Karl Gustav Jung (Lo inconsciente)

Los dominantes del inconsciente colectivo

[...] El período de la Ilustración se cerró, como es sabido, con los horrores de la Revolución Francesa. Actualmente volvermos a experimentar esta rebelión de las fuerzas inconscientes, destructoras, de la psique colectiva. El efecto fue una matanza en masa. Esto era, precisamente, lo que lo inconsciente buscaba. Su posición se había reforzado antes desmesuradamente por el racionalismo de la vida moderna, que desprecia todo lo irracional; con lo cual la función de lo irracional se hundió en lo inconsciente. Pero una vez que la función se encuentra en lo inconsciente, obra desde allí devastadora e irresistiblemente, como una enfermedad incurable, cuyo foco no puede ser extirpado, porque es invisible. Tanto el individuo como el pueblo tiene entonces que vivir, a la fuerza, lo irracional; y no tiene más remedio que aplicar su más alto ideal y su mejor ingenio a dar la forma más perfecta posible a la extravagancia de lo irracional. En pequeño, lo vemos en nuestra enferma. Esta rehuía una posibilidad de vida (señora X) que le parecía irracional, para vivir esa vida misma en forma patológica, con el mayor sacrificio, en un objeto inadecuado. 

No hay otra posibilidad sino reconocer lo irracional como una función psicológica necesaria, puesto que siempre está presente, y tomar sus contenidos no como realidades concretas (esto sería un retroceso), sino como realidades psicológicas; realidades, porque son cosas activas, es decir, efectividades. Lo inconsciente colectivo es el sedimento de la experiencia universal de todos los tiempos, y, por lo tanto, una imagen del mundo que se ha formado desde hace muchos eones. En esta imagen se han inscrito a través del tiempo determinadas líneas, llamadas dominantes. Estas dominantes son las potestades, los dioses, es decir, imágenes de leyes y principios dominadores de regularidades promediadas en el curso de las representaciones seculares. Por cuanto las imágenes depositadas en el cerebro son copias relativamente fieles de los acaecimientos psíquicos, corresponden sus dominantes (es decir, sus rasgos generales, acusados por acumulación de experiencia (idéntica), a ciertos rasgos generales. Por eso es posible trasladar directamente cierta imágenes inconscientes, como conceptos intuitivos, al mundo físico; así por ejemplo, el éter, la materia sutil o anímica primitiva, que está representada, por decirlo así, en las concepciones de toda la tierra; así también la energía, esa fuerza mágica cuya intuición también está difundida universalmente.

Por su parentesco con las cosas físicas, aparecen las dominantes proyectadas con frecuencia; y, cuando las proyecciones son inconscientes, recaen sobre personas del círculo próximo y, por lo regular, en forma de depreciaciones o sublimaciones anormales, que provocan errores, disputas, misticismo y locuras de toda índole. Así se dice "uno tiene  a otro por Dios", o que "Fulano es la bestia negra de Mengano". De aquí surgen también las modernas formas del mito, es decir, fantásticos rumores, desconfianzas y prejuicios. Las dominantes del inconsciente colectivo son, por lo tanto, cosas sumamente importantes y de importante efecto, a las cuales ha de prestarle la mayor atención. Las dominantes no se han de ahogar simplemente, sino que que se han de someter a cuidadosa ponderación. Como suelen presentarse en forma de proyecciones, y las proyecciones (por el parentesco de las imágenes inconscientes con el objeto) sólo se hieren allí donde existe una ocasión externa para ello, resulta difícil su estudio. Por lo tanto,  cuando alguien proyecta la dominante "diablo" sobre un prójimo es porque este prójimo tiene algo en sí que hace posible la fijación de la dominante diabólica, Con esto no quiero decir, de ningún modo, que este hombre sea también, por decirlo así, un diablo; antes por el contrario, puede ser un hombre singularmente bueno pero incompatible con el proyecto y, por consiguiente, existe entre ambos un "efecto diabólico". Tampoco el proyectante necesita ser un diablo, aun cuando tenga que reconocer que lleva en sí lo diabólico y que ha incurrido en ello, por cuanto lo proyecta; pero no por eso es "diabólico", sino que puede ser un hombre tan correcto como el otro. La presencia de la dominante diabólica, en un caso semejante, se interpreta así: ambos hombres son incompatibles (para el presente y para el futuro próximo), por lo cual lo inconsciente los disocia y separa. 

Una de las dominantes, que se encuentra casi regularmente en el análisis de las proyecciones con contenidos colectivos inconscientes, es el "demonio mago", de efecto eminentemente inquietante. Un buen ejemplo es el Golem, de Meyrink, como también el mago tibetano en los Murciélagos de Meyrink, que desencadena mágicamente la guerra universal. Naturalmente, Meyrink no lo ha aprendido de mí, sino que lo ha formado libremente de su inconsciente, comunicando a semejante sentimiento, forma y palabra, como la enferma lo había proyectado sobre mí. La dominante mágica se presenta también en Zaratrtusta; y en Fausto es, por así decirlo, el héroe mismo. 

La imagen de este demonio es el grado más bajo y más antiguo del concepto de Dios. Es la dominante del primitivo mago o curandero de la tribu, personalidad de singulares dotes, cargada de fuerza mágica. Esta figura aparece en lo inconsciente de mi enferma muy frecuentemente con piel morena y tipo mongólico. (Advierto que estas cosas eran conocidas por mí mucho antes de que Meyrink las escribiera). 

Con el conocimiento de las dominantes del inconsciente colectivo, hemos dado un gran paso. El efecto mágico diabólico del prójimo desaparecerá tan pronto como el sentimiento inquietante quede relegado a una magnitud definitiva del inconsciente colectivo. Pero, en cambio, tenemos ahora ante nosotros un problema de en qué forma pueda el Yo entrar en tratos con este no-Yo psicológico. ¿Cabe contentarse con la comprobación de la existencia activa de las dominantes inconscientes y abandonar luego la cuestión a sí misma? 

Con esto se produciría un estado de constante disociación, una desavenencia entre la psique individual y la psique colectiva en el sujeto. Por una parte tendríamos el Yo diferenciado y moderno; por otra, una especie de cultura de negros, un estado enteramente primitivo. Con lo cual percibiríamos separado y clara lo que efectivamente sucede ahora, a saber: que la corteza de la civilización cubre una bestia de piel oscura. Semejante disociación, exige, empero, inmediata síntesis y desarrollo de lo no desarrollado. Hay que armonizar estos dos extremos. 

Benjamin Costant (La libertad de los antiguos frente a la de los modernos) Seguida de La libertad de pensamiento

SOBRE LA LIBERTAD DE PENSAMIENTO

«A las leyes», dice Montesquieu, «solo les corresponde castigar las acciones externas». Se trata de una verdad que parece innecesario demostrar y, sin embargo, la autoridad a menudo lo ha ignorado.

En ocasiones, dicha autoridad ha querido sojuzgar el pensamiento mismo. Las dragonnades de Luis XIV, las leyes insensatas del implacable Parlamento de Carlos II de Inglaterra, la furia de nuestro revolucionarios no tenían otro objetivo.

Otras veces, la autoridad, renunciando a esa pretensión ridícula, ocultó su renuncia bajo el disfraz de una concesión voluntaria y una tolerancia encomiable. Curioso mérito el de conceder aquello que es imposible negar y el de tolerar lo que no se conoce.

Para percibir lo absurdo de toda tentativa, por parte de la sociedad, de controlar la opinión interna de sus miembros, de controlar unas pocas palabras sobre la posibilidad y los medios de hacerlo.

La posibilidad no existe. La naturaleza ha dado al pensamiento del hombre un refugio inexpugnable. Ha creado para él un santuario impenetrable a todo poder. 

En cuanto a los medios, son siempre los mismos. Hasta tal punto es así que, al narrar lo que se hizo hace dos siglos, parece que estamos hablando de lo que ha ocurrido no hace mucho ante nuestros ojos. Y esos medios que son siempre los mismo van siempre contra su propio objetivo.

Contra la opinión muda, se pueden desplegar todos los recursos de la curiosidad inquisitorial. Es posible indagar sobre las conciencias, imponer juramento tras juramento, con la esperanza de que aquel cuya conciencia no se ha indignado ante un primer acto se rebele ante un segundo o un tercero.  Los escrúpulos pueden ser sacudidos con un rigor desmedido, al tiempo que se contempla la obediencia con una desconfianza inflexible. Es posible perseguir a los hombres orgullosos y honestos, dejando a paz de mala gana a los espíritus flexibles y complacientes. Se puede ser incapaz tanto de respetar la resistencia como creer en la sumisión. Es posible tender trampas a los ciudadanos, inventar fórmulas rebuscadas para declarar rebelde a todo un pueblo, ponerlo fuera del alcance de las leyes sin que haya hecho nada, castigarlo sin que haya cometido delitos, privarlo del derecho mismo al silencio; es posible, en fin, perseguir a los hombres hasta en los dolores de la agonía y en la hora solemne de la muerte. 

¿Qué ocurre entonces? Los hombres honestos se indignan, los débiles se degradan, todos sufren, nadie está satisfecho. Los juramentos impuestos como órdenes son una invitación a la hipocresía. Solo logran lo que es criminal lograr: afectar a la franqueza y la integridad. Exigir asentimiento es hacer que este se marchite. Apuntalar una opinión con amenazas es invitar al coraje de desafiarla; intentar conducir a alguien a la obediencia presentándole motivos seductores hace que la imparcialidad se vea obligada a ofrecer resistencia.

Veintiocho años después de todas las vejaciones inventadas por los Estuardo como salvaguardia, los Estados fueron expulsados. Un siglo después de los ataques contra los protestantes bajo Luis XIV, los protestantes contribuyeron al derrocamiento de los descendientes de dicho rey. Apenas diez años nos separan de los gobiernos revolucionarios que se decían republicanos y, por una confusión funesta pero natural, la propia denominación que ellos profanaron solo se pronuncia hoy hoy con horror. 


SOBRE LA MANIFESYACIÓN DEL PENSAMIENTO

Los hombres tienen dos formas de manifestar su pensamiento: la palabra y la escritura. 

Hubo un tiempo que la palabra parecía merecer completa vigilancia por parte de la autoridad. En efecto, si se consideraba que la palabra es el instrumento indispensable de todas las conspiraciones, la precursora necesaria de todos los crímenes, el medio de comunicación de todas las intenciones perversas, vendrá en que sería deseable circunscribir su uso, para eliminar así sus inconvenientes y conservar su utilidad.

¿Por qué, entonces, se ha renunciado a todo esfuerzo para alcanzar ese objetivo tan deseable? Porque la experiencia ha demostrado que las medidas apropiadas para conseguirlo producían males mayores que aquellos que querían remediar. Espionaje, corrupción, delaciones, calumnias, abusos de confianza, traición, sospechas entre parientes, disensiones entre amigos, enemistad entre conocidos, mentira, perjurio,  arbitrariedad: esos eran los elementos de los que se componía la acción de la autoridad sobre la palabra. Se pensó que aquello era comprar demasiado cara la ventaja de la vigilancia; además, se comprendió que significaba dar importancia a lo que no debía tenerla; que el llevar un registro de las imprudencias estas se convertían en hostilidad, que al detener al vuelo palabras fugaces, estas se veían seguidas de acciones temerarias, y que, al tiempo que se reprimía severamente los hechos que las palabras pudieran desencadenar, más valía dejar que se evaporara lo que no producía resultados. En consecuencia, con excepción de algunas raras circunstancias, de ciertas épocas claramente desastrosas o de gobiernos siniestros que no disimulaban su tiranía, la sociedad ha comenzado a hacer distinciones que permiten que su jurisdicción sobre la palabra sea más suave y más legítima. La manifestación de la opinión puede producir, en un caso concreto, un efecto tan infalible que debe ser considerada como una acción. Entonces, si esas acción es punible, la palabra debe ser castigada. Y lo mismo ocurre con la escritura. Los escritos, como la palabra,  como los movimientos más sencillo, pueden formar parte de ella si es criminal. Pero si no forman parte de ninguna acción, debe gozar, como la palabra, de completa libertad. 

Esto da respuesta, por un lado,  a quienes en nuestros tiempos ha prescrito la necesidad de que rodaran ciertas cabezas que ellos mismos señalaban, y se han justificado diciendo que, al fin y al cabo, lo único que ellos hacían era emitir opinión; y, por otro lado, da respuesta a quienes deseaban aprovechar este delirio para someter la manifestación de cualquier opinión a la jurisdicción de la autoridad. 

Si se admite la necesidad de reprimir la manifestación de opiniones, o bien que la autoridad se arrogue facultades policiales que la eximan de recurrir a la vía judicial. En el primer caso, las leyes serán burladas: nada es más fácil para una opinión que presentarse bajo formas tan variadas que ninguna ley concreta pueda alcanzarla. En el segundo caso, al autorizar al gobierno a tomar medidas enérgicas contra las opiniones, sean estas cuales fueren, se le otorga el derecho a interpretar el pensamiento y extraer conclusiones, en suma, a razonar y colocar sus razonamientos en lugar de los hechos, que son los únicos contra los que debe actuar la autoridad. ¿Qué opinión no puede atraer el castigo de su autor? Se le concede al gobierno la facultad  de obrar mal, siempre y cuando se cuide de razonar mal. Es imposible escapar de este círculo. Los hombres a quienes se confía el derecho de juzgar las opiniones son tan susceptibles como los demás de estar equivocados o corrompidos, y el poder arbitrario que se les ha concedido puede emplearse tanto contra las verdades más necesarias como contra los errores más funestos. 

Cuando no se considera más que un aspecto de las cuestiones morales y políticas, es fácil trazar un cuadro terrible del abuso de nuestras facultades. Pero cuando se contemplan estas cuestiones desde todos los puntos de vista, el cuadro de las desgracias causadas por la autoridad social al limitar tales facultades es, a mi juicio, igualmente aterrador.