Hay que combatir el relativismo, que aniquila la verdad
Imagino que habrá quien quiera alentarnos sobre los sinuosos laberintos relativistas en los que parece que nos adentramos. Lo cierto es que nada de lo anterior tiene que ver con el relativismo en su acepción corriente, nihilista, que niega toda posibilidad de la lucidez, o peor, la pervierte afirmando que ser lúcido es admitir que la verdad no existe. El relativismo es una apreciable vía metodológica y, a la vez, una conclusión mezquina: puede ser un faro, nunca un puerto.
Del hecho de que cada hijo de vecino pueda tener un punto de vista propio y el derecho de expresarlo, o que varias teorías compitan por explicar el funcionamento del universo, no se deduce que todas las perspectivas tengan el mismo valor. Tampoco vale de mucho el derecho a expresarse si uno no cumple su deber de pensar esforzadamente y se contenta con hacerse eco de esta o aquella consigna. Lo que hay detrás del bobo principio según el cual «todas las ideas son respetables», no es tolerancia, sino este pacto de no agresión lamentable: «No critiques mis ideas y a cambio yo no criticaré las tuyas»; el contrato fundacional de la necedad compartida.
El relativismo adquiere su aspecto más tramposo y mortífero cuando se disfraza de «respeto». Quien considera que el respeto comporta no refutar las ideas ajenas —ya que «todo es relativo»— comete un acto de insolidaridad y cobardía disfrazado de tolerancia. Hacer eso es negarse a arrimar el hombro en la aventura hacia la verdad, que consiste en la suma de las empresas individuales de todos. Lo llaman «tolerancia», pero quieren decir «cada uno a lo suyo y que nadie moleste a nadie», y sobre todo «equivalencia». Tolerar de veras es no forzar a nadie a cambiar de parecer, y permitir que ese parecer se exprese; de ningún modo supone igualar el valor de cuanto se dice. Mantener que «todo el mundo tiene razón a su manera» o que «todas las posturas tienen su carga de verdad» (¡la misma!) es una muestra de pereza intelectual, en ningún caso una expresión de respeto. Si nadie nos ha dado pie a aportar, puede que esté bien callarse. Pero una vez que el diálogo se ha abierto y siempre que se mantengan las formas, dejar intactos los argumentos ajenos es una conducta condescendiente y mediocre.
Una de las fuerzas que hay detrás del posmoderno auge del relativismo es el ansioso deseo de evitar todo compromiso. Queremos a nuestra disposición todas las opciones, que nuestras existencias emulen la variedad del consumo; queremos una vida a medida y no tener que mancharnos las manos por nadie. Para eso necesitamos que todo sea cierto, que es lo que esconde la afirmación de que nada es verdadero. El relativismo excusa de buscar la verdad; nos vende narcóticas ensoñaciones, como un complaciente camello.
Hay un relativismo cultural igualmente superado: no se sostiene que cada civilización sea un todo de sentido y que exclusivamente en función de sus contornos se ventile qué es o no valioso. El contexto es importante y no se puede ignorar, pero no lo es del todo. Cada cultura colorea la verdad a su manera, añadiendo sus acentos, y el propio acceso a la verdad está culturalmente condicionado. También hay, cómo negarlo, sociedades más cultivadas y otras más ignorantes, y no solo en términos científicos, sino también morales. No podemos mejorar el mundo si creemos que hay un derecho de los pueblos a permanecer ignorantes. Tienen el derecho de no ser violentados, que es muy distinto.
No hay solo desidia o moda tras el relativismo; también hay intereses. El relativismo es poder, porque permite redefinir la realidad a demanda. Si algunos intentan que creamos que cada voz, en cuanto a qué es real, vale lo mismo —llegando a decir, en el colmo del sarcasmo, que esta postura es «democrática»—, es porque les facilita sacar adelante su particular agenda. Cuando nada vale más que nada y la verdad sencillamente se vota, todo es juego de influencias y contraposición de fuerzas. Lo cierto es lo contrario. Como decía Henry Thoreau en Desobediencia civil, «cualquier hombre que esté más en lo justo que sus vecinos constituye ya, de por sí, una mayoría». La verdad es vinculante, de ahí el deseo de acabar con su posibilidad objetiva. Demasiada libertad: podría gripar la cadena de montaje de súbditos.
Que lo valioso tenga varias procedencias no quiere decir que esté en la misma cantidad en todas partes. En este sentido, hay que lamentar que el término «moralismo» haya pasado a utilizarse en nuestro tiempo con este significado: «Postura moral que otros defienden y a mí me disgusta». Hablando en propiedad, es «moralista» quien tiene la desagradable costumbre de señalar a los demás por motivos morales. Pero ahora se da dado un paso más y muchos entienden que enjuiciar no ya a las personas, sino los propios actos, es un signo de moralismo. Da igual cómo de bien o mal argumente que el aborto es inmoral: es usted un moralista, porque ya no se trata de no señalar a nadie, sino de no enjuiciar nada. Por supuesto, así cualquiera que se interese por el bien y el mal seriamente, ya sea un filósofo o quien quiera que hable o escriba sobre cómo marcha el mundo, pasa de inmediato a ser un moralista. Pero también, por cierto, quien llama a esa persona moralista: al hacerlo está señalando una conducta como impropia. Lo más gracioso que he escuchado llamar a quienes por ser personas moralmente serias defienden que hay principios morales mejores que otros es «supremacistas morales. Ha llegado tan lejos el relativismo que sostener, por ejemplo, que la gestación subrogada es inmoral (con razones) se asimila a «creerse superior moralmente». No obstante, la «superioridad moral» consiste en cancelar los debates morales bajo el pretexto de que lo propio, sin argumentar, vale más que lo ajeno; hoy se emplea la expresión más que nada para acallar al divergente.
Si hay verdad, bien que esta sea cuántica, no hay relativismo que valga; y si no hubiese verdad ¿cómo iba a existir la lucidez? Solo hay un relativismo admisible: el que niega la existencia de una verdad «absoluta» que no admite conversaciones ni dudas ni más estudio; en tales términos es un signo de salud intelectual y sentimental.
Paradigmas
Algunas ideas, creencias y teorías se arraciman componiendo paradigmas. Son marcos intelectuales y formas de pensar que condicionan vastas masas de razonamiento. Los paradigmas son incluso más difíciles de desafiar que las creencias, por su amplitud y porque a menudo se generan de una manera más lenta e imperceptible. Encuadran y enfocan, pero también aprisionan; tanto representan un apreciable punto de partida como pueden limitar el pensamiento. Cambiar de paradigma es desplazar la situación u orientación de una casa, llevársela, incluso, a otro barrio, lo cual implica un considerable esfuerzo.
Un ejemplo de paradigma de gran resistencia es el dualista, que Descartes elevó a su máxima expresión. Consiste en dividir la realidad en pares excluyentes: sujeto/objeto, emoción/razón, espíritu/materia. Los mitos han sido y son paradigmas muy capaces de condicionar lo que pensamos. Paradigmas como el evolucionismo cultural que alumbró Occidente (primitivos frente a civilizados) han determinado el curso de la historia. Etcétera.
No es casual que muchos paradigmas se sustenten en alguna forma de disyuntiva. En su continua necesidad de decidir, el ser humano no cesa de plantearse alternativas, y entre estas, el número más manejable es claramente el dos. Cuando esta inclinación se exagera, se cae en el maniqueísmo, que consiste no solo en ignorar sistemáticamente las opciones intermedias y quedarse con los dos polos extremos (blanco/negro), sino en que solo uno de ellos sea seriamente considerado.
Más allá de su contenido, hay paradigmas más o menos ricos, no hay estuches de rotuladores que tienen cuarenta y ocho colores, mientras otros tienen solo seis o un par de ellos. La variedad y calidad de nuestros paradigmas condicionan lo que pensamos y sentimos. Como escribe Ernst Friedrich Schumacher en Lo pequeño es hermoso, «la manera en que experimentamos el mundo depende mucho de la clase de ideas que llenan nuestras mentes. Si son insignificantes, débiles, superficiales o incoherentes, la vida parecerá insípida, aburrida, penosa y caótica».
Desde luego, todos pensamos desde paradigmas, pero además abundan los que solamente piensan dentro de ellos, esto es, sin abandonar jamás ese recuadro. Adscribirse a un paradigma acríticamente produce siempre pobres resultados. Induce a cierto provincianismo en el pensar, que se nota a la legua en cuanto el individuo abducido por el paradigma abre la boca. El hecho de haber cogido muchos vuelos y haber estado en muchos sitios no es garantía, en modo alguno, de que no se es un paleto mental. Tampoco hay por qué entregarse al exotismo, ni apostar en cada caso por el pensamiento más sofisticado; a veces abrazar la simplicidad es el mejor cambio de paradigma.
Padecemos un digital síndrome de Diógenes
«La información está toda en internet»; con esta simpleza suelen despachar muchos su veredicto sobre la relación entre educación y la Red de redes. Sí, internet está hasta arriba de información (verdaderas y falsas, ya que estamos). No, quien carece de conocimientos no sabe dónde buscar o a qué atenerse. De ningún modo aprender es recolectar información, sino comprender, para lo cual la Red por sí sola apenas sirve, y en demasiadas ocasiones es incluso un obstáculo.
La idea de que internet es una suerte de «biblioteca de Alejandría», es tan casposa que ya la desayunaba uno hace treinta años. Lo es solo en teoría, y en contadísimas ocasiones en la práctica. Hace falta estar muy ciego o esconder mezquinos intereses para seguir repitiendo esa mentira, que nos aleja de una imprescindible consideración crítica de la tecnología. Internet es una inmensa ciudad donde hay de todo: bibliotecas, sí, unas pocas, pero más que nada chillones letreros luminosos y pegajosos papeles atrapamoscas (sticky es el término técnico marketiniano para esa cualidad que explotan los videos de gatitos en YouTube y los reels de Instagram). Además de empresas, artistas y profesionales honestos, hay en internet abusadores, demagogos y descuideros.
Lo que más hay en internet es basura. Pero no basura como en las ciudades físicas y civilizadas, depositada en su sitio y clasificada como Dios manda, sino basura desparramada por todas partes, como en los lugares más pobres del mundo; uno sabe que lo son por cómo la mugre se fusiona con el paisaje. La antropóloga Mary Douglas dice que la suciedad es «materia fuera de lugar». Es una definición brillante que debería llevarnos a pensar cuántas suciedades nos circundan, y con cuánta ligereza culposa dejamos a los menores circular entre cascotes, desperdicios y hasta jeringuillas usadas. Las tabletas, los teléfonos «inteligentes», el resto de los dispositivos móviles: creemos que tenemos a los hijos en casa a salvo en sus cuartos o que nos acompañan en el restaurantes, pero ellos andan por descampados, esquivando cloacas o cayendo por sumideros.
Hay mucha, demasiada gente encantada con este estado de cosas, un mal que daña más a los inmaduros, pero del que desde luego no nos libramos los adultos. Hiperestimulados, estamos viviendo una verdadera pandemia de síndrome de Diógenes. «El síndrome de Diógenes» —nos cuenta la Wikipedia— «es un trastorno del comportamiento que se caracteriza por el total abandono personal y social, así como por el aislamiento voluntario en el propio hogar y la acumulación en él de grandes cantidades de basura y desperdicios domésticos». Acumulamos información y visionamos bajo la ilusión de que son «saber» y «experiencia», pero es solo entretenimiento, y casi siempre vulgar y digno de acabar enseguida en un basurero.
¿A qué responde el síndrome de Diógenes? Creo que a dos necesidades principales, que en realidad son la misma: protección y compañía. La persona enferma de este mal acumula desechos para levantar barricadas con las que protegerse del mundo, y también porque está tan sola que esas cosas que acumula las emplea —infructuosamente— para sentirse acompañada. Es, en definitiva, una respuesta patológica a la percepción de un mundo hostil y de un insondable vacío. Y en esos estamos, eso están creando estas aplicaciones: una hiperconexión que lleva a una hipovinculación, un simulacro de cercanía que nos aleja de la profundidad y el prójimo, negándonos el calor verdadero [...]
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