Un hombre que cultiva su jardín, como quería Voltaire.
El que agradece que en la tierra haya música.
El que descubre con placer una etimología.
Dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez.
El ceramista que premedita un color y una forma.
El fotógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le agrada.
Una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de cierto canto.
El que acaricia a un animal dormido.
El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho.
El que agradece que en la tierra haya Stevenson.
El que prefiere que los otros tengan razón.
Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo.
Jorge Luis Borges, «Los justos»
(La cifra, 1982)
AMUEBLAR EL VACÍO
Hay diferentes modos de amueblar el vacío. Si, para comprobarlo, tomamos la expresión al pie de la letra, nos encontramos con un modo de decorar las casas denominado irónicamente horror vacui. Cada uno de los más pequeños espacios está atiborrado de objetos; el ejemplo más notable en su género es el Vittoriale de D´Annunzio. Sin embargo, en el extremo opuesto, como sabía Hemingway, «un sitio limpio, bien iluminado» puede bastar para mantener los fantasmas a raya. Huelga añadir que, como saben los frailes, una celda desnuda es lo que más se aproxima a una habitación atestada.
Pero el vacío que hemos de amueblar para que no nos absorba es mucho más extenso que cualquier pared, y cada cual se esfuerza cada segundo de su vida en amueblarlo. Una actividad mistificadora, según los existencialistas. Heidegger denuncia la charla como una de las formas más usadas para «amueblar el silencio», uno de los muchos sinónimos del vacío. Para Sartre «la autenticidad puede alcanzarse sólo en la desesperación» provocada por el cara a cara con el vacío. Mucho antes que ellos Pascal critica a quien trata de evadirse del vacío con los divertissement, las frívolas distracciones inventadas para ponerle freno.
Pero los humanos saben hasta qué punto una empresa semejante está condenada al fracaso, hasta qué punto ni siquiera la religión consigue erradicar el horror al vacío, el vértigo, el desagradable anuncio de su presencia. Además, como sabía Stendhal, el «horrible» secreto oculto en el fondo abismal del vacío es sólo la muerte, en toda su vulgaridad.
Todos, incluso los más inagotables interioristas del vacío, saben que la vida no tiene sentido y que se desvanece como una exhalación después de una mezcolanza indigerible de placeres y sufrimientos, negando a todos, desde los más grandes hasta los más insignificantes, el consuelo de poder pensar que han logrado realizarse a sí mismos.
Bajo esta luz, parece evidente la engañosa posición de los pioneros de la autenticidad: aunque más sofisticada, sólo es una de las muchas formas de amueblar el vacío. «Sartre, explica Lévi-Strauss, «pensaba que realmente se podía dar sentido a las cosas, mientras que, en lo que a mi respecta, creo que nunca se consigue y tan sólo hay que elegir entre vivir la vida del modo más satisfactorio posible —y en tal caso debemos, comportarnos como si las cosas tuviesen un sentido, aun sabiendo que en realidad no tienen ninguno, y en consecuencia no perder nunca la cabeza, dejarse llevar, ir a la aventura— o, por el contrario, retirarse del mundo, suicidarse o llevar una existencia de asceta entre los bosques y las montañas. Pero vivimos un poco como eternos esquizofrénicos, sabiendo que nos comportamos del modo que mayor satisfacción puede proporcionar a nuestros sentidos, pero sin que haya otra justificación más allá de ésta.»
Sabemos bien, como decía Renard, que «la única felicidad consiste en buscarla». Y no obstante continuamos haciéndonos ilusiones. Proyectamos sobre ese vacío un fantasma diferente cada vez, le damos el nombre de un lugar, de un premio, de una persona. Cada vez nos tomamos en serio ese material de relleno y cada vez la desilusión nos deja sin aliento. «He tratado de rellenar con la plenitud de las experiencias el vacío que nunca cesaba de hacerse cada vez más profundo», confesaba Michel Leiris. El hecho de que, cada vez, logremos dar un nombre al vacío nos libra de mirar cara a cara al dolor por lo incompleto de nuestra condición y la muerte que se avecina. Pensamos: «Si lo tuviese, me tranquilizaría», pero sabemos muy bien que, si lo tuviéramos, le daríamos otro lacerante nombre a nuestro sentido del vacío.
Imposible dudarlo: los dioses satisfacen los deseos de aquellos a quienes quieren castigar. Quien con mil esfuerzos consiga capturar una liebre se encontrará frente a un decepcionante prodigio: la liebre ya no está y en su lugar ha quedado un ávido conejo. «En cuanto algo estaba a mi alcance, ya no lo quería: toda mi alegría se consumaba en el deseo», observaba T. E. Lawrence.
[...] Existen modos de amueblar el vacío más peligrosos para quienes los practica y para aquellos que están a su lado, aunque, en un entorno de condenados a muerte como el humano, se trata en el fondo de matices. Según los hermanos Goncourt, María Antonieta se puso a «jugar» a la política sólo para amueblar el vacío de su vida. A T. E. Lawrence, huérfano de sus heroicas empresas árabes, las únicas distracciones que le quedaron fueron las locas carreras en la potente moto que acabaría costándole la vida. El último medio para resistir el peso aniquilador y amenazador del vacío es el suicidio, que aspira a derrotar al adversario en el tiempo. Sólo así puede entenderse a los enfermos terminales que ponen fin a sus días, al igual que la minuciosidad con que preparan su propia salida. El suicidio es la versión sacra de la prisa profana que nos empuja en una carrera contra el tiempo perdida sin remedio de antemano. «Nada importante muere... sólo... los hombres... y las mariposas», constataba Romain Gary.
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