicado mundo del sexo raramente tenía que ver sólo con la procreación. Adelantándose a Freud, estaba convencido de que la sexualidad humana no se reducía a lo que ocurría en el dormitorio. Independientemente de cómo vivía su vida, la gente, recalcaba, inexorablemente se dedicaba a asumir, sublimar o reaccionar contra el impulso más poderoso de la naturaleza. Ése era el caso de los monjes célibes, los libertarios e incluso de los miembros más honorables y rectos de la sociedad. No importa quién seas, como reconoce también sobre sí mismo, siempre hay un poco de «testículo» cerniéndose incluso en «nuestros sentimientos más sublimes y nuestros afectos más puros».

Joyas Humanas

La concepción del sexo de Diderot suponía una pronunciada desviación de lo que había aprendido de niño en Langres. El catecismo le había enseñado al niño que los deseos eróticos, lejos de constituir una parte natural de nuestro ser, sólo surgieron después de que Eva cogiera la manzana prohibida del árbol del conocimiento endosando a la humanidad un deplorable deseo de «deliciosa agitación». El clero de Langres, incluidos los profesores de Diderot en el collège jesuita, partían de ahí, no sólo para condenar el sucio e innombrable acto sexual, sino para arremeter contra las diversiones sociales que podrían conducir a un «comercio criminal» y a perversidades de toda clase. El teatro, en Langres, era retratado como una escuela del escándalo donde públicos mixtos se juntaban en una sala oscura para intimar en la más criminal de las pasiones humanas. Bailar era peor todavía, con sus minuetos trazando espirales que eran supuestamente un vestigio pecaminoso de las bacanales romanas.

Algunas de esas advertencias, en especial las relacionadas con la lujuria potencial del cuerpo, parece que pesaron, y mucho, en la conciencia de Diderot durante su adolescencia. Según Madame de Vandeul, su padre adoptó brevemente algo así como un estilo de vida ascético cuando tenía trece años, no sólo ayunando y durmiendo en paja, sino vistiendo un erizado cilice, o cilicio, bajo su sotana de abate. El porqué Diderot acabó abandonando ese régimen de vida, no se sabe, pero puede imaginarse que pronto descubrió que atormentarse a uno mismo no resulta muy agradable. Unos diez años más tarde, cuando apenas pasaba de los veinte, llegó, según parece, a una conclusión similar sobre el sacerdocio y el pasarse la vida presumiblemente sin placer sexual. En su primera obra, los Pensamientos filosóficos, (1746), condenaba tanto el ascetismo como la abstinencia (así como su austero y clerical hermano, Didier-Pierre), afirmando que los deleites carnales y las pasiones nos hacen ser quienes somos.

Diderot distaba de ser la única persona que escribí a favor de la búsqueda humana del placer en la década de 1740. Julien Offray de La Mettrie, un filósofo-médico y autoproclamado libertino que se vio obligado a refugiarse en la corte de Federico II de Prusia en 1747, redactó dos osadas obras de filosofía celebrando y recomendando los goces del cuerpo: La volupté (1745) y El arte de gozar (1751). Pornógrafos emprendedores y escritores de ficción libertina también creaban versiones dramáticas de esta misma filosofía del placer. El propio Diderot se sumó a la moda a finales de 1747 cuando escribió Los dijes indiscretos. Supuestamente el resultado de una apuesta o un desafío. Los dijes indiscretos era una imitación intencionada del tipo de obra de éxito licenciosa que había popularizado Claude-Prosper Jolyot de Crébillon en la década de 1740. La novela más famosa de este tipo de Crébillon, Le sopha (1742) cuenta la historia de un aristócrata indio que no sólo se ve transformado mágicamente por Brahma en un diván, sino sentenciado a pasar su vida desterrado entre cojines de sofá hasta que dos vírgenes consagren su amor sobre él. Sus aventuras por capítulos como sofá, durante las cuales es baqueteado de diversas maneras, proporcionan el salaz contenido de la novela. 

Las Los dijes indiscretos de Diderot se inspiran simultáneamente en elementos de Crébillon y el tipo de orientalismo fascinado presente en las famosas Las mil y una noche (1704-1717) de Antoine Galland. La trama de Diderot se desarrolla en la corte del Congo, una versión africanizada apenas velada de Versalles. El personaje principal es un sultán congoleño llamado Mongogull (Luis XV), que recibe un anillo mágico de un genio llamado Cucufa (derivado de cocu, «cornudo»), que le da poder para hacer que hablen las vaginas de las mujeres. Durante veintiún capítulos, Mongogul utiliza este recién descubierto poder para obligar a una amplia variedad de joyas o dejes para que revelen sus perversas y clandestinas aventuras. Tras treinta interrogatorios de ese tipo, finalmente decide utilizar el poderoso anillo con su amante, su amada Mirzoza (una obvia versión de la amante de Luis XV Madame de Pompadour). En un evidente gesto de respeto hacia esta defensora de los philosophes y hacia el propio rey, esta joya concreta pronto revela que Mirzoza/Pompadour es la mujer que ha sido fiel. Todas las demás a las que oímos hablar, independientemente de su clase o nacionalidad, le han puesto los cuernos a su ignorantes compañeros. 

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