Max Scheler (Tres ensayos sobre el problema del espíritu capitalista)

EL BURGUÉS

[...] La obra de Sombart, admirablemente construida, se divide en dos partes principales. La primera está dedicada a la descripción de la esencia y el desarrollo del espíritu capitalista; y la segunda a la cuestión, más profunda y difícil, acerca de sus fuentes y causas. En la primera parte, Sombart divide convenientemente dos componentes fundamentales de este «espíritu»: el (positivo) «espíritu emprendedor», que representa el elemento codicioso hacia el poder, la dominación, la conquista, la organización de muchas voluntades bajo un intrépido y enérgico fin racional que aspira a la formación de grandes masas; y el (negativo) «espíritu burgués» que, en oposición al «espíritu señorial», desarrolla un nuevo sistema de virtudes y valoraciones, incluso determinadas imágenes del mundo y sistemas metafísico-religiosos. Sombart persigue las formas nacionales de desarrollo de estos dos elementos del espíritu capitalista y concluye la primera parte de su obra con un análisis completamente sorprendente del burgués de «antes» y el de«<ahora». En la segunda parte, titulada «Las fuentes del espíritu capitalista», busca en primer lugar sus «fundamentos biológicos», una sección en la que el espíritu capitalista aparece como la expresión integral de un determinado tipo humano, en cuya constitución bio-psíquica participan desde sus orígenes, en distinta medida, los diversos pueblos europeos occidentales. Le siguen como otras «fuentes» los «poderes ético-religiosos» del catolicismo, el protestantismo y el judaísmo, además de las «circunstancias sociales»: la eficacia del Estado moderno, las migraciones, los yacimientos de oro y plata, la técnica, las profesiones precapitalistas, las mismas formas ya acabadas de la economía y vida capitalista, etc. 

[...] Esa cierto que también ha habido en la época pre-capitalista individuos, incluso grupos enteros, cuyo impulso de ganancia iba más allá de la idea del sustento según la posición social. Pero lo principal es que esto no se sentía generalmente como normal y lo «legítimo», sino como un fenómeno anormal, y que estos mismos hombres que estaban afectados por este impulso no veían en la ganancia ilimitada un «deber sagrado», sino que solo se entregaban a él con «mala conciencia». Lo nuevo es precisamente que esto anormal llega a ser normal, realizándose revestido de «buena conciencia» e incluso con la sanción de una «obligación». Por tanto, que aquello que, por ejemplo, el derecho y la ley judía solo permitía al judío, y tampoco a él en realidad, sino solamente ante el extraño (cobrar intereses, publicidad, etc), se convierte en institución universal; que aquello que originalmente animaba al conquistador alejado de su hogar y descargado de la tradición contra extraños que le eran indiferentes, eso que animaba al hereje contra la odiosa comunidad eclesiástica, se convierte en regla universal; es decir, que por todas partes el «derecho del extraño» y la «moral del extraño» llegan a ser el derecho central y dominante y la forma de estimación reconocida (en esto ser puede ver la tendencia fundamental del cambio de «mentalidad económica»). F. Tönies ha sido el primero en hacer la profunda división entre la «comunidad», unida por la lealtad y la fe, que habita palpablemente en su totalidad en todos los miembros del grupo, en la que domina la «confianza» y la «solidaridad»; y la «sociedad», en la que los sujetos racionales, animados principalmente por la confianza y compitiendo unos con otros, equilibran sus conflictos de intereses mediante contratos. He mostrado que la última fundamentación filosófica de esta diferencia se basa en el hecho, ya fundamentalmente distinto, del existir anímico y del vivenciar del «otros». En la «comunidad», el otro está ahí mismo, dado de forma perceptible, con su vida interior en el gesto y la expresión; todo su actuar y expresarse se comprenden inmediatamente desde la mentalidad ya conocida, mientras no existan desengaños especiales. En la «sociedad», el otro, ante todo, es visto desde fuera, es un cuerpo que se transforma, «detrás» del cual habitan pensamientos, sentimientos, decisiones que solo cabe «inferir» con esfuerzo. Aquí generalmente las «segundas intenciones» se convierten en la forma de pensamiento. Y, en este sentido, quizás la fórmula más general para la reestructuración de la mentalidad económica sea que las valoraciones «sociales» penetran siempre más profundamente en las «comunidades», o que el «espíritu de la comunidad» se descompone interiormente cada vez más y se sustituye por el «espíritu de la sociedad»

Pero aún menos consideran estos historiadores, que niegan una especial y nueva mentalidad económica capitalista, que aquel afán pre-capitalista de ganancia no limitado por el sustento de la posición social (que sin duda también existía) estaba obligado a abrir precisamente caminos irregulares que no se correspondían con la propia vida económica de la época. La elaboración de proyectos fantásticos, la búsqueda de oro y tesoros, las aspiraciones alquimistas, las empresas de pillaje realizadas sistemáticamente, el juego y la explotación de su superstición (en resumen, solo aspiraciones que ocurrían junto a la vida económica normal), eran, por aquel entonces, los únicos caminos posibles en los que podían derramar aquella especie de impulso de ganancia» bajo el dominio de la mentalidad económica pre-capitalista. Y lo nuevo consiste ahora en que, durante la iniciación de lasa formas de organización y derecho capitalista, precisamente esta actitud impulsiva, que con anterioridad solo podía efectuarse aventuradamente, en callejones oscuros y fuera de la vista de la vida, se convierten en el alma dominante de la vida económica ordinaria: que incluso las cualidades humanas necesarias para semejante actividad obtuvieron la sanción de la moral y del derecho, así como de las religiones e Iglesias mismas. Que por eso ahora se convierte en instinto, incluso en adictivo, lo que antes era, por razón de los intereses particulares del lujo y la buena vida de los individuos, explícitamente querido y conscientemente planeado. Que además, con independencia de los caracteres individuales especiales que encajan en estos grupos, se convierte en la estructura del espíritu total, integrando a todos los individuos; que también en nuevo espíritu de ganancia y de trabajo determina la cosmovisión y la ciencia, en tanto que transforma la actitud cognoscitivo-contemplativa de la cosmovisión antigua y medieval, dirigida preferentemente a las cualidades, en la actitud que calcula y cuantifica, sin que los individuos que investigan tengan idea alguna de estos resortes impulsivos. Todo eso reunido constituye la profunda y total transformación. 

José María Lassalle (Civilización artificial) Sabiduría o sustitución: el dilema humano ante la IA

[...] La aparición de un conocimiento artificial basado en algoritmos, marca una diferencia histórica sustancial con lo sucedido en el pasado. Un hecho que explica por sí solo la transcendencia del fenómeno que describimos con relación a lo que pasó en el capitalismo industrial. Entonces se sustituyó el trabajo físico y se difundió el intelectual entre los humanos. La pérfida del primero se compensó por el segundo. Se produjo la necesidad masiva de distintas posiciones profesionales que requerían niveles de conocimiento especializado que eran diferentes en función de la importancia del valor que aportaban dentro del proceso productivo. 

El problema, ahora, es que la IA opera sobre el trabajo intelectual. Esto hace que el ser humano sea desplazado de su realización sin que se de ninguna alternativa. Un fenómeno que afecta a casi todas las profesiones al convertirse la IA en una facilitadora eficiente de soluciones para la complejidad que libera la digitalización exponencial de la humanidad. Hasta el punto de que sin ella ya no serían viables nuestras sociedades automatizadas. Ni a nivel económico ni organizativo. Esta circunstancia hace que crezca el poder de gestión a medida que aumenta el volumen de información sobre la que opera. Esta suma de utilidad y necesidad de la IA se relaciona íntimamente, como acabamos de señalar, con la intensa automatización de la humanidad. Hablamos de un proceso cultural que avanza imparable y del que nada ni nadie se salva. No importa el género, la cultura, la raza, la lengua, el estatus social y educativo, la religión, la edad o el nivel de renta. Todos los seres humanos, de un modo u otro, y de una forma más o menos intensa y acelerada, experimentamos directa o indirectamente la digitalización de nuestras vidas personales y profesionales. Una experiencia que no solo no se detendrá en el futuro sino que solo cabe concluir que irá a más.

Casi seis mil millones de seres humanos habitamos Internet al utilizar un smartphone. A los que hay que sumar los más de 75.000 millones de dispositivos que internacional entre sí a través del IoT. La combinación de ambas fuentes masivas de datos provoca una explosión inacabable de ellos que alimenta el crecimiento de la información que manejan las plataformas. Primero, porque son ellas las que prestan el soporte tecnológico a todo lo que circula y se intercambia en Internet. Y, segundo, porque actúan como intermediarios tecnológicos que canalizan en la web las multitudes de usuarios que acceden a sus servicios. 

Además, la viabilidad competitiva de las empresas depende de su modelo, pues tanto el análisis de datos como la utilización de algoritmos son imprescindible para mejorar su posicionamiento en el mercado digital. Eso significa que digitalizar empresas supone plataformizarlas. No solo porque necesitan información para ser más competitivas sino porque tienen que operar sobre ella mediante algoritmos que la procesan. De ahí que si los datos son el petróleo de la economía actual, los algoritmos son la maquinaria que, como sucedía en la economía industrial, interviene sobre las materias primas y las transforma en bienes de equipo. Pero a diferencia de lo que pasó tras la introducción de las máquinas, ahora los bienes de equipo digitales, por seguir con la metáfora industrial, ya no son productos materiales, sino aplicaciones digitales que visibilizan y ofrecen servicios en forma de modelos de negocio en Internet. Además, si en el siglo XIX las materias primas eran limitadas, ahora son recursos inagotables. Algo que hace que su volumen crezca sin parar y, con ellos, las posibilidades de mejorar su uso mediante nuevos negocios o a través del perfeccionamiento de los que existen. Máxime cuando, al hilo del proceso que acabamos de describir, el mundo real se desmaterializa para ser paulatinamente sustituido por otro que es artificial. Un mundo diseñado algorítmicamente para alojar un ser humano que, gracias a la tecnología, emprende diariamente un viaje del primero hacia el segundo. O, si se prefiere, afronta una migración identitaria donde la existencia se transforma en experiencia que, como intuyó Hannah Arendt, modifican la condición humana de raíz.

Esta lógica expansiva de creación, captación y uso de datos está ligada a una arquitectura de aplicaciones digitales que propicia la interacción de los internautas y de las máquinas entre sí. A esto último contribuye, además, el aumento de la interconexión entre ellas que se produce en las industrias 4.0 y 5.0, y al despliegue en los procesos automatizados de sensores que miden los efectos de la interacción maquímica. Co ello, se pretende engrosar la huella digital de personas y cosas para aumentar el tamaño de la infoesfera, que crece a medida que se empequeñecen las dimensiones físicas del planeta. De este modo, las plataformas disponen de más información que nunca y pueden ser más eficaces en la provisión de servicios basados en la previsibilidad de los comportamientos humanos y de las máquinas cuando tengan estados mentales. Un fenómeno que se retroalimenta mediante un mercado de futuros donde se compran y venden predicciones sobre nuestra conducta. Predicciones performativas que acaban modelando el comportamiento humano de manera anticipada. Algo que sucede a partir del conocimiento que se tienen de la información que dejamos con nuestra huella digital y que es consecuencia de una epistemología artificial predictiva que condiciona la libertad humana al convertirla en libertar necesaria. De este modo se mitiga el empoderamiento de la persona sobre su consciencia decisoria y se favorece una IA que trabaja para debilitar la autonomía humana mediante un entendimiento artificial que elabora ideas complejas que son el resultado de la interacción analítica de la máquina con los datos.

Hablamos, por tanto, del impulso de un conocimiento artificial que lleva a los seres humanos a perder su iniciativa en la generación de su propio entendimiento y que les conduce a ser más eficientemente ellos mismos bajo la guía de sistemas de IA. Para ello son movilizados mediante patrones preconcebidos a partir de elecciones pretéritas que tomaron en el pasado y que condicionarán sus decisiones futuras. Una estrategia inducida de control social que modela la identidad individual a partir de soportes tecnológicos con los que interactúa la persona de forma adictiva durante horas y horas a los largo del día. De modo que la libertad humana se reduce en la medida que vemos frustradas nuestra capacidad para improvisar nuestra conducta al someternos a predicciones automatizadas de ella que eliminan el método de ensayo y error, así como la autonomía moral que nos lleva a responder de nuestros fallos delante de nuestra conciencia y del juicio de los demás.

Lassalle, José María (Contra el populismo)
Lassalle, José María (Ciberleviatán) El colapso de la democracia...

Franco "Bifo" Berardi (Desertemos)

TRANSHUMANISMO & GERONTOFUTURISMO

El humus cultural en el que echó raíces el fascismo de los años 20 del siglo pasado era futurista, y se embriagaba de la euforía que sienten los humillados cuando se levantan y prometen turbulencias y agitaciones.

El régimen de Mussolini representó la reacción de un pueblo joven, humillado por los vencedores de la Primera Guerra Mundial, que en Versalles habían forzado al pobre Sidney Sonnino a abandonar ese Congreso entre lágrimas, y habían ignorado de forma alevosa los reclamos de la joven nación italiana. 

El fascismo fue la redención que permitió resolver una inminente depresión, transformándola en una violenta euforia: el régimen fascista proyectó a Italia hacia aventuras coloniales no menos fracasadas que sangrientas, hasta precipitar al país en la Segunda Guerra Mundial.

En cuanto a los alemanes, vivieron el decenio de los años treinta en condición de fracaso y miseria económica, y sobre todo, moral, y cambiaron esas condiciones gracias al ascenso de Adolf Hitler. Humillación, deseo de venganza, juventud, energía agresiva son las precondiciones de las cuales nació el fascismo en el siglo pasado. Algunas de esas condiciones son visibles, hoy, en el panorama europeo.

Pero los pueblos europeos del siglo XXI ya no son jóvenes, en más, el Alzheimer está expandiéndose entre la población senescente: la euforia belicista que invade a una parte (minoritaria) de la población europea debe leerse como un sigo de demencia senil: repentinos estallidos de furia y entusiasmo seguidos de palpables y verdaderas amnesias. Pensemos en el entusiasmo con el que la prensa y los intelectuales europeo-norteamericanos fueron a la guerra de Afganistán: parecía que de esa guerra dependía el futuro de la civilización y la democracia. Luego la guerra afgana se empantanó durante veinte años, y al final los estadounidenses y sus aliados tuvieron que marcharse tristemente mientras el pánico y el caos estallaban en Kabul. ¿Alguien se acuerda acaso?

Esto es el futurismo de los viejos: un movimiento sin energía y sin memoria; un falso movimiento que provoca una euforia irresponsable, pone en marcha energías destructivas que la frágil mente gerontofuturista no puede controlar, y al final provoca efectos catastróficos, empeorando la depresión que pretendía curar.

EL NAZISMO ESTÁ EN TODOS LADOS

Tras el umbral pandémico, el nuevo paisaje es la guerra que enfrenta al nazismo contra nazismo. Gunther Anders había previsto en sus escritos de los años sesenta, como en el primer volumen de La obsolescencia del hombre, que la carga nihilista del nazismo no había terminado con la derrota de Hitler y que volvería a la escena del mundo como resultado de la magnificación del poder técnico que provoca un sentimiento de humillación de la voluntad humana, reducida a la impotencia.

Occidente ha eliminado la muerte porque no es compatible con la obsesión por el futuro. Ha eliminado la senectud de su horizonte cultural porque no es compatible con la expansión. Pero ahora el envejecimiento (demográfico, cultural e incluso económico) de las culturas dominantes del Norte global se presenta como un espectro que la cultura blanca ni siquiera puede pensar, y mucho menos aceptar.

He aquí, pues, el cerebro blanco (tanto de Biden como de Putin) entrando en una crisis galopante de demencia senil. El más salvaje de todos, Donald Trump, dice una verdad que nadie quiere oír: Putin es nuestro mejor amigo, puede que sea un asesino racista, pero nosotros los somos menos. 

Biden representa la rabia impotente que sienten los ancianos cuando se dan cuenta del declive de la fuerza física, de la energía psíquica y de la eficiencia mental. Ahora el agotamiento está en una fase avanzada, y la extinción es la única perspectiva tranquilizadora.

¿Puede la humanidad salvarse de la violencia exterminadora del cerebro demente de la civilización occidental, de la civilización rusa, europea y americana en agonía?

Independientemente de cómo se desarrolle la invasión de Ucrania, de si se convierte en una ocupación estable del territorio (poco probable) o si termina con una retirada de las tropas rusas tras haber logrado destruir el aparato militar que los euroamericanos han suministrado a Kiev (probable), el conflicto no puede recomponerse con la derrota de uno u notro de los viejos patriarcas. Ni uno ni otro podrán aceptar retroceder antes de haber vencido. Por lo tanto, esta invasión parece abrir una fase de guerra con tendencia a ser mundial (y tendencialmente, a ser nuclear).

La pregunta que de momento parece sin respuesta está relacionada con el mundo no occidental, que ha sufrido durante varios siglos la arrogancia, la violencia y la explotación de europeos, rusos y, por último, de los estadounidenses. 

TRANSHUMANISMO COMO DELIRIO Y COMO TÉCNICA

Si el futurismo italiano se proponía como una exaltación de la velocidad técnica y del poder masculino, el futurismo ruso, a su vez, se proponía como una proyección cósmica de la energía y se fusionó con la utopía de la revolución soviética. Lo que tenían en común, su misión, era la conquista del futuro y la expansión.

Lo que ha cambiado con respecto a la primera época futurista se percibe rápidamente: la expansión ya no está en el orden de las posibilidades técnicas y económicas. El crecimiento ha alcanzado su límite porque los recursos físicos del planeta se están agotando y porque los recursos nerviosos de los humanos han sido sometidos a un estrés intolerable por la aceleración competitiva del neoliberalismo.

La versión contemporánea del futurismo, que recibe el nombre de transhumanismo, tiene la forma de un delirio histérico: el cerebro y el cuerpo que se están marchitando -moral y físicamente- expresan una especie de Alzheimer futurista. En la formulación ofrecida por algunos teóricos, principalmente norteamericanos, el transhumanismo propone emancipar de la biología al cuerpo o al menos el cerebro, transferido a memorias tecnológicas.

Este es el objetivo de uno de los teóricos más importantes (sit venia verbis) del transhumanismo high-tech, un tal Max More, que en su Carta a la Madre Naturaleza-Enmiendas a la Constitución Humana, en un estilo que recuerda la pompa y agresividad de Marinetti escribe, dirigiéndose a la naturaleza:

        Ya no toleraremos la tiranía del envejecimiento y la muerte. Mediante alteraciones genéticas, manipulaciones celulares, órganos sintéticos y cualquier otro medio necesario, nos dotaremos de una vitalidad duradera y eliminaremos nuestra fechan de caducidad. Cada uno de nosotros decidirá por sí mismo cuánto tiempo vivirá.

No estoy en condiciones de comentar los aspectos técnicos y científicos del proyecto transhumanista. No sé si es posible una operación técnica de emancipación de la actividad cognitiva (memoria, imaginación, percepción, etc). No sé si es posible mantener las funciones de un cerebro orgánico en un soporte digital. Puede que tal vez lo sea. La cuestión es que ni siquiera me interesa discutir este absurdo técnico, dado que es la clara prueba de que un individuo como Max More no ha entendido nada del ser humano.

Hay algo escalofriante en el modo en que la cultura norteamericana aborda el problema de la vida (y de la muerte).

En primer lugar, el carácter elitista y racista de estos proyectos, que afortunadamente parecen estar descartados. Las únicas personas que podrían permitirse cerebros mejorados serían los miembros de la élite, que ya se benefician de los avances en medicina a los que la mayoría de la población no tiene acceso. A excepción de este detalle no insignificante, el núcleo mismo de la concepción de Max More muestra una profunda incomprensión de la relación entre organismo consciente y temporalidad. ¿Qué habría dentro de la vida mental de este individuo transhumano cuya intemporalidad postula Max More en su manifiesto? ¿Qué océano de eterna tristeza tendrá que navegar el trashumado? 

Cuando leo el gélido delirio neofuturista de los transhumanistas no puedo evitar pensar en la propagación del Alzheimer entre la población senescente del Norte del mundo: el síndrome de Alzheimer es el efecto de una degradación del tejido cerebral, según los neurofisiólogos. Quizá se encuentre un remedio para esta degradación y la patología que provoca. Pero el Alzheimer es también una metáfora de la relación entre la mente, orgánicamente situada en la temporalidad de un cuerpo, y la incesante proliferación caótica de lo real.

La mente constituye sus órdenes, sus proyectos, sus expectativas, y lo llama cosmos. Pero el cosmos constantemente es agredido por el caos, y la mente debe protegerse del caos, y al mismo tiempo entrar en sintonía con él, para recomponerlo caosmóticamente.

Esta continua relación de intercambio, recombinación y disipación es el tiempo, que no creo que los neuroingenieros transhumanistas sean capaces de abolir. Por esta razón, la teoría transhumanista carece de delicadeza, de profundidad y de ironía. Es la teoría producida por la élite tecnoeconómica de un país aterrorizado por la muerte y, por tanto destinado desde el vamos programar la muerte, la violencia, la esclavitud, la opresión racial y social, la brutalidad sexual y psicológica. El lugar donde se desarrolla esta ideología de la eternidad tecnológica es un país que ha hecho del genocidio y la esclavitud la condición de su prosperidad, y ahora proyecta la inmortalidad para sí mismo y para sus hijos. Mientras tanto, en ese mismo país, desde la masacre de Columbine en q999 en adelante, ha habido una creciente e imparable ola de balaceras y tiroteos masivos.

La masacre psicótica y la tecnoinmortalidad son dos caras de un mismo mundo. la primera despierta horror pero también tristeza, y una gran compasión. La tecnoinmortalidad, en lo que a mí respecta, solo despierta desprecio.

Berardi, Franco «Bifo» (Héroes) Asesinato masivo y suicidio

Douglas Rushkoff (La supervivencia de los más ricos) Fantasías escapistas de los milmillonarios tecnológicos

El efecto montaplatos
Ojos que no ve, corazón que no siente

No podemos culpar al capitalismo de todos los males de la tecnología ni podemos culpar a la gran tecnología de los devastadores excesos y puntos flacos de las empresas. Pero ni las empresas ni la tecnología digital podrían haber causado los estragos del presente por sí solas. Antes bien, ambas han generado un bucle de realimentación que se refuerza mutuamente y alienta a los empresarios a imaginar un futuro gobernado por tecnologías del sector privado que trabajan para invisibilizar nuestros problemas, aunque no sean capaces de resolverlos.

Los aspirantes a ser los artífices del futuro humano tratan a la sociedad civil como antagonistas de sus grandes diseños. Creen que ellos pueden hacerlo mejor. Libres de cualquier consideración relativa al impacto de sus proyectos en el resto de nosotros, sin duda pueden construir cosas espectaculares más deprisa y de forma más rentable que cualquier Gobierno. Pero ello requiere esconder muchas cosas bajo la alfombra, como las personas y lugares donde sus sistemas funcionan realmente. 

Por ejemplo, usurpando el papel de los ayuntamientos en la planificación del transporte de masas. Uber encargó a ocho importantes estudios de arquitectura que elaboran propuestas de diseño de skyports (literalmente, «cielopuertos») donde los futuros usuarios de su aplicación de transporte compartido pudieran embarcar y desembarcar en aerotaxis urbanos todavía por inventar. Pese a su teórico compromiso con el impacto social y medioambiental de sus propuestas, estas evocan un futuro similar al descrito en la película Metrópolis, de Fritz Lang, en la que los ricos vuelan de un punto a otro de una ciudad que se eleva en el cielo, mientras los obreros que sustentan ese estilo de vida trabajan a ras de suelo.

A toda marcha
Deshumanización, dominación y extracción

En un primer momento, la economía de mercado, estrenada justo después de las cruzadas en la Baja Edad Media, benefició a los antiguos siervos del feudalismo. Se trataba de una economía transversal, entre iguales, no jerárquica. Los granjeros y panaderos locales no aspiraban en general a ser «ricos», sino a vivir de su trabajo. Sus monedas  estaban optimizadas para el comercio; no constituían tanto una forma de ahorrar o atesorar dinero como de facilitar el intercambio de bienes entre las personas. El sistema funcionó tan bien que Europa vivió el que sería su mayor periodo de crecimiento económico hasta la fecha medido en términos de prosperidad de la gente corriente. Las ciudades se enriquecieron tanto que invirtieron en la construcción de catedrales para estimular las peregrinaciones y el turismo. La gente trabajaba menos, comía más y crecía más que nunca antes; y, en algunos casos, más de lo que lo haría después. 

Conforme el pueblo se hacía más rico e independiente, la aristocracia se descubría relativamente más pobre y menos poderosa. Con frecuencia, aquellas acaudaladas familias no habían trabajado ni creado valor durante siglos y necesitaban encontrar una nueva forma de dominar a las masas. La primera fue la concesión de «monopolios privilegiados», que otorgaban a los nobles favorecidos el dominio exclusivo de una industria. Si hasta entonces un zapatero podía trabajar por su cuenta fabricado y vendiendo sus propios zapatos, ahora tendría que ser un empleado de la Real Compañía de Calzado de Su Majestad. Se negó a los individuos la capacidad de crear e intercambiar valor por sí mismo.

Luego los monarcas prohibieron el dinero mercantil y obligaron a todo el mundo a utilizar «moneda del reino». Dicha moneda debía tomarse prestada de la tesorería del Estado y devolverse con intereses. Con el monopolio de esta tecnología financiera, la aristocracia podía ganar dinero con solo prestarlo. Una nación tras otra fueron adoptando el nuevo enfoque, aplastando los mercados locales y restableciendo la dependencia de los campesinos de los ricos para tener trabajo. La moneda centralizada se convirtió en el nuevo sistema operativo de la economía, mientras las corporaciones venían a ser como el software que funcionaba en él. Fue un programa arrollador. 

Exponencial
Cuando no puedas avanzar más, devén meta

[...] En la década de 1980, el director general de General Electric, Jack Welch, supo identificar la pauta subyacente lo que esta implicaba: había llegado lo más lejos posible en la abstracción financiera. Como cualquier empresa que vende artículos de gran valor, GE contaba con una división de servicios de capital para ayudar a financiar las compras de sus productos, concebida originalmente como una forma de facilitar el pago a sus clientes. Sin embargo Welch se dio cuenta de que ganaba menos vendiendo lavadoras a la gente que prestándole el dinero necesario para comprarlas. Cuando fabricaba lavadoras, sus beneficios se veían limitados por las fricciones propias del mundo real, como el coste de los materiales, la mano de obra y el transporte; en cambio, cuando vendía préstamos, podía ganar dinero como por arte de magia: en este caso manejaba únicamente cifras, que podían escalarse sin experimentar fricción alguna. De modo que Welch se embarcó en la aventura de vender los activos productivos de GE y volcarse integramente en las finanzas. La revista especializada Harvard Business Review ensalzó las virtudes de su nueva estrategia; esta empezó a estudiarse en las escuelas de negocios y a ser imitada por otras empresas, que, en su intento de parecerse más a los bancos, acabaron por devorarse a sí mismas, liquidando cualesquiera divisiones esenciales que realmente crearan valor. 

Pero ni GE ni ninguna de aquellas empresas tenían una experiencia real en el sector de los servicios financieros, de manera que cuando la crisis financiera de 2007 cerró el grifo del dinero fácil, quedaron en una situación mucho más precaria que los auténticos bancos. Jack Welch no tardó en comprender que ya no había vuelta atrás y abandonó el barco. Tras despedir a decenas de miles de empleados de fabricación y ingeniería, se retiró de General Electric con una jubilación dorada y fueron sus sucesores quienes tuvieron que reconstruir las deterioradas divisiones industriales, de consumo y aeroespacial. 

Visiones del hombre ardiente
Somos como dioses

La creencia de que podemos codificar nuestra vía de salida de este lío presupone que el mundo está hecho de códigos y que todo aquello que aún no es código puede convertirse tarde o temprano a un formato digital con la misma facilidad con la que puede trasladarse un disco de vinilo a un archivo de transmisión en línea. Una vez que los elementos del problema se han convertido en datos, podemos utilizar la tecnología digital para arreglarlos. La pega de este planteamiento es que todo lo que no se puede convertir en código se deja de lado. Esto nos sitúa a todos en una carrera por escanearnos, digitalizarnos o formatearnos en un lenguaje compatible con las tecnologías que orquestan nuestras libertades. Incluso las soluciones a los propios problemas de la tecnología tienden a traducirse en introducir aún más tecnología en nuestras vidas y aprender a optimizar nuestra conducta en función del funcionamiento de estas. Nos ajustamos a la estructura de recompensas del entorno tecnológico en el que vivimos, acomodándonos constantemente a cualesquiera sistemas operativos que nos exijan nuestras tecnologías y los milmillonarios que las sustentan. Esta tendencia a la tecnocracia totalitaria es lo que el educador y teórico de los medios Neil Postman denominaba tecnópolis: «la sumisión de toda forma de vida cultural a la soberanía de la técnica y la tecnología». Aunque empecemos utilizando las herramientas en nuestro propio beneficio colectivo, poco a poco vamos rehaciendo nuestro mundo en torno a las necesidades de la tecnología, por ejemplo, construyendo autopistas y periferias residenciales para favorecer el uso del automóvil o modificando los currículos escolares para adaptarlos a los ordenadores. Una vez llevamos haciendo esto el tiempo suficiente, acabamos encontrándonos dentro de algo parecido a una máquina: un sistema autónomo y autodeterminado que elimina activamente todos los demás «mundos mentales». Postman dice que los dioses de la tecnología son la eficacia, la precisión y la objetividad, lo que no deja espacio alguno a los valores humanos, que existen en un «universo moral» completamente independiente e ignorado. 

De hecho, la tecnópolis es inexorable, sobre todo para aquellos que viven para apoyarla y han ganado miles de millones encontrando formas de contribuir a su dominio. Por eso, cuando los tecnopolitanos van a la selva a beber el vino de la sabiduría, experimentan una versión muy particular de la revelación de que «todo es uno» y regresan con el celo propio de un fanático pata hacerla realidad, a gran escala. 

Los humanos acabamos viviendo dentro de la Mentalidad. Conseguir que nos sometamos a sus valores se convierte en su mayor reto.

El Gran Reinicio
Para salvar el mundo hay que salvar el capitalismo

Basta con leer un poco sobre cualquiera de esas iniciativas para ver nombres como los de los delincuentes Jeffrey Epstein, Ghislaine Maxwell y Michael Milken junto a los miembros de la realeza británica como los príncipes Carlos (actual monarca) y Andrés; fundadores de empresas tecnológicas como Bill Gates y Paul Allen; políticos como Bill y Hillary Clinton, y asesores de megaproyectos científicos como Boris Nikolic y Melaine Walker. Cada uno de esos nombres viene a ser como la punta de lanza de toda una cultura privilegiada de aspirantes a reyes filósofos para quienes las nociones convencionales de moralidad y equidad son meros obstáculos en su objetivo de perpetuar su propio dominio. Representan un legado profundamente arraigado que se resiste a cualquier forma de cambio radical.

Para esta oligarquía global, la inversión ecológica y eso que —en términos contradictorios— denominan «filantropía de capital riesgo» no hace sino justificar nuevas formas de colonialismo territorial o incluso interpersonal. Cualquier cosa de la naturaleza puede mejorarse o hasta preservarse si primero la convertimos en una forma de propiedad y luego explotamos su valor en función del mercado. Según esta lógica, sin una apropiación real y una explotación consciente acabamos en una «tragedia de los bienes comunales» en la que los campesinos u otros seres humanos inferiores arrasan con algo valioso. 

Bill Gates ha empleado esta misma lógica para convertirse en el mayor propietario privado de tierras agrícolas de Estados Unidos. Desde una perspectiva inversionista, eso le permite cumplir con los objetivos de neutralidad en carbono de las carteras sostenibles, a la vez que le sirve de contrapeso a sus numerosas inversiones tecnológicas. Por más que los pequeños granjeros que recurren a prácticas de baja tecnología o incluso de tradición autóctona ya saben perfectamente cómo mantener el suelo vegetal, rotar los cultivos y gestionar las escorrentías. Gates está convencido de que puede mejorar todo eso con el pensamiento analítico. Cree que puede utilizar la ciencia, la tecnología y más capital riesgo para desarrollar semillas más productivas, biocombustibles más baratos y prácticas agrícolas más avanzadas. Gates actúa como si comprando recursos como la tierra y el agua, quienes tienen una inteligencia y una capacidad de previsión superiores pudieran gestionarlos en nombre de todos nosotros, utilizando una lógica y unas tecnologías que de todos modos los demás no podríamos entender.

analytics