ESPEJOS OSCUROS, ÁNGELES OCULTOS Y UNA RUEDA DE ORACIÓN ALGORÍTMICA
Para algunos pensadores avanzados, la violencia es un tipo de retroceso. En las partes más modernas del mundo, nos dicen, la guerra prácticamente ha desaparecido. El mundo en vías de desarrollo —un vertedero de estados semifracasados que carecen de los beneficios de las instituciones e ideas modernas— todavía puede ser destrozado por todo tipo de conflictos: étnico, tribal y sectario. En los demás sitios, la humanidad ha seguido adelante. Los grandes poderes ni están internamente divididos ni se inclinan por ir a la guerra unos contra otros. Con la expansión de la democracia y el aumento de la riqueza, estos estados presiden una era de paz como jamás el mundo había conocido. Para los que han vivido el último siglo, éste puede haberles parecido notablemente violento; pero se trata de una opinión subjetiva, no científica y poco más que una anécdota. Calculado de forma objetiva, el número de muertos en conflictos violentos ha disminuido de forma regular. Las cifras siguen bajando, y hay motivos para pensar que seguirán haciéndolo. Se está produciendo un gran cambio, no estrictamente inevitable, pero aún así enormemente fuerte. Después de muchos siglos de carnicerías, la humanidad está entrando en la era de la larga paz. Presentado con un impresionante despliegue de tablas y cifras, éste ha resultado ser un mensaje popular.
En realidad, esta disminución de la violencia puede que no sea lo que aparenta. Las estadísticas que se presentan se concentran sobre todo en las muertes en el campo de batalla. Si bien estas cifras están bajando, una razón de ello es el equilibrio del terror: las armas nucleares hasta ahora han impedido que las grandes potencias entraran en guerra. Al mismo tiempo, las muertes de no combatientes han aumentado de forma constante. En la Primera Guerra Mundial, cerca de un millón de los diez millones de muertos eran no combatientes. La mitad de los más de cincuenta millones de víctimas de la Segunda Guerra Mundial y más del noventa por ciento de los millones de personas que han perecido en el conflicto que ha arrasado el Congo durante décadas de manera imperceptible para la opinión occidental pertenecen a esta categoría. Nuevamente, si bien los grandes poderes han evitado el conflicto armado directo desde que terminó la Segunda Guerra Mundial, han seguido al mismo tiempo con sus rivalidades en muchas guerras subsidiarias. Conflictos coloniales y neocoloniales en el Sudeste Asiático, la guerra de Corea y la invasión china del Tíbet, el conflicto de contrainsurgencia británica en Malasia y Kenia, la abortada invasión franco-británica de Suez, la guerra civil de Angola, las invasiones soviéticas de Hungría, Checoslovaquia y Afganistán, la guerra de Vietnam, la guerra de Irán-Irak, la implicación de Estados Unidos en el genocidio de pueblos indígenas en Guatemala, la primera guerra del Golfo, la intervención encubierta en los Balcanes y en el Cáucaso, la invasión de Irak, el uso de potencia aérea en Libia, la ayuda militar a los insurgentes en Siria, la guerra subsidiaria que se está desarrollando sobre un fondo de divisiones étnicas en Ucrania… Éstos son sólo algunos contextos en los que los grandes poderes han estado involucrados en conflictos continuos mientras evitan entrar en conflicto entre sí.
La guerra ha cambiado, pero no se ha vuelto menos destructiva. Más que una contienda entre estados bien organizados que en algún momento pueden negociar, las paz actualmente con más frecuencia es un conflicto multilateral entre desiguales armados en estados fracturados o colapsado, al que nadie tiene el poder de poner fin. El feroz y aparentemente interminable conflicto de Siria —en el que la práctica metódica de matar de hambre y la destrucción sistemática de los ambientes urbanos, junto con continuas masacres sectarias son moneda común— sugiere que ha llegado la hora de un tipo de contienda no convencional.
Entre otras desgracias, las estadísticas de las muertes en el campo de batalla pasan por alto las víctimas del terror de Estado. El creciente conocimiento histórico ha hecho evidente que el «Holocausto por bala»—la matanza masiva de judíos en los países ocupados por los nazis, sobre todo en la antigua Unión Soviética, durante la Segunda Guerra Mundial— fue perpetrado en una escala aún mayor de lo que anteriormente se había pensado. La colectivización agrícola soviética produjo millones de muertes previsibles, principalmente a consecuencia del hambre, así como de la deportación a regiones no habitables, de las pésimas condiciones de vida en el gulag y de las operaciones de estilo militar contra las aldeas rebeldes. Las víctimas de la represión interna en tiempos de paz bajo el régimen de Mao se ha calculado en torno a setenta millones. No queda claro cómo encajan estas muertes en el esquema global del descenso de la violencia.
Estimar las cantidades implica cuestiones complejas de causa y efecto, lo cual no siempre puede separarse de los juicios morales. Existen muchos tipos de fuerza letal que no conducen a la muerte inmediata. ¿Los que mueren de hambre o de enfermedad durante una guerra o en la pesadilla que le sigue se cuentan entre las víctimas? ¿Aparecen en el recuento los refugiados cuyo sufrimiento acorta la vida? ¿Las víctimas de tortura figuran en los cálculos si sucumben años más tarde debido a los daños físicos o mentales que se les ha infligido? ¿Los niños que nacen y que viven poco tiempo llevando una vida de dolor como consecuencia de su exposición al Agente Naranja o al uranio empobrecido tienen un lugar en la lista de muertos? Si las mujeres que han sido violadas como parte de una estrategia militar de violencia sexual mueren antes de hora, ¿aparecerán sus muertes en las estadísticas?
[...] La idea de que la guerra endémica en estados pequeños y débiles es consecuencia de su atraso resulta algo repugnante. Las guerras que devastaron el Sudeste Asiático en la Segunda Guerra Mundial y en las décadas siguientes, destruyendo algunas de las civilizaciones más refinadas que jamás han existido, fueron obra de los poderes coloniales. Una de las causas del genocidio de Ruanda en 1994 fue la segregación de la población por parte del imperialismo alemán y belga. La guerra del Congo ha sido alimentada por la demanda occidental de recursos naturales. Si la violencia ha disminuido en las sociedades avanzadas puede que en parte se deba a que la han exportado. Una vez más, la idea de que la violencia está disminuyendo en los países más desarrollados es cuestionable. Según los estándares aceptados, Estados Unidos es la sociedad más avanzada del mundo. Asimismo, tiene el índice más elevado de arrestos, un poco por encima del Zimbabue de Mugabe. Alrededor de una cuarta parte de todos los prisioneros del mundo se encuentran en las cárceles estadounidenses, muchos de ellos por períodos excepcionalmente largos. El estado de Luisiana tiene encarcelada más población per cápita que ningún otro país del mundo; tiene, por ejemplo, tres veces más que Irán. Un número desproporcionado de la amplia población carcelaria de estados Unidos es de raza negra, muchos prisioneros son enfermos mentales y aumenta el número de viejos y enfermos. Los internos en las cárceles estadounidenses sufren un riesgo constante de violencia por parte de los internos, incluyendo la endémica amenaza de violación, y meses o años en confinamiento solitario, una pena a la que a veces se ha calificado de tortura. Junto con el encarcelamiento en masa, la tortura parece formar parte del funcionamiento del estado más avanzado del mundo. Puede que no sea casualidad que esta práctica a menudo se despliegue en operaciones especiales que, en muchos contextos, sustituyen a la contienda tradicional. La ampliación de las operaciones de contraterrorismo para incluir el asesinato perpetrado por mercenarios no identificados y las muertes por control remoto mediante el uso de drones forman parte del cambio que se está produciendo.
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