David Rieff (Deseo y Destino) Lo woke, el ocaso de la cultura y la victoria de lo kitsch

El novelista y crítico Ryan Ruby escribió en X que «lo históricamente característico de los ultrarricos actuales, en cuanto a clase, es que no manifiestan ningún interés en la alta cultura, y mucho menos en la literatura. Las circunstancias han empeorado tanto que el gusto ya no es necesario para legitimar la riqueza o para distinguir a los ultrarricos de los posibles competidores». Esta impresión de que actualmente ya no es preciso ser patrono de la alta cultura y de que, de hecho, tal cosa puede crear un obstáculo para la legitimación social que los mecenas y los patrocinadores corporativos habían tratado de acreditar hasta ahora por medio de la filantropía, explica el desamparo (y a veces incluso el repudio) de la alta cultura por parte de la clase donante de modo mucho más convincente que las teorías conspirativas de la derecha sobre el secuestro de la cultura por parte de lo woke y la teoría crítica de la raza, etcétera, o que el triunfalismo de los burócratas de la nueva dispensa cultural que creen haber arrebatado a la antigua élite sus cotos dominantes y que por fin los están abriendo a los marginados y excluidos. En realidad, la «justicia social» de la crítica cultural estaba empujando a una puerta ya entornada. Ryan Ruby también ofrece de ello una explicación esclarecedora. Para los ultrarricos, escribe, «la profundidad y el refinamiento son un pasivo, ya que el mantenimiento de su posición de clase depende de hacerse con el Estado, lo que a su vez impone no enemistarse con demasiada gente». Se puede establecer aquí una analogía con el cambio de código en la vestimenta de los aristócratas europeos a comienzos del siglo XIX. Previamente, la magnificencia había sido el sello distintivo del atuendo aristocrático masculino (y, con el auge de la burguesía, de los que querían copiar los hábitos de la aristocracia). Pero a partir de la Regencia en Inglaterra, la magnificencia dio paso a un atuendo en extremo sobrio, generalmente de tonos oscuros, que se extendió rápidamente por Europa. 

Por supuesto, ello también era un distintivo de clase. Se debían conocer los códigos para entender por qué un abrigo negro distinguía como aristócrata y uno diferente identificaba como comerciante. El distintivo sartorial del aristócrata paso de ser exotérico —es decir, las sedas, pieles, joyas, etcétera, visibles para todos— a ser esotérico —es decir, visible solo para aquellos que no conocen el secreto—. Actualmente, por supuesto, ocurre todo lo contrario, pues los ricos visten cada vez más informalmente, como si todo atisbo de magnificencia —siguiendo el argumento de Ruby— distanciara demasiado a la gente. Una versión extrema se halla en el ámbito de la tecnología, donde las camisetas y las zapatillas deportivas son virtualmente el uniforme (aunque los pantalones cortos à la Sam Bankman-Fried sigue siendo todavía una rareza, por fortuna) entre los multimillonarios. Pero la creciente tendencia entre los financieros de Wall Street de no llevar corbata, señal de por sí de la relajación general de los códigos de atuendo entre los ricos y la alta burguesía (incluida la clase política, sobre todo en Europa, que sigue su ejemplo) indica que los distintivos obvios de la vestimenta ya no son necesarios y, al igual que el interés por la alta cultura, resultan chocantes para demasiadas personas [...]

--------------------------------------------------------

Aun que resultó realmente profético, a diferencia de 1984 de Orwell (salvo por el importante concepto de la neolengua), Huxley, no previó en Un mundo feliz que semejante homogeneización radical pudiera producirse mientras se arropaba en la botarga de la individualidad o, dicho de otro modo, que la conformidad pudiera alcanzarse con igual fortuna por medio del fetichismo de la autenticidad así como por su represión. Cuando escribió que «un Estado totalitario en verdad eficiente sería aquel en que un todopoderoso ejecutivo de dirigentes políticos y su tropa de administradores dominaran a una población de esclavos que no precisan de coacción, pues les encanta la servidumbre», parece haber imaginado que, si las personas no podían ser condicionadas a ser «felices como ya son», se rebelarían. Pero especulaba empleando demasiados binomios —servidumbre o rebelión, deseo o destino—, imaginando que el uno excluía al otro, y que la rebelión no podía ser la manera en que actualmente vivimos nuestra certidumbre y la sensación de que somos capaces de satisfacer todos nuestros deseos al igual que vivimos la tragedia de nuestro destino.

En el fondo, se excluyen mutuamente, en efecto, pero no en el sentido mecánico que imaginó Huxley. Un mundo feliz es, explícitamente, un libro «fordista», al punto de que, en su sociedad imaginada, el tiempo histórico comienza d. F. (después de Ford) en lugar de d. C. (después de Cristo). Todos somos, al menos, hasta un límite, prisioneros de nuestra propia época, y no se puede criticar con justicia a Huxley por imaginar que el modelo más acabado de una sociedad capitalista es el de la cadena de montaje fordista, cuya eficiencia depende de la tipificación y la voluntad de conformidad. Pero, visto desde el horizonte de 2024, el fordismo fue una etapa entre otras en la historia del capitalismo, y no su culminación, sin duda, al igual que probablemente la presente etapa tampoco lo sea, a pesar de todas las ilusiones entre los progresistas de que esta es la «era del capitalismo tardío». Pero lo que sí sabemos con certeza sobre el capitalismo contemporáneo es que se debe más a la idea de destrucción creativa de Schumpeter que al estado estable en que se apoyó el fordismo. Lo cual supone que nuestra conformidad, nuestra disciplina social para que sus integrantes se reconcilien con el destino, es muy diferente de la disciplina que concibió Huxley.

Porque nuestro capitalismo es el de una casi infinita segmentación de mercado, la cual, por supuesto, es la razón por la que el progresismo identitario contemporáneo de la clase profesional y gerencial en Occidente —sobre todo en la anglosfera (cuya hegemonía política podrá no ser lo que era, pero cuya supremacía cultural es tan hegemónica como siempre)— encaja cabalmente en este sistema económico, dado que una infinita diversidad, al menos en potencia, de nuevas identidades supone una cantidad potencialmente infinita de nuevos productos. Ya que la fabricación de deseos ha demostrado una rentabilidad mucho mayor que la fabricación de automóviles —¿y qué otra cosa es la revolución tecnológica, sino la fabricación de deseos?—, lo que menos necesita el capitalismo del siglo XXI es volver al mundo de la cadena de montaje fordista. Huxley imaginó que, a la postre, habría que disuadir a los seres humanos de satisfacer sus deseos e intereses personales a fin de mantener el orden social. Pero, al fin de mantener nuestro mundo, se precisa de persuasión para convencerlos de que dichos deseos los distinguen singularmente, en lugar de volverlos emblemas de la nueva conformidad en el simulacro. 

Lo cual implica que el capitalismo contemporáneo sea menos dependiente de la obtención del consentimiento condicionando a las personas no solo a aceptar, sino a complacerse en su destino. Es que más bien nuestro condicionamiento depende de una droga distinta al soma de Huxley, e implica el cultivo de la inestabilidad en lugar de la estabilidad. Dicha inestabilidad puede no parecer pacificadora (o esclavizante), aunque, en realidad, eso sea precisamente, pues confunde la impresión de que se goza de la libertad de determinar el propio destino con la realidad de que efectivamente eso es lo que uno está haciendo. La brecha entre la manera en que los usuarios perciben las redes sociales y la manera como las perciben sus propietarios es el ejemplo paradigmático de ello. Porque, cuando alguien sube un video a Tik Tok publica algo en Instagram o tuitea en X, tiene la predominante impresión de que la libertad es plena para decir lo que quiera, Y así es en la superficie. A pesar de todo lo que se diga sobre la censura a las opiniones de determinadas personas, ya sea por la derecha en X o por la izquierda de Google, lo cierto es que la censura afecta a un porcentaje mínimo de usuarios de las redes sociales. Pero en un plano más profundo, todas estas expresiones sirven para enriquecer a los oligarcas que controlan las redes sociales y a robustecer continuamente el sistema económico que sirve a sus intereses (insisto, esta es la razón por la que la política identitaria ha sido asimilada con una facilidad que la política de clase nunca habría podido alcanzar).

Legados a este punto, es relevante el viejo chiste de que el mayor logro del diablo fue convencer a la gente de que no existía. Porque parece poco probable que nuestros señores feudales tecnológicos hubiesen podido ejercer el aplastante grado de hegemonía actual de no ser por el hecho de que sus plataformas ofrecen a los usuarios un simulacro de emancipación, un contexto presuntamente incomparable para la expresión del individuo y, en el contexto identitario, la definición propia. Huxley sostenía que habría que darle a la gente el equivalente farmacológico de pan y circo. Pero las redes sociales son un compuesto mucho más adictivo, pues, por medio de ellas, hemos logrado lo que parecía imposible en los anales de la esclavitud: convertirnos en nuestro propio pan y circo. 

Jeroni Miguel (Vivir el humanismo hoy) Otra forma de pensar y de sentir la vida

 INTRODUCCIÓN

El humanismo fue un movimiento de renovación intelectual que tuvo lugar en Italia entre los siglos XIV y XVI, que se extendió desde esta última centuria por todo el continente europeo y que influyó en los más diversos ámbitos del saber. Esta nueva filosofía de vida supuso un hito importantísimo no solo en la historia de la cultura, sino también en la evolución del pensamiento moderno. El humanismo, además, dio origen a una nueva forma de conocimiento, a un nuevo estilo de vida, a un cambio de mentalidad en la interpretación del mundo y en el modo de aplicar ese saber a la práctica diaria. Se trataba de una cultura completa ligada al ser humano, al que se consideraba capaz de perfeccionarse y de desempeñar un papel activo en la sociedad. Para ello, se ponía especial énfasis en su formación y en el desarrollo de todas sus facultades, buscando el equilibrio entre el cuerpo y la mente. Más importante que las cualidades innatas del individuo era su esfuerzo en cada obra o actividad que emprendiera. 

En esta época entra en su ocaso el teocentrismo —la vieja idea medieval que ponía a Dios en el centro del universo—, dando paso al antropocentrismo, que otorga al hombre el derecho a ocupar ese lugar. Este nuevo concepto fue capital para la aparición de las extraordinarias singularidades que encontramos en estos tres siglos: figuras que atesoraban conocimientos en las más diversas disciplinas y que se convirtieron en poseedoras de una sabiduría universal, como por ejemplo Leonardo da Vinci (1452-1519). En tal contexto, se les atribuía un gran valor a la educación. Hay que precisar que, en un. principio, dada la estructura social de la época, a ella tenían acceso únicamente las familias de las clases altas, que podían pagar a sus propios preceptores. Más tarde, a medida que las ideas humanistas fueron propagándose y llegando a los programas de estudio de las escuelas privadas o de las universidades, jóvenes de la clase media, como por ejemplo los hijos de los comerciantes, pudieron incorporarse también a estos saberes.

En cualquier caso, la aspiración pedagógica del humanismo se encaminaba a preparar a las personas con el objetivo de que adquirieran no solo unos determinados conocimientos, sino también de que aprendieran a vivir, a ser ciudadanos del mundo que participaban activamente en él. Por este motivo, era relevante que esta educación llegara al mayor número posible de ciudadanos. De esta forma, la humanitas, esa peculiar filosofía de vida del humanismo, contribuyó a que el individuo dirigiera su propósito de vida hacia un yo íntimo más cercano y auténtico. 

Conviene destacar que también se pensaba en la mujer para que se integrase en esta educación, hecho que no había ocurrido hasta entonces. En este ámbito se la respetaba, se la valoraba y se la equiparaba al hombre, lo que no dejaba de ser un logro importantísimo como señal de un importante cambio de mentalidad. Dado que el nuevo concepto de cultura se consideraba que el estudio era el mayor tesoro para el ser humano, no se quería que la mujer quedase excluida. Algunos ejemplos destacados entre estas mujeres humanistas, solo por citar unos pocos nombres, fueron Sibila De`Cetto (hacia 1350-1421), de gran cultura y familiarizada con los autores clásicos; Cassandra Fedele (1465-1558), muy instruida, poseedora de un extraordinario saber; Laura Cereta (1469-1499), escritora o Isabella d`Este (1475-1539), que recibió una esmerada educación y fue conocida posteriormente como la prima donna del Renacimiento. 

Este ambicioso proyecto tenía su centro en los studia humanitatis («estudios de humanidad»), una herramienta efectiva que los humanistas pusieron a disposición de la gente, en especial de los jóvenes, para que se formaran y pudieran ser mejores ciudadanos. El reto no era pequeño: en su futuro se hallaba también el destino de la sociedad. No se consideraba imprescindible que fueran maestros en el dominio de unas determinadas técnicas, sino en el ejercicio diario de sus actitudes y en sus hábitos ejemplares. Justamente en la construcción de una personalidad libre en los jóvenes, la educación supera a la instrucción. 

En tal escenario, el verbum,  "la palabra", tanto oral como escrita, adquiría una nueva dimensión práctica, ya que en ningún caso se la veía como un ornamento. Al contrario, era la forma que permitía al individuo relacionarse con sus semejantes y participar en la vida cotidiana, un espacio en donde estaba llamado a desarrollar todas sus capacidades. En definitiva, la educación era un baluarte primordial que hacía mejores a quienes la recibían, y, por extensión, a la sociedad. Es una palabra, era vida.

Asimismo, se reconocía en el ser humano algo muy preciado: la dignitas, la "dignidad". Se ponía el acento en sus excelencias, en sus cualidades y en el valor de su esfuerzo, a diferencia de la Edad Media, que destacaba únicamente el carácter de su miseria como hombre y le recordaba su paso fugaz por esta vida terrenal, siempre acompañado por la presencia constante de la muerte. Amparado en esta dignidad, el ciudadano aspiraba a formarse en los valores cívicos, que eran la puerta de acceso para vivir con los demás en respeto, en consideración y en libertad. Esta última, en concreto, tenía reservada un espacio relevante. Coluccio Salutati (1332-1406), canciller de la República de Florencia, hombre dedicado a la política, pero estusiasta defensor del saber, abanderó la idea de que en las ciudades libres el auténtico soberano era el pueblo. Para él, si había una necesidad que atender por encima de todas era esta: la defensa de la libertad popular. 

En consonancia con este propósito de cultura y de formación, los humanistas como Petrarca (1304-1374) a la cabeza, buscaron en los autores de la Antigüedad clásica, tanto griego como latinos —Platón (hacía 427-347 a.C.), Aristóteles (384-322 a.C.), Cicerón (106-43 a.C.), Virgilio (70-19 a.C.), o Séneca (4 a.C.-65) entre otros— los modelos que les sirvieran para llevar a cabo este nuevo proyecto. Admiraban a los clásicos porque en sus escritos descubrieron un modelo de comportamiento cívico ejemplar y porque encontraron en ellos ideas que se avenían a la perfección con los postulados de la doctrina cristiana. En su espíritu y en su voluntad existía el convencimiento de que no había que separar, ni mucho menos rechazar o condenar, sino unir e integrar. No es de extrañar, pues, que en este ambiente de fervor hacia el saber que venía de los antiguos surgiera una enorme pasión por las litterae, esto es, las "letras".

Proveniente también del mundo clásico, a los humanistas les llegó la exaltación de la belleza, como emanación de la naturaleza, que era la maestra y quien mejor la manifestaba. Ellos fueron los primeros hombres modernos que percibieron el paisaje como un objeto bello en el que mirarse y hallar goce en su contemplación. Por ello, hicieron de la naturaleza una compañera de toda su labor intelectual. La belleza irrumpió en todos los ámbitos, ya fuera en el del cuidado de la propia persona o en el de la moda, pero sobre todo en el del arte, bien se tratase de la arquitectura, la escultura, la pintura, la música o la literatura. En todas estas disciplinas se mezclaban, en perfecta simbiosis, los motivos cristianos y paganos. La esencia del ser humano se veía reflejada también en esa belleza que tendía al equilibrio de las formas y a la armonía de los conceptos [...]

Jianwei Xun (Hipnocracia) Trump, Musk y la nueva arquitectura de la realidad

Breve genealogía de la hipnocracia

PARA ENTENDER LA HIPNOCRACIA contemporánea, debemos rastrear sus raíces en Occidente, no para establecer falsas equivalencias con el pasado, sino para iluminar las profundas transformaciones que han conducido al actual régimen de manipulación de la conciencia. La genealogía que proponemos no es lineal ni progresiva, sino que revela una serie de umbrales, rupturas y reconfiguraciones en la relación entre poder, percepción y conciencia colectiva. 

Las primeras formas sistemáticas de manipulación de la conciencia colectiva surgen en las civilizaciones antiguas, que estaban inextricablemente entrelazadas con la esfera de lo sagrado. Los templos mesopotánicos no eran meros lugares de culto, sino complejas máquinas perceptivas que orquestaban alteraciones precisas de la conciencia a través de la arquitectura, el ritual y el control. El propio templo funcionaba como un dispositivo de modulación de la percepción: su estructura vertical, sus espacios internos que progresivamente se volvían más oscuros y confinados, la gestión precisa de la luz y la acústica... todo estaba diseñado para producir estados de conciencia que se salían del día a día de los participantes. 

La antigua Gracia desarrolló aún más estas prácticas tan perspicaces, sobre todo en lo referente a los misterios eleusinos. Estos rituales representan quizá el primer ejemplo documentado de manipulación de la conciencia colectiva. Combinando elementos teatrales, sustancias psicoactivas y técnicas de gestión medioambiental precisas, los misterios creaban una experiencia de conciencia colectiva transformadoras que alteraban profundamente la percepción de la realidad de los participantes. Es significativo mencionar que esta alteración fuera temporal y circunscrita, lo que representa una diferencia crucial respeto al régimen actual de trance perpetuo.

El Medievo cristiano introduce nuevas dimensiones en el control de la conciencia colectiva. Las catedrales góticas representan la cúspide de una técnica arquitectónica orientada a la manipulación perceptiva inconsciente. Su vertiginosa verticalidad, el complejo juego de luces a través de las vidrieras, la acústica cuidadosamente calculada... todo contribuía a crear estados alterados de conciencia entre los fieles, que ya no participaban en el ritual, sino que se sometían a su encantamiento. Especialmente relevante fue la introducción de una nueva temporalidad a través del calendario litúrgico. Al alterar periodos de rutina con momentos de intensidad extática, la Iglesia desarrollo un sofisticado sistema de gestión de la atención colectiva que en muchos aspectos prefigura la actual economía digital de la atención.

La modernidad emergente fue testigo de una secularización crucial de las técnicas de manipulación de la conciencia. El mesmerismo del siglo XVIII representó un momento clave en esta transición: por primera vez, las técnicas de alteración de la conciencia se separaron del contexto religioso y se teorizaron en términos pseudocientíficos. Con su teoría del «magnetismo animal», Franz Anton Mesmer intentó racionalizar y sistematizar prácticas que hasta entonces habían permanecido en el ámbito de lo sagrado. Aunque sus teorías serían desacreditadas, el mesmerismo abrió el camino a una compresión secular de los estados alterados de conciencia. 

En el siglo XIX se produjeron dos avances cruciales que prepararían el terreno para la hipnocracia contemporánea. El primero fue el nacimiento de la hipnosis clínica con James Braid, que por primera vez proporcionó un marco científico para comprender e introducir estados alterados de conciencia. El segundo fue el desarrollo de las primeras formas de publicidad y propaganda de masas modernas. Estas dos corrientes —el control científico de la conciencia individual y la manipulación sistemática de la percepción colectiva— convergían en el siglo XX de forma inesperada. 

En efecto, el siglo XX representó un punto de inflexión decisivo. La aparición de los medios de comunicación electrónicos —la radio y la televisión en particular— creó por primera vez la posibilidad de una sincronización perceptiva a escala nacional y luego mundial. Pero, por encima de todo, fue el desarrollo de las técnicas de publicidad y propaganda lo que marcó una ruptura decisiva. Edward Bernys, sobrino de Freud y padre de las relaciones públicas modernas, combinó los conocimientos psicoanalíticos con las técnicas de manipulación de la opinión pública, creando así un nuevo paradigma de control de la conciencia colectiva. 

Durante la Guerra Fría se intensificó aún más esta dinámica. Programas de investigación sobre la manipulación de la conciencia, como el infame proyecto de la CIA llamado MKUltra (tan increíble que parece una teoría de la conspiración), exploraron sistemáticamente los límites del control mental. Paralelamente, la televisión comercial perfeccionó técnicas cada vez más sofisticadas de captación y mantenimiento de la atención. La publicidad televisiva, en particular, desarrolló un lenguaje hipnótico de repeticiones, choques emocionales y sugerencias subliminales que, en muchos sentidos, anticipó las estrategias actuales de los medios sociales.

Las década de 1960 y 1970 vieron surgir una dialéctica peculiar: mientras los movimientos contraculturales exploraban los estados alterados de conciencia como formas de liberación, el sistema capitalista empezó a incorporar estas técnicas con fines comerciales. La psicodelia fue gradualmente domesticada y mercantilizada; pasó de ser una herramienta de liberación a una de control, y se convirtió en un proceso que anticipó el modo en que la hipnocracia contemporánea absorbe y neutraliza las formas de residencia. 

La llegada de la tecnología digital en la década de1990 marcó el inicio de la transición al actual régimen hipnocrático. Las primeras comunidades en línea, los juegos, la realidad virtual, etc. empezaron a redefinir radicalmente la relación entre conciencia, percepción y realidad. Pero fue sobre todo el desarrollo de las redes sociales a principios de la primera década del siglo XXI lo que marcó una ruptura decisiva con el pasado. Por primera vez fue posible no solo influir, sino también controlar y modular los estados de conciencia de miles de millones de personas a tiempo real. 

Así pues, la hipnocracia contemporánea representa tanto una continuidad como una ruptura con esta larga historia de herramientas para manipular la conciencia colectiva. Continúa e intensifica antiguas prácticas de manipulación perceptiva, pero las reconfigura en formas radicalmente nuevas mediante la automatización algorítmica y la personalización masiva. La verdadera novedad no reside tanto en las técnicas específicas de alteración de la conciencia —muchas de las cuales tienen precedentes históricos— como en su aplicación continua, automatizada y personalizada.

Lo que distingue al actual régimen hipnocrático de sus predecesores históricos, es, sobre todo, su omnipresencia y permanencia. Mientras que los sistemas anteriores operaban en momentos y espacios definidos —el templo, la catedral, el ritual, el programa de televisión—, la hipnocracia digital funciona veinticuatro horas al día, siete días a la semana, penetrando así en todos los aspectos de la vida cotidiana. Ya no hay espacio fuera de la manipulación: el trance es el estado normal de la existencia. La omnipresencia temporal se traduce en omnipresencia espacial: como un gas que ocupa todo el volumen disponible, la influencia hipocrática se infiltra en los más mínimos intersticios de la sociedad. Ya no se limita a rituales o momentos predeterminados; esta fuerza invisible impregna cada gesto, cada pensamiento, cada respiración. El poder ya no reside en un lugar concreto, en un palacio o en una institución: está en todas partes y en ninguna al mismo tiempo, como un niebla que envuelve silenciosamente todos los aspectos de la existencia. 

analytics