Turistas y terroristas
La sensación más precisa y más aguda, para quien vive en este momento, es la de no saber dónde se pisa a cada momento. El terreno es poco firme, las líneas se desdoblan, los tejidos se deshacen, las perspectivas oscilan. Entonces se advierte con mayor evidencia que nos encontramos en «la actualidad innombrable».
Entre los años 1933 y 1945, el mundo llevó a cabo un intento de autoliquidación parcialmente exitoso. Lo que vino después fue informe, tosco y extraordinariamente poderosos. Evasivo en cada una de sus partes, es lo opuesto del mundo al Hegel que creyó apretar en la prensa del concepto. Es un mundo que está hecho trizas, incluso para los científicos. Un mundo que carece de un estilo propio y que usa todos los estilos.
Este estado de cosas podría parecer apasionante. Pero los únicos que se apasionan son los sectarios, convencidos de tener la clave de lo que sucede. Los demás —la mayoría— simplemente se adapta. Siguen la publicidad. La fluidez taoísta es la virtud menos difundida. Por todas partes chocan con las aristas de un objeto que nadie ha conseguido ver por entero. Este es el mundo normal.
Auden tituló «La edad de la ansiedad» un poema a varias voces ambientando en un bar de Nueva York hacia finales de la Segunda Guerra Mundial. Hoy esas voces suenan remotas, como si vinieran de otro valle. La ansiedad continúa, pero ya no predomina. Lo que predomina es la inconsistencia, una inconsistencia asesina. Estamos en la era de la inconsciencia.
El fundamento del terror es la idea de que solo la matanza ofrece garantía de significado. Todo lo demás parece débil, incierto e inadecuado. A ese fundamento se agregan, después, las diversas motivaciones que reivindican el acto. Con ese fundamento se conecta, el sacrificio cruento. Como si, de época en época y en los lugares más diversos, se impusiese una necesidad insoslayable de matanza, que puede incluso parecer gratuita e irracional. Ominoso carácter especular entre los orígenes y el presente. Un espejo hechizado.
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Stuart Mill contó: «Desde el invierno de 1821, cuando leí a Bentham por primera vez, y especialmente desde los comienzos de la Westminster Review, yo había tenido lo que con verdad podría llamarse una meta en la vida: ser el reformador del mundo. Mi concepción de mi propia felicidad estaba completamente identificada con ese objeto […..]. Solía felicitarme por la certeza de haber encontrado un modo feliz de vivir, por haber situado mi ideal de felicidad en algo duradero y distante, en el que siempre cabía realizar algún progreso, sin llegar nunca a agotarlo por haberlo conseguido por completo». Esta situación se mantuvo durante cinco años, «a lo largo de los cuales la mejoría general que tenía lugar en el mundo y la idea de que otros y yo estábamos entregados a la lucha por promover esa mejoría, me parecía suficiente para llenar de interés y animación mi existencia». Hasta que un día, continúa Stuart Mill, «desperté de todo eso como de un sueño». ¿Qué había pasado? Había llegado el momento de realizarme una pregunta: «Suponte que todas las metas de tu vida se hubiesen realizado: que todas las transformaciones que tú persigues en las instituciones y en las opiniones pudieran efectuarse en este mismo instante: ¿sería eso un motivo de gran alegría y felicidad para ti? Apesadumbrado, Stuart Mill cobró conciencia de que su decidida respuesta a esa pregunta era: «No». Entonces experimentó una sensación desconocida y aguda: «Los fundamentos sobre lo que había construido mi vida se desmoronaron». De pronto, todo era «insípido e indiferente». Siguieron meses de una profunda depresión, que abarcó el invierno de 1826-1827. Visto desde fuera, nada había cambiado. Stuart Mill seguía llevando una vida plena de actividad: «durante ese período no dejé de dedicarme a las ocupaciones usuales [...]. Estaba tan habituado a cierto tipo de ejercicio mental que podía seguir en esa línea incluso cuando el espíritu se había desvanecido. Compuse y pronuncié algunos discursos para la Sociedad de Debates. Cómo pude hacerlo, y con qué resultado, son cosas que ignoro».
Stuart Mill es considerado todavía hoy una de las luminarias del progresismo. El hecho es que a los progresistas de todas las especies —laicas y religiosas— les faltó siempre la capacidad de la lúcida audacia para hacerse la pregunta que se formuló Stuart Mill en su íntegra honradez, y que lo precipitó a un estado que solo Coleridge supo describir: «Un dolor sin espasmos, vacío, oscuro y desolado».
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No se trata de recuerdos sino de palabras escritas, publicadas, dichas, registradas en los días entre principios de enero de 1933 y mayo de 1945. Incluso sin quererlo, todas tienen un aire de familia. Todas las imágenes de aquellos años, de cualquier procedencia, emanan algo de hipnótico. Fue el punto álgido del blanco y negro, en el cine y en la vida. Cuando apareció el tecnicolor pareció una alucinación. Era como si el tiempo hubiera formado una espiral cada vez más estrecha, que terminaba en un estrangulamiento.
30 de enero de 1933. Klaus Mann parte de Berlín por la mañana temprano, «como impulsado por un mal presentimiento». Calles vacías, ciudad dormida. «Iba a ser mi última mirada a Berlín, la despedida». Parada en Leipzig. En la estación aparece su amigo Erich Ebermayer. pálido, nervioso. «"Qué pasa?, le pregunté. Pareció sorprendido. "¿Cómo? ¿No lo sabes? El viejo lo ha nombrado hace una hora". "¿El viejo?.... ¿Ha nombrado a quién?" "A Hitler. Es canciller"».
20 de marzo de 1933. Benjamín le cuenta a Scholem que el impulso último para abandonar Alemania le vino de la «simultaneidad casi matemática con que prácticamente todas las editoriales con las que estaba en contacto han devuelto los manuscritos, interrumpiendo las negociaciones en curso y casi listas para la conclusión». Alemania se había convertido en el país «en que, al mirar a cualquiera, los ojos se fijan en las solapas de la chaqueta, prefiriendo no mirar ya nadie a la cara».
Verano de 1941. Hans Carossa: «A partir del verano de 1942 circularon de boca en boca extrañas voces, a las que al principio nadie daba crédito pero poco a poco se vieron confirmadas: el gran poseído había decidido matar a los pobres pequeños locos. Esta vez no dudé de la exactitud de lo que oía decir: ciertos problemas de aritmética que estaban en el nuevo libro de nuestra hija pequeña me habían puesto en disposición. "Un enfermo mental˝, decía, "le cuesta al Estado cada año una suma tal: ¿cuánto cuestan tres enfermos mentales? ? Cuánto cuestan treinta? Etc.»
5 de septiembre de 1944. En sus peregrinaciones alemanas, junto a su mujer Lucette, al gato Bébert y a su amigo Le Vigan, Céline llega a Berlín desde Baden-Baden y escribe a Paul Bonny: «Después de nuestra partida de Baño Baño hemos vivido una pesadilla, no bombardeos sino visiones. ¡Que pesadilla! Berlín embrujada hasta el suicidio. El lugar es irresistible. Cualquier cementerio, después de todo, es un lugar ameno, una carcajada en comparación con este horror increíble.»
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