Benjamin Costant (La libertad de los antiguos frente a la de los modernos) Seguida de La libertad de pensamiento

SOBRE LA LIBERTAD DE PENSAMIENTO

«A las leyes», dice Montesquieu, «solo les corresponde castigar las acciones externas». Se trata de una verdad que parece innecesario demostrar y, sin embargo, la autoridad a menudo lo ha ignorado.

En ocasiones, dicha autoridad ha querido sojuzgar el pensamiento mismo. Las dragonnades de Luis XIV, las leyes insensatas del implacable Parlamento de Carlos II de Inglaterra, la furia de nuestro revolucionarios no tenían otro objetivo.

Otras veces, la autoridad, renunciando a esa pretensión ridícula, ocultó su renuncia bajo el disfraz de una concesión voluntaria y una tolerancia encomiable. Curioso mérito el de conceder aquello que es imposible negar y el de tolerar lo que no se conoce.

Para percibir lo absurdo de toda tentativa, por parte de la sociedad, de controlar la opinión interna de sus miembros, de controlar unas pocas palabras sobre la posibilidad y los medios de hacerlo.

La posibilidad no existe. La naturaleza ha dado al pensamiento del hombre un refugio inexpugnable. Ha creado para él un santuario impenetrable a todo poder. 

En cuanto a los medios, son siempre los mismos. Hasta tal punto es así que, al narrar lo que se hizo hace dos siglos, parece que estamos hablando de lo que ha ocurrido no hace mucho ante nuestros ojos. Y esos medios que son siempre los mismo van siempre contra su propio objetivo.

Contra la opinión muda, se pueden desplegar todos los recursos de la curiosidad inquisitorial. Es posible indagar sobre las conciencias, imponer juramento tras juramento, con la esperanza de que aquel cuya conciencia no se ha indignado ante un primer acto se rebele ante un segundo o un tercero.  Los escrúpulos pueden ser sacudidos con un rigor desmedido, al tiempo que se contempla la obediencia con una desconfianza inflexible. Es posible perseguir a los hombres orgullosos y honestos, dejando a paz de mala gana a los espíritus flexibles y complacientes. Se puede ser incapaz tanto de respetar la resistencia como creer en la sumisión. Es posible tender trampas a los ciudadanos, inventar fórmulas rebuscadas para declarar rebelde a todo un pueblo, ponerlo fuera del alcance de las leyes sin que haya hecho nada, castigarlo sin que haya cometido delitos, privarlo del derecho mismo al silencio; es posible, en fin, perseguir a los hombres hasta en los dolores de la agonía y en la hora solemne de la muerte. 

¿Qué ocurre entonces? Los hombres honestos se indignan, los débiles se degradan, todos sufren, nadie está satisfecho. Los juramentos impuestos como órdenes son una invitación a la hipocresía. Solo logran lo que es criminal lograr: afectar a la franqueza y la integridad. Exigir asentimiento es hacer que este se marchite. Apuntalar una opinión con amenazas es invitar al coraje de desafiarla; intentar conducir a alguien a la obediencia presentándole motivos seductores hace que la imparcialidad se vea obligada a ofrecer resistencia.

Veintiocho años después de todas las vejaciones inventadas por los Estuardo como salvaguardia, los Estados fueron expulsados. Un siglo después de los ataques contra los protestantes bajo Luis XIV, los protestantes contribuyeron al derrocamiento de los descendientes de dicho rey. Apenas diez años nos separan de los gobiernos revolucionarios que se decían republicanos y, por una confusión funesta pero natural, la propia denominación que ellos profanaron solo se pronuncia hoy hoy con horror. 


SOBRE LA MANIFESYACIÓN DEL PENSAMIENTO

Los hombres tienen dos formas de manifestar su pensamiento: la palabra y la escritura. 

Hubo un tiempo que la palabra parecía merecer completa vigilancia por parte de la autoridad. En efecto, si se consideraba que la palabra es el instrumento indispensable de todas las conspiraciones, la precursora necesaria de todos los crímenes, el medio de comunicación de todas las intenciones perversas, vendrá en que sería deseable circunscribir su uso, para eliminar así sus inconvenientes y conservar su utilidad.

¿Por qué, entonces, se ha renunciado a todo esfuerzo para alcanzar ese objetivo tan deseable? Porque la experiencia ha demostrado que las medidas apropiadas para conseguirlo producían males mayores que aquellos que querían remediar. Espionaje, corrupción, delaciones, calumnias, abusos de confianza, traición, sospechas entre parientes, disensiones entre amigos, enemistad entre conocidos, mentira, perjurio,  arbitrariedad: esos eran los elementos de los que se componía la acción de la autoridad sobre la palabra. Se pensó que aquello era comprar demasiado cara la ventaja de la vigilancia; además, se comprendió que significaba dar importancia a lo que no debía tenerla; que el llevar un registro de las imprudencias estas se convertían en hostilidad, que al detener al vuelo palabras fugaces, estas se veían seguidas de acciones temerarias, y que, al tiempo que se reprimía severamente los hechos que las palabras pudieran desencadenar, más valía dejar que se evaporara lo que no producía resultados. En consecuencia, con excepción de algunas raras circunstancias, de ciertas épocas claramente desastrosas o de gobiernos siniestros que no disimulaban su tiranía, la sociedad ha comenzado a hacer distinciones que permiten que su jurisdicción sobre la palabra sea más suave y más legítima. La manifestación de la opinión puede producir, en un caso concreto, un efecto tan infalible que debe ser considerada como una acción. Entonces, si esas acción es punible, la palabra debe ser castigada. Y lo mismo ocurre con la escritura. Los escritos, como la palabra,  como los movimientos más sencillo, pueden formar parte de ella si es criminal. Pero si no forman parte de ninguna acción, debe gozar, como la palabra, de completa libertad. 

Esto da respuesta, por un lado,  a quienes en nuestros tiempos ha prescrito la necesidad de que rodaran ciertas cabezas que ellos mismos señalaban, y se han justificado diciendo que, al fin y al cabo, lo único que ellos hacían era emitir opinión; y, por otro lado, da respuesta a quienes deseaban aprovechar este delirio para someter la manifestación de cualquier opinión a la jurisdicción de la autoridad. 

Si se admite la necesidad de reprimir la manifestación de opiniones, o bien que la autoridad se arrogue facultades policiales que la eximan de recurrir a la vía judicial. En el primer caso, las leyes serán burladas: nada es más fácil para una opinión que presentarse bajo formas tan variadas que ninguna ley concreta pueda alcanzarla. En el segundo caso, al autorizar al gobierno a tomar medidas enérgicas contra las opiniones, sean estas cuales fueren, se le otorga el derecho a interpretar el pensamiento y extraer conclusiones, en suma, a razonar y colocar sus razonamientos en lugar de los hechos, que son los únicos contra los que debe actuar la autoridad. ¿Qué opinión no puede atraer el castigo de su autor? Se le concede al gobierno la facultad  de obrar mal, siempre y cuando se cuide de razonar mal. Es imposible escapar de este círculo. Los hombres a quienes se confía el derecho de juzgar las opiniones son tan susceptibles como los demás de estar equivocados o corrompidos, y el poder arbitrario que se les ha concedido puede emplearse tanto contra las verdades más necesarias como contra los errores más funestos. 

Cuando no se considera más que un aspecto de las cuestiones morales y políticas, es fácil trazar un cuadro terrible del abuso de nuestras facultades. Pero cuando se contemplan estas cuestiones desde todos los puntos de vista, el cuadro de las desgracias causadas por la autoridad social al limitar tales facultades es, a mi juicio, igualmente aterrador.

No hay comentarios:

Publicar un comentario