Robert Swindells (Calles frías)

ORDEN DEL DÍA 4

Son las siete de la tarde y éste ha sido un día de lo más satisfactorio, diría. El secreto de la victoria en cualquier campaña radica en la preparación y la planificación. Y yo he llevado a cabo una minuciosa planificación y ya he terminado todos los preparativos. He comprado un gato. Éste fue mi toque final. No soporto a esos empalagosos y espeluznantes animales, pero debo admitir que una casa adquiere cierto aire tranquilizador cuando en ella hay un gato. Su presencia habla de calidez, bienestar, placidez doméstica. Es imposible que un hombre que tenga un gato represente un peligro para alguien, ¿verdad?

Lo he bautizado con el nombre de Safo. Un toque de distinción éste, pues indica que su propietario posee cierto grado de erudición. Ni siquiera sé si el maldito bicho es macho o hembra, aunque no me interesa lo más mínimo. Lo importante es que un hombre con un perro llamado Safo va a dar un tipo de imagen especial, amable y algo académica. De él se puede esperar que sea vagamente consciente de que duerme calentito y cómodo mientras otros viven en pésimas condiciones. De él se puede esperar que sea vagamente consciente de que duerme calentito y cómodo mientras otros viven en pésimas condiciones. Así pues, Cobijo y Safo. Podría ser el titular de una serie de televisión, ¿no es cierto? Cobijo y Safo, también conocidos como «Lo Invencibles». Todo está listo. Ya puede comenzar el reclutamiento.

                                                                           ORDEN DEL DÍA 6

Es el momento de dar un breve discurso sobre el tema de la muerte. Me refiero a matar a seres humanos, a asesinar. ¿Para qué nos vamos a andar con rodeos?

Sí, así lo definirían si llegamos, cosa que no sucederá. «Asesinato: acción de matar deliberadamente a un ser humano por parte de otro ser humano». Pero, como ya sabéis, a mí me entrenaron para matar. Como soldado, mí función principal era matar, destruir —como queráis llamarlo— a aquellos congéneres humanos cuyas actividades resultaban desagradables a los que ostentaban el poder en mi país. Y es ahí donde surge la confusión. Es ahí donde la distinción resulta un poco borrosa. Si un soldado mata a los enemigos de su país, no es un asesino. No le meten en la cárcel por hacerlo. De hecho, si lo hace. bien, incluso le condecoran con una medalla. Entonces, ¿por qué voy a ser yo un asesino por el hecho de quitar de en medio a esos vagabundos drogados que están hundiendo el país? ¡Para nada soy un asesino! No tiene sentido. Soy un soldado de uniforme que mata para defender el país. El problema es que, como el país no aprueba este método, todo se convierte en un asunto oscuro y deshonroso. Tienes que ocultar lo que haces, y eso nos lleva a lo más dificultoso: DESHACERSE DEL CADÁVER.

Ya lo veis; los soldados —me refiero a los soldados de uniforme— no tienen este problema. No deben ocultar los cuerpos de sus víctimas. En realidad, lo que sucede es todo lo contrario. Los amontonan en hileras, los cuentan y sacan fotografías de ellos..., lo mismo que se hacía en las cacerías de faisanes. La única diferencia es que no se los comen. Los meten en una enorme fosa común y los queman; es es todo. Ningún problema. Todo el mundo sabe que los cadáveres están allí, y a nadie le importa. Pero si actúas con uniforme, como yo (es decir si eres lo que normalmente se llama un asesino), tienes que deshacerte del cuerpo, y eso se convierte en algo preocupante, porque —lo creáis o no—, ésa es, con mucho, la parte más dura del trabajo.

Matar es fácil, rematadamente fácil. Sobres todo si te has entrenado para ello, aunque, por supuesto, puede hacerlo cualquiera con firmeza. Pero casi todos los asesinos fracasan principalmente porque se lían a la hora de librarse del cadáver. Es un hecho constatado. 

Se ha probado de todo: baños de ácido, descuartizamientos, bloques de cemento, ríos profundos... Todo. Y la mayor parte de las veces no sirve de nada, porque tarde o temprano aparece el cuerpo (o parte de él) y se atrapa al asesino.

Eso no me pasará a mí. No, porque a diferencia de los denominados asesinatos, yo lo he planificado todo con antelación. Mi apartamento está en la planta b aja, y queda un espacio del útil, de hecho bastante amplio, debajo de los tablones del suelo. Está muy bien ventilado —basta con introducir la mano y se nota na corriente de aire—, así que se conservará fresquito hasta en los días más calurosos de verano. Eso es lo importante. No voy a entrar en detalles porque no se trata de un tema muy agradable. Baste decir que los cadáveres metidos en un lugar cálido delatan su presencia al cabo de uno o dos días. Así pues, yo cuento con este lugar —me gusta llamarlo «frigorífico empotrado», y ahí es donde está ahora nuestro amiguito de anoche. Como ya he dicho, no siente el frío, ni tiene que acurrucarse en el portal de nadie. Todo está mucho más limpio y ordenado, ¿no creéis?


ORDEN DEL DÍA 7

Es como lanzarse en paracaídas. Superas el primer salto y se convierte es una rutina; pero no debes confiarte. Revisa todas las veces el equipo. Sigue todos los pasos, no omita nada. No caigas en una trampa.

Hay una trampa en la que suelen caer los asesinos en serie, y es la del modelo único. Siempre hay algo igual en todos sus asesinatos, y eso es lo que indica que los está cometiendo la misma persona, además de dar datos sobre el asesino a la policía. Por ejemplo, si todas las víctimas son mexicanas, saben que lo más seguro es que tengan que buscar a un tipo que odia a los mexicanos. Si todos los cadáveres aparecen en estaciones de metro, deberán ir tras alguien normalmente deambula por allí. Eso es una trampa, ¿lo veis? Una trampa que se fabrica el propio asesino porque reduce el campo de investigación. 

Debo tener un cuidado extremo en este punto. No puedo contribuir a crear un modelo porque todos mis clientes sean vagabundos. Y lo van a ser. Por supuesto, no van a encontrar los cadáveres, ni en estaciones de metro ni en ningún lugar. No soy tan tonto. Pero hay que tener en cuenta el inevitable modelo, así que he de crear la mayor variedad posible sin traspasar los límites de la tarea que se me ha encomendado.

El caso de anoche fue distinto al de su predecesor en varios aspectos. Uno de ellos es que m i cliente era mujer. No la elegí porque me gusten las mujeres, o porque las odie. De hecho, tanto puedo tomarlas como dejarlas. Si la elegí fue porque el último era varón, eso es todo. Y tampoco fui a buscarla al metro de Camden, porque eso sería repetir el modelo, sino que di un rodeo hasta Picccadilly Circus y luego busqué por el Soho, hasta que la vi salir del Regent Palace. Estaba muy sucia. Se le veía la roña del cuello desde la otra acera, pero allí estaba ella, saliendo del hotel como una maldita duquesa o algo así. Por supuesto, se había colado para utilizar los aseos, aunque no me explico cómo pudo burlar el sistema de seguridad. El caso es que dejé que anduviera un poco más antes de darle unos toquecitos en el hombro [...]


ORDEN DEL DÍA 7

Un tipo llamó noche a mi puerta, a las diez en punto. No me preocupó. Cuando uno tiene controlada la situación, no hay nada de que preocuparse. Un vistazo rápido entre los pliegues de la cortina me permitió ver a un hombre bajito de unos cuarenta y cinco años. Estaba demasiado oscuro como para poder figurarme en sus rasgos, pero había algo en su forma d moverse que me decía que se hallaba muy alterado, así que me pareció que lo mejor era no revelar mi posición. Nunca enciendo una luz fuerte por las noches. Mi lámpara de mesa funciona con una bombilla de sesenta vatios, y desde fuera, con las cortinas echadas, no se ve ninguna luz. Lo sé porque lo he comprobado. Hay que comprobar todo siempre, ésa es mi regla de oro. Así pus, me agaché y esperé. Toco el timbre dos veces más, y luego se marchó. No sé quién era ni lo que quería, pero mi instinto me advirtió que podía ser pariente de uno de mis reclutas. Es posible que me equivoque, pero normalmente mi instinto funciona muy bien, por lo que debo tener un especial cuidado en los próximos días. 
Y juro que lo tendré. 

Antonio Cascón Dorado (Lecciones de estoicismo) Amor, felicidad, riqueza, muerte... Las grandes enseñanzas de la filosofía antigua

AUTOANÁLISIS Y DOMINIO DE SÍ MISMO

Uno de los aspectos que más llaman la atención cuando leemos a los estoicos son sus conocimientos de psicología. Ya hemos apuntado alguno. Como en otros ámbitos, llegaron más lejos que otras escuelas. Percibimos una gran preocupación por las enfermedades del ánimo, así como notables observaciones sobre sus posibles terapias. El primer hallazgo es la existencia de una salud del espíritu que es preciso cuidar: «Teníamos conocimiento de la salud del cuerpo, por ella hemos deducido que existe también la salud propia del alma».

Leyendo a Séneca, tenemos la impresión de que intuía la existencia del subconsciente. Por ejemplo, cuando nos habla de las inquietudes nocturnas. El filósofo, liberado de las pasiones que agitan el alma, aunque esté rodeado de un inmenso alboroto, se refugia en sí mismo y se aísla del ruido externo. Sin embargo, el rico propietario que ordena el silencio absoluto en su hacienda es incapaz de conciliar el sueño: «Se revuelve de un lado a otro tratando de conseguir un ligero sueño que ataje sus inquietudes, y se lamenta de haber oído lo que en realidad no oye». En otra epístola, Séneca, endurecido en los vicios, que pretende enmendarse recibiendo instrucción filosófica. Lucilio le asegura que desea eliminar sus vicios y Séneca responde: «No lo creas. No digo que te engañe: él cree que lo desea».

Cualquier psicólogo señalaría al subconsciente como causante de que el rico hacendado oiga sonidos inexistentes y de que el vicioso amigo de Lucilio crea desear lo que en realidad no quiere. Pero no fue Séneca, sino Freud quien le puso nombres y quien intentó desarrollar adecuadamente las consecuencias individuales y sociales de un hallazgo tan decisivo. La sociedad reaccionó airada contra tal hallazgo, asustada de las consecuencias que podría acarrear, y negó la existencia del subconsciente hasta donde pudo. Solo en casos extremos, digamos terapéuticos, se admite, cuando en realidad condiciona absolutamente el comportamiento individual y social. 

Si seguimos leyendo las cartas de Séneca, encontraremos otros aciertos singulares. Por ejemplo, cuando advierte a su interlocutor sobre la imposibilidad de controlar las reacciones instintivas. Ni siquiera los más sabios pueden conseguirlo porque tales reacciones escapan al domino de la razón. Hasta el más virtuoso «se estremece ante lo imprevisto. Esto no responde al temor, sino a una sensación natural que la razón no puede controlar». O cuando descubre el comportamiento habitual de un colérico: «Observa y verás», escribe a Lucilio, «cómo los mimos individuos que ríen con gran satisfacción, en breves instantes rabian con gran violencia». O cuando defiende que la adversidad nos hace más sensatos, porque «la buena suerte y la cordura» en muchas ocasiones no se llevan bien. 

También encontramos en Epicteto un pasaje interesante cuando se refiere a los efectos que las personas están dispuestas a confesar: «Nadie reconocerá que es un insensato. Los tímidos reconocen que lo son; nadie reconocerá ser incontinente ni injusto». Están dispuestos a confesar aquello que imaginan es involuntario; pueden declararse celosos, «pero la injusticia jamás se la imaginan involuntaria». Se divierte Epicteto presentado la incongruencia humana. Y como siempre, apunta al daño que hacen las costumbres sociales, que impiden ver la realidad.    

CONTRA LA RIQUEZA, CONTRA EL PODER Y LA FAMA

Uno de los tópicos más repetidos en las obras de los escritores grecolatinos es el rechazo a la avaricia, tanto como las agrias críticas contra vanidosos y soberbios. Es evidente que, en estos puntos, las doctrinas casi coincidentes de las distintas escuelas filosóficas consiguieron calar en la conciencia de muchos escritores notables de la Antigüedad. No parece, sin embargo, que el singular esfuerzo conjunto de literatos y filósofos tuviera éxito popular excesivamente relevante. La sociedad romana en la que transcurrió la existencia de nuestros filósofos vivía, como la nuestra, «enganchada» al deseo de dinero, gloria, poder y fama.

Epicteto estaba convencido de que era imposible que los no iniciados en estudios filosóficos fueran capaces de comprender las razones que desaconsejaban el afán de tales cosas. Desde su nacimiento, el romano corriente recibía el mismo mensaje nítido y machacón que reciben nuestros hijos: había que ser tan influyente e ilustre cuanto se pudiera. De poco iba a servir el curso estoico, empeñado a su vez en demostrar que tales cosas no son bienes ni males.

EL RECHAZO DE LAA CODICIA Y DE LA AMBICIÓN

El más rico es el que no necesita nada

Epicteto exhortaba a sus discípulos a no desear lo que no tenían, que supieran rechazar el deseo de poseer lo que la fortuna no había tenido a bien concederles. Iba, incluso, un poco más allá: cuando una cosa nos era arrebatada, teníamos que devolverla con facilidad, agradecidos por el tiempo que la había usado. El deseo de riquezas y honores era propio de una mentalidad ineducada e infantil. En sus Disertaciones, compara, como ya vimos, la actitud de los adultos que se afanan por ocupar cargos con la de los niños que pelean por la nueces que se arrojaban en las celebraciones. 

Con tono burlón que caracteriza en ocasiones su discurso, narra a sus discípulos una anécdota que vivió en casa de su amo, Epafrodito. Un amigo de aquel se abrazó a sus rodillas suplicante, diciendo que estaba en la miseria porque «solo» le quedaban un millón y medio de sestercios, suma importante en aquellos tiempos. Epafrodito, en lugar de reír como lo hicieron los alumnos del filósofo, mostró su consternación por el amigo con estas palabras: «Pobre, ¿cómo te lo callabas?, ¿cómo lo soportabas?

Existen en todos los filósofos un cierto empeño en demostrar que no es pobre el que tiene poco, sino aquel que no se conforma y siempre ambiciona más. Para Musonio, la cuestión es controlar la ambición, no envilecerse con el dinero y «habituarse a necesitar poco». Para Séneca, el codicioso es un «alma enferma». Séneca, traslada una cita de Epicuro al respecto: «Para muchos haber adquirido riquezas no constituye el fin de la miseria, sino un cambio en ella». El avaro seguirá con su enfermedad, porque la codicia no surge para saciar una necesidad. De qué sirve acumular muchos dormitorios, si al final dormitorios en un solo. «No es vuestro el aposento en el que no habitáis», escribe Séneca a Lucilio.

El filósofo de Córdoba estaba convencido de que, en tiempos remotos, la concordia entre los hombres hacía posible encontrar a un pobre dentro del linaje humano. Fueron la avaricia y la ambición las que quebraron la solidaridad entre los hombres y las causantes de la pobreza. Pensaba Séneca que la codicia había provocado la disolución social e incluso convirtió en pobres a los más ricos, «pues dejaron de poseerlo todo al quererlo poseer como un bien particular».

Séneca parece apuntar a la necesidad inherente al ser humano de compartir. Algo que normalmente suele verse como un acto solidario o generoso, pero que quizá responda más a un sentimiento propio de nuestra esencia, si es verdad como pensaban los estoicos, que los hombres somos tan sociables como las abejas. Necesitamos compartir los buenos y los malos momentos y también nuestras posesiones. Quien deja de compartir castiga a los demás y se castiga a sí mismo.

El oro, la plata y el hierro arruinaron la concordia entre los hombres: metales ocultos a nuestra vista, escondidos en lugares recónditos. Un aviso de la naturaleza, indicando que sería peligroso confiárnoslos. La naturaleza puso a la vista de todos los paisajes hermosos, pero ocultó «el oro y la planta y también el hierro, que a causa de los dos primeros nunca tare paz». Parece algo más que una inteligente metáfora de Séneca, pero de nada sirvieron en su tiempo sus observaciones y todavía seguimos sin «avergonzarnos en tener en el máximo aprecio aquellos objetos que se hallaban en el lugar más bao de la tierra. En nuestros días, hemos añadido al oro y la plata, el ansioso petróleo, también oculto en los más profundo de la tierra, causa de conflictos y ruina del equilibrio ecológico. 

Escribe Séneca que la avaricia es un castigo en sí mismo; que el avaro sufre por el hecho de tener tal condición. « ¡Cuántas lágrimas!, ¡cuánta fatiga exige!» En contra de lo que pueda parecer, en numerosas ocasiones acumular ganancias puede ser el origen de nuestras desgracias. Entre los fragmentos de Musonio conservamos una anécdota reveladora en tal sentido. Al parecer el filósofo mandó que dieran mil monedas a un mendigo, de esos que se hacían pasar por filósofos. Sus discípulos le advirtieron de que se trataba de un impostor, «que no merecía nada bueno», aseguraban. Cuenta que Musonio digo sonriendo: «Entonces merece dinero». 

También se repite a lo largo del epistolado de Séneca los denuestos contra los ambiciosos, como Alejandro Magno, que «después de vencer  Darío y a los indos, se siente pobres. Busca tierras que conquistar, explora mares desconocidos». Sin embargo, como hemos comentado más arriba, en el mundo actual la ambición goza de buen cartel. Podríamos decir que los ambiciosos han sido un poco más allá: se esfuerzan en convertir en virtud lo que, sin duda, es un defecto. Es otra enfermedad, como la avaricia, porque el que posee mucho ambiciona más y nunca tiene lo suficiente.

Ya hemos hablado de Demetrio el cínico, el maestro de Séneca que daba sus charlas en una cueva. En una de sus cartas a Lucilio dice que es la compañía de este filósofo la que más le reconforta y con quien prefiere conversar. Gracias a él, a su discurso y a su ejemplo, Séneca pudo constatar que «para llegar a las riquezas el camino más corto es el menosprecio de ellas». A Demetrio nada le faltaba, porque despreciaba los bienes materiales. En realidad, pensaba que tales bienes son los que nos encadenan y esclavizan y que a cambio de conseguirlos entregamos gratuitamente nuestra libertad. Demetrio era un hombre verdaderamente libre, mucho más libre que el propio Séneca. Quizá por eso le admiraba tanto. 

Una de las señas de identidad de la filosofía cínica es la renuncia a la propiedad. Recuerda Séneca la máxima de Estilpón: «llevo conmigo todos mis bienes», máxima atribuida a distintos filósofos y literatos. Recuerdo ahora una fábula de Babrio, «El caminante y la perra», que parece aludir al filósofo cínico que viajaba de pueblo en pueblo predicando su doctrina, con la barba y el manto corto y, en ocasiones, acompañado de un perro. En el relato de Babrio el caminante le dice a la perra que prepare sus cosas porque van a ponerse en camino y esta le responde: «yo ya tengo todo; eres tú el que estás tardando». Al perro, como al filósofo cínico, no le hace falta nada para emprender la marcha. Todo lo lleva consigo.


VIAJAR Y ANDAR EXTRAVIADO

Lección: Los viajes no nos hacen siempre mejores

En evidente que cuesta manejar con alguna sabiduría los momentos de nuestra vida y que nuestro paso por ella está marcado por una más que evidente irreflexión. Tampoco somos demasiado hábiles en lo que se refiere al manejo del espacio. Es espíritu nacionalista nos domina y en cualquier ciudadano del mundo cala con facilidad el orgullo patriótico que las autoridades nos inculcan. Nada queda de esa ciudadanía que preconizaba Sócrates y sus seguidores.

Paradójicamente, frente a ese sentimiento patriótico se ha extendido en la sociedad occidental una extraña pasón viajera. Dentro de las ilusiones y esperanzas que dominan nuestra existencia, los proyectos de viaje se han convertido en el summum de los deseos. Esa pasión viajera ya en tiempos de Séneca, afectaba, claro está, a las clases más acomodadas que podían permitirse un lujo semejante, y el sabio de Córdoba se pronuncia en contra de ella en sus Epístolas. Me pregunto qué opinaría de los que ocurre hoy en nuestra sociedad, sobre todo, en la española. Tengo la impresión de que muchas personas a mi alrededor viven para viajar. Como suele ocurrir, la pasión por los viajes y la aventura surge como un capricho burgués de personas más o menos aburridas y, luego, con una propaganda bien administrada, se va extendiendo al resto de la población.

Es curioso observar cómo la aventura, el carácter imprevisible de cualquier viaje, ha desaparecido. No es que en el transcurso del viaje dejen de ocurrir circunstancias positivas y negativas, es más bien que el viajero, que normalmente ha hecho una inversión efectiva y económica de gran tamaño, no puede permitirse el fracaso. El factor sorpresa ha sido suprimido y todos los viajes son maravillosos por decisión de cada usuario. Este fenómeno tan absurdo es, desde luego, propio de nuestros tiempos y está en consonancia con ellos. Basta con repetir un mensaje para que este cale en las masas. Sa trata de suprimir la crítica y hacer ver que tenemos el mejor estado de cosas y que la alternativa no es posible. Lo qué sí parecía existir ya en tiempos de Séneca era un cierto escapismo de ciudadanos que creían encontrar en el viaje una solución a sus problemas reales. Otra forma de estar atareado para no hacer frente a lo que nos enoja o entristece. En varios pasajes de su obra Séneca denuncia este comportamiento. «El viaje dará a conocer pueblos, te mostrará montes y extrañas figuras. No te hará ni más bueno ni más sabio». La misión esencial del ser humano es conocer lo honesto, distinguir qué es lo necesario y lo superfluo, mientras ignoremos esto ir a cualquier lugar «no será viajar sino andar extraviado».

En realidad Séneca pensaba que viajar constantemente es un síntoma de desvarío espiritual: «Estimula la inconstancia del ánimo que se halla muy enfermo y lo vuelve más inestable y ligero». El problema fundamental del que viaja es que lleva consigo sus pasiones y sus vicios y, por tanto, «andar de acá para allá no aportará ayuda alguna». Concluye Séneca el pasaje con su habitual ironía: «Para el enfermo hay que buscar un médico, no un país». Imagino que las reflexiones de Séneca sobre los viajes tuvieron escaso éxito en su tiempo y hoy, en nuestro mundo, tendría mucho menos. Al fin y al cabo, viajar no es más que otra tarea, una forma de pasar el tiempo para evadirse de la realidad, solo que en este caso lo hacemos ocupando, además del tiempo, nuevos espacios. 

Juan Arnau (Ortega contra el racionalismo)

[...] La patología de la democracia consiste en su reclamo de la igualdad no solo ante la ley, sino también ante todo lo demás. En 1920, Ortega inicia la serie de artículos que integrarán La España invertebrada. El problema más grave del país no es el particularismo de las regiones, sino el particularismo de las clases y las instituciones. El futuro se presenta incierto. La tensión entre «la vieja y la nueva política» pervive. Urge una transformación radical del país. Ortega defiende el parlamentarismo. En 1922 muere su padre. Inicia entonces con Urgoiti un nuevo proyecto editorial: Calpe (Compañía Anónima de Publicaciones y Ediciones). Con el tiempo se asociará con la catalana Espasa para constituir Espasa Calpe, que se convertirá en una de las editoriales de referencia en España. 


TERCER MOVIMIENTO: EL TEMA DE NUESTRO TIEMPO, HACIA UNA FILOSOFÍA PROPIA.

Puesto que España carece de una sociedad, hay que crearla. La Revista de Occidente, pretende contribuir a ello. Ortega permanecerá ligado a esta publicación desde su creación, en 1922, hasta el comienzo de la Guerra Civil. Ortega es el director y su hermano Manuel lleva la contabilidad. Dos de sus discípulos ejercen de editores. La revista pone un poco de orden a la incesante producción, algo católica, del filósofo. Alrededor de la publicación se organiza una tertulia por las mañanas, antes de comer, mientras que por las tardes, poco antes de la cena, un grupo de amigos y allegados se reúnen con el filósofo, que disfruta de esas veladas. Las necesita. 

La visita de Einstein a Madrid en 1923, viene precedida del encuentro del físico alemán con los líderes del socialismo y el anarquismo barcelonés. En Madrid es recibido en el salón de ilustres de la marquesa de Villavieja. Ortega asiste a una primera conferencia en la Facultad de Ciencias, traduce otra en la Residencia de Estudiantes. La célebre institución recibirá a otros intelectuales como Paul Valéry, Max Jacob, Leo Frobenius, Paul Claudel y Madame Curie. Acompaña a Einstein a Toledo, en un viaje en el que intentan eludir el acoso de la presa. A Ortega le impresiona la reacción de Einstein ante El entierro del conde de Orgaz; o mejor, la falta de ella. Le parece un hombre demasiado circunscrito a su ciencia, sin recursos para otra cosa que no sea su violín o la física-matemática. Conversan mucho, le sorprende el desaliño del alemán y su falta de mundanidad. Elogia su física, que contiene el germen de una nueva cultura. Como veremos más adelante, Ortega es más relativista que Einstein, que vive todavía en un realismo platónico de corte medieval. Para Ortega, con Einstein, la razón pura de Descartes y Kant ha quedado reducida a lo que es: una razón instrumental, sin más. Einstein no entenderá la trascendencia filosófica de su propia teoría. Por dos motivos: porque era una racionalidad al estilo de Spinoza y porque apenas sabía filosofía (una disciplina que menosprecia).

[...] La filosofía no puede desdeñar la metáfora, pues esta es la que hace avanzar al conocimiento. Lo desconocido, lo inédito y abstracto, debe interpretarse a la luz de lo conocido. Esa es la función cognitiva de la metáfora, y Ortega es un maestro en encontrar las más luminosas. Lo que Josep Pla logra con los adjetivos él lo consigue con las metáforas. Frente a la razón pura, la razón vital: ese es el tema esencial del libro. Todavía no ha aparecido otro de sus conceptos clave, la «razón histórica». La idea fundamental de este breve tratado es el perspectivismo. La vida y el conocimiento se dan siempre en perspectiva. La verdad es una, mientras que las perspectivas son múltiples. Cada vida es un órgano insustituible para la conquista de la verdad. «La razón pura debe ceder su imperio a la razón vital». La realidad radical es la vida humana. No se atreve a exponer todo lo que piensa. Teme que lo acuden de relativista. Lo que llamamos «cultura» siempre nace de un sujeto, de una perspectiva particular, de un ángulo circunstancial de la vida. No por ello hay que renunciar a la razón. La razón es una herramienta indispensable del conocimiento. Y nos dice que este debe pegarse a la vida. Ortega no tarda en matar al padre. «Los únicos reaccionarios que verdaderamente estorban son los neokantianos. Kant ha sido durante una década su casa y su prisión; por fin la logrado escapar. Se distancia de los profesores de su juventud. «La vida es tan rica en situaciones que no cabe encerrarla dentro de un único perfil moral». Ya puede volar solo. 

En el otoño de 1923, Alfonso XIII acepta la dimisión del Gobierno constitucional de García Prieto y le encarga a Miguel Primo de Rivera la formación de un Gobierno militar. El dictador presenta su régimen como provisional y purgativo. Urgoiti y Ortega ven con buenos ojos la renovación del poder político, creen que puede dar un golpe de gracia a la vieja política y abrir un nuevo período liberal. El Sol inicia una campaña para educar al nuevo Gobierno militar. A pesar de la condescendencia inicial, las críticas de Ortega a la dictadura son rotundas. El nuevo Gobierno debe acabar con la vieja política y el caciquismo. Unamuno es más contundente en su oposición a Primo de Rivera y sufre por ello la persecución y el destierro a Fuerteventura; después huye y se exilia en Francia. Ortega recibe críticas tanto de la derecha como de la izquierda. Las encaja deportivamente, como síntoma de que se halla en el buen camino. 
La Sierra de Guadarrama es para Ortega lugar de retiro y fuente de inspiración. El filósofo ronda los cuarenta. Ha cogido unos kilos y su aspecto responde a una mezcla de labrador y senador romano. El rostro arrugado, lleno de surcos; la amplia calvicie sobre unos ojos claros y penetrantes. Parece mayor de lo que es. La sonrisa y la carcajada son en él frecuentes. Hay fotos deliciosas que lo muestran serio y pícaro al mismo tiempo. En especial una con Heidegger donde se aprecia la vitalidad honesta del madrileño y la mirada ladina del alemán. Se aficiona al cine mudo y a los automóviles. Se relaciona con la aristocracia. En ocasiones cede al esnobismo, aunque no juega al golf y dice evitar los salones. Mantiene una relación estrecha con el duque de Alba; intercambian libros, cartas, conversan y salen juntos de excursión. Es coqueto com las mujeres, pero al mismo tiempo, un gran promotor de su educación. Se declara pésimo lector de novelas, porque no tiene paciencia.

Arnau, Juan (Historia de la imaginación)

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