Manuel Cruz (Ser sin tiempo)

[...] Pero hasta las obviedades tienen su recorrido discursivo si uno es capaz de analizarlas con el necesario detenimiento. Y la pregunta que surgía, al analizar la obviedad de la resistencia humana ante la muerte es: ¿tan evidente resulta que ese extendidísimo anhelo por permanecer aquí, —en el mundo de los vivos— a cualquier precio, constituya un valor en sí mismo, hasta el extremo de que se ha convertido en la fantasía generalizada de nuestra época la inminencia de la inmortalidad? ¿Es obvio que la fuente, el origen de nuestra infelicidad, se encuentra en nuestra finitud, en nuestra—al menos hasta ahora— insoslayable limitación temporal? Elizabeth Costello, alter ego del escritor sudafricano John M. Coetzee, sostiene lo contrario en la novela del mismo título: «Al marcarnos por la muerte, los dioses nos han dado una ventaja sobre ellos. De los dos, de los dioses y los mortales, somos nosotros lo que vivimos con más ansia  y sentimos con mayor intensidad». 

Repárese en que el vínculo entre ambos planos—en definitiva, la confianza en que, sorteando la muerte, alcanzaremos la felicidad—viene indisociablemente ligado a una determinada expectativa de futuro, de signo optimista-progresista. Si, en efecto, los tiempos venideros están llamados a depararnos todo tipo de alegrías y satisfacciones, superado dolores, injusticias y cualquier forma de sufrimiento o incluso malestar concebibles, se encuentra del todo justificada la esperanza de que, aguantando todo lo posible en este mundo, alcanzaremos por fin ese añorado horizonte de plenitud. Ahora bien, la contrapartida de semejante planteamiento va de suyo: en un momento como el actual, en el que, tras el final del suelo emancipatorio, también parece haber entrado en crisis el de los que creían que al actual organización del mundo representa el final, insuperable, de la historia, ¿qué contenido se ha de atribuir a aquella esperanza? 

Pero la hipótesis de que pudiéramos estar viviendo en fin no de este, o de aquel, sino de todos los sueños—de cualquier expectativa de paraíso en la Tierra bajo cualquiera de los formatos concebibles—acaso introduzca una modificación sustantiva en la estructura del imaginario colectivo del que nos hemos venido sirviendo durante largo tiempo. Los trazos mayores con lo que cada vez más tendemos a dibujar nuestra realidad vienen representados por una gradación de temores, miedos y pavores de diverso tipo, cuya relación resulta de todo punto innecesario—por reiterada—evocar aquí (terrorismo, catástrofes medioambientales, guerras totales...). Poco a poco, la expectativa, antes tan acariciada, de inmortalidad habría cambiado de signo: no nos colocaría a salvo de los males del presente, sino que nos condenaría sin remedio a padecerlos en el futuro. El sueño habría virado, de esta forma, hacia la pesadilla: de una situación en la que la muerte constituía una amenaza de inexorable cumplimiento habríamos ido transitando a otra, en la que la vida habría terminado por ser concebida como una condena. Una condena a cadena perpetua, para ser exactos. 

Ahora bien, no se trata de anticipar el detalle de lo que se nos avecina. Tal vez (¿cómo saberlo?) en ese hipotético mundo infeliz aumente de forma espectacular la tasa de suicidios y—de manera análoga a lo que sucedía en la novela de Henrik Stangerup El hombre que quería ser culpable— los individuos se vean obligados a organizarse en la clandestinidad para acabar con sus propias vidas. O quizá simplemente suceda que se extienda como una mancha de aceite el sentimiento de decepción ante la expectativa insatisfecha: ahora que podíamos empezar a pensar en prolongar de manera indefinida nuestra estancia aquí, se dirán muchos, resulta que ya no vale la pena quedarse.

[...] Porque el abandono de la expectativa de una vida superior que nos aguarde después de la muerte ha alterado por completo nuestra idea de lo que significa una vida plena. No está claro que hayamos ganado con el cambio, si planteamos la cosa con la ironía con la lo hecho la socióloga alemana Marianne Gronemeyer: «La gente de la Edad Media vivía muchos más años que nosotros. Nosotros vivimos noventa años y se acabó; ellos vivían treinta... más toda la eternidad». Ahora, desaparecido aquel horizonte, no queda otra que intentar materializar a lo largo de nuestra vida mortal el mayor número de opciones posibles de entre las inmensas posibilidades que el mundo ofrece. El problema es que, por más que nos esforcemos, ofrece más de lo que cabe experimentar en el curso de una sola vida, en tanto que la aspiración del hombre moderno es saborear la vida en todos sus altibajos y en toda su complejidad. La divergencia es dramática: no hay forma humana (nunca mejor dicho) de que la vida individual alcance a la desbordante riqueza del mundo, o, si se quiere plantear esto mismo en los términos especulativos que corresponden (los formulados por Blumenberg), el tiempo percibido del mundo (Welzerit) y el tiempo de una vida individual (Lebenzeit) tienden  a alejarse sin remedio. 

La presunta solución a alejarse es tan conocida como falsa: vivamos más deprisa para acumular el máximo de experiencias. Es falsa porque se basa en el espejismo de que aprovechando el tiempo podremos dar alcance al mundo, colocarnos a la altura de sus posibilidades, vivir al compas de su crecimiento. Si embargo, por más eficaces que seamos en la gestión de nuestros recursos, nunca conseguiremos el objetivo porque el número de opciones (del «tiempo del mundo» o «recursos del mundo», por así decirlo) no deja de incrementarse cada vez más. El resultado es que nuestra porción de mundo, la proporción de las opciones del mundo realizadas, respecto de las potencialmente realizables, decrece (al contrario de lo que se nos había prometido si cumplíamos con nuestra parte del pacto: dedicarnos a la tarea de su cumplimiento con la debida intensidad) sin importar cuánto aumentemos el ritmo de vida.

Franco "Bifo" Berardi (Héroes) Asesinato masivo y suicidio

En Los Límites del crecimiento, un libro publicado en 1972 por el Club de Roma, se afirmaba la necesidad de reestructurar la producción social de acuerdo con la naturaleza finita de los recursos naturales de la Tierra. El capitalismo respondió a esta necesidad instigando una transformación cognitiva en la producción y creando una nueva esfera semiocapitalista que diera lugar a nuevas posibilidades de expansión aparentemente limitadas.

Los fenómenos económicos han sido descritos tradicionalmente recurriendo a términos psicopatológicos (euforia, depresión, caída, altibajos...), pero cuando el proceso de producción implica al cerebro como unidad primaria de producción, la psicopatología deja de ser una simple metáfora para convertirse en un elemento fundamental de los ciclos económicos. En la década de los noventa, se produjo la expansión de la economía global en medio de una euforia literal. La cultura del Prozac se convirtió en parte integral del paisaje social de la economía de internet. Cientos de miles de agentes financieros occidentales, directores y mánagers tomaron decisiones en un estado de euforia química y de levedad farmacológica. 

Aunque la productividad del cerebro conectado a la red sea potencialmente infinita, los límites de la intensificación de la actividad cerebral siguen estando inscritos en el cuerpo efectivo del trabajador cognitivo: estos límites son la atención, la energía psíquica y la sensibilidad. Mientras que las redes han supuesto un salto en la velocidad y en el formato de la info-esfera, no se ha producido, en cambio, un avance similar respecto a la velocidad y la forma de recepción mental. Los receptores, los cerebros humanos de los seres de carne y hueso y frágiles órganos físicos, no se formatean según el estándar de un sistema de transmisores digitales. El tiempo de atención disponible de los infotrabajadores disminuye de manera constante, ya que han de realizar un número cada vez mayor de tareas que ocupan todos los fragmentos de atención de que disponen. Toman Viagra porque no tienen tiempo para los preliminares sexuales. Consumen cocaína para seguir estando alerta y reactivos. Y Prozac para bloquear la conciencia de que su actividad laboral y su vida carecen de sentido. 

Los primeros síntomas de este desequilibrio ya se vislumbraron a comienzos de este nuevo milenio: el fenómeno psicopatológico de la sobreexcitación y el pánico. Igual que les ocurre a los pacientes aquejados de bipolaridad, la euforia financiera de los noventa dio inevitablemente paso a una espectacular depresión. Tras años de exuberancia irracional (según la descripción de Alan Greenspan), el organismo social fue incapaz de mantener la euforia química que había azuzado la competitividad y el fanatismo económico. La hipersaturación de la atención colectiva culminó en un colapso depresivo social y económico.
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La historia del capitalismo produce de forma continua efectos de desterritorialización. En sus inicios, el capitalismo destruyó la relación que vinculaba al individuo con la agricultura y la familia. A continuación, ha puesto en peligro las fronteras nacionales creando un espacio global de intercambios y de comunicación. Actualmente, está poniendo en riesgo la relación entre el dinero y la producción, y abriendo un espacio para una nueva forma de semiotización inmaterial. Puesto que el capitalismo destruye cualquier forma de identificación, también libera al individuo de las limitaciones de la identidad, pero al mismo tiempo produce na sensación de desplazamiento, una especie de opacidad atribuible a la pérdida de significado y de raíces emocionales. Como consecuencia, y en última instancia, provoca la necesidad de reterritorialización y de continuo retorno al pasado en forma de identidades nacionales, éticas, sexuales, etcétera. 

La historia moderna es un proceso de olvido cuyo efecto, la angustia, obliga a la gente a aferrarse desesperadamente a alguna forma de memoria. Pero con la disolución del pasado, la memoria misma se desvanece, haciendo necesaria la invención de otras formas de recuerdo. Igual que el personaje de Rachel en Blade Runner, el filme de ciencia ficción de 1982, creamos nuestros propios recuerdos recurriendo a las piezas que componen pasaje de textos antiguos, imágenes y palabras que ya no significan nada. 

«La memoria es derecho» profirió Chaim Weismann cuando fue convocado en el Congreso de Versalles por los ganadores de la Segunda Guerra Mundial, en referencia al derecho de los judíos a reclamar la tierra de sus antecesores. La aseveración de Weizmann, fundamental para la creación del Estado de Israel, aún suena como una provocación arrogante. La memoria no es derecho, pero forma parte de la identidad, y la identidad no se basa en la memoria; más bien, la identidad crea memoria. 

Milan Kundera escribe lo siguiente sobre el futuro y el pasado:

La gente grita que quiere un futuro mejor, pero eso no es verdad. El futuro es un vacío indiferente que no le interesa a nadie, mientras que el pasado está lleno de vida y su rostro nos excita, nos irrita, nos ofende y por eso queremos destruirlo o retocarlo. Los hombres quieren ser dueños del futuro solo para poder cambiar el pasado. Luchan por entrar en el laboratorio en el que se retocan las fotografías y se reescriben las biografías y la historia. 

Berardi, Franco <<Bifo>> (Desertemos)

Boris Groys (Introducción a la antifilosofía)

El filósofo es el hombre sencillo de la calle que se ha perdido en el supermercado global de verdades. Y ahora está tratando de orientarse allí para encontrar al menos la señal de salida.
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En el último tiempo, el apocalipsis y todo lo apocalíptico se han vuelto temas de moda en las publicaciones intelectuales. Hoy es de buen tono quejarse del progreso científico, de la destrucción de la naturaleza, del peligro de la guerra y de la decadencia de los valores tradicionales. El optimismo de la modernidad ha sido relevado por el pesimismo posmoderno. Hasta hace realmente poco, la queja sobre el progreso técnico constituía un privilegio de los intelectuales de "derechas". Para los intelectuales de "izquierda" el progreso significaba la liberación del hombre del yugo de la naturaleza y de la tradición. Hoy en día las acusaciones contra el progreso se han mudado a las publicaciones de izquierda, mientras desde la derecha se subraya la necesidad del crecimiento económico. El "progresismo" se ha vuelto oficial y por eso es rechazado por los movimientos "alternativos", que a menudo se sirven para ello de argumentaciones "reaccionarias": los nuevos maestros pensadores Nietzsche y Heidegger han reemplazado definitivamente a Marx y su fe en el potencial salvador de las "fuerzas productivas". 

Esta apropiación de argumentos tradicionalistas en el ámbito de la izquierda posmoderna no se efectúa, desde luego, sin modificaciones esenciales. Los "reaccionarios" del pasado defendían la tradición mientras estaba viva y cuando todavía se creía en ella. Esta tradición otrora viviente ya es cosa del pasado y se la resucita como estilización, como retro. A la manera de Léon Bloy, que se definía como "católico no creyente", el intelectual contemporáneo simula con los últimos medios retóricos una armonía perdida que naturalmente no fue tal en su momento, sino el mismo tipo de lucha por la supervivencia que cualquier otra época de la existencia humana, incluida la actual. Se trata de una simulación y de simulacros cuyo carácter inocuo y aséptico está justamente garantizado por el actual progreso técnico. El mantenimiento del equilibrio en la naturaleza se vuelve la causa de la ecología, y el mantenimiento de la paz la del pacifismo, que se basa en el aspectro del "arma absoluta", la bomba atómica.

La apocalíptica antiprogresista del presente apela a los últimos logros de la ciencia, encarnados en la ecología contemporánea, para que se restaure con medios técnicos el paraíso perdido. Nuevamente se oyen reflexiones sobre la vida natural paradisíaca, la conciencia ecológica o el "nuevo socio" que lleva adelante una vida en consonancia con la naturaleza. El proyecto individual de los tradicionalistas y reaccionarios se vuelve un proyecto social, su antimodernismo es puesto sobre una base científica y muta en el programa técnico de la protección del medio ambiente. Lo pasado es idealizado como modelo de una nueva utopía técnica. La conciencia científico-técnica victoriosa de la era moderna proclama con benevolencia victoriosa su disposición a realizar los ideales de su enemigo mortal y coronar de este modo su propio triunfo. Los movimientos alternativos de izquierda crean nuevos mercados para la industria en el sector de los "productos ecológicos" y de la generación de un "medio ambiente más limpio", contribuyendo de esa manera a activar la coyuntura económica. 

En la búsqueda de un equilibrio social, sin embargo, se prefiere no tener en cuenta al ser humano individual. La muerte individual del hombre en su propia cama no constituye en este contexto un problema digno de consideración. Solo la muerte que es causada por la guerra o el terror, es decir, solo la muerte violenta, social, atrae atención sobre sí. La "muerte natural" es vista como un elemento normal del equilibrio ecológico natural y ningún pacifista se rebela contra ella. En el mejor de los casos, se indaga la cuestión de cómo diseñar una muerte más "humana" para evitar que se prolonguen innecesariamente los tratamientos, ahorrar gastos inútiles en procedimientos médico-técnicos prescindibles, y poder brindarle a cada ser humano la posibilidad de morir dignamente y con la sensación de haber cumplido con sus obligaciones ecológicas. 
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[...] la elección de los "humillados y ofendidos" está siempre vinculada además a objetivos prácticos: la búsqueda de nuevos mercados para colocar la propia producción intelectual, que no tiene salida en las metrópolis saturadas de ideas. En el último tiempo, los objetivos de la elección fueron volviéndose tranquilizadoramente más exóticos: China, Camboya, Cuba, Nicaragua. Los enfermos mentales, como para Freud y Foucault, los indios del Amazonas, como para Lévis-Strauss, o los árboles del bosque alemán, como para los "Verdes" de dicho país. 

No menos exótica, aunque sí más riesgosa, fue en su momento la elección de Lessing y de los héroes de su libro: como representantes "humillados" por el destino de un principio común al género humano eligieron a alemanes que proclamaban la superioridad de la raza aria. 

Esta elección, que a primera vista resulta curiosa, obedecía en realidad a motivos profundos. Ante todo en términos de la historia de la filosofía: si bien los teóricos de lo ario priorizaban lo particular por encima de lo universal (la idea aria por encima de la idea de humanidad), fundamentaban al mismo tiempo esa prioridad remitiéndose a algo todavía más universal  que la humanidad y su cultura: a la idea de un cosmos que abarcaba todo lo viviente y lo muerto. Más aún, la primacía de lo ario se fundamentaba con el argumento de que el ario se hallaba en una relación privilegiada con esa universalidad. Y, aunque los teóricos de lo ario criticaban la aspiración a la universalidad, en realidad continuaban no obstante la tradición de expansión teorética judeocristiana. 

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