Charles Dickens (Tiempos difíciles)

Centenares de obreros. Centenares de caballos de vapor. Allí en la fábrica. Se puede calcular con precisión lo que la máquina es capaz de hacer con una libra de combustible, pero ni todo un equipo de expertos en deuda pública sería capaz de calcular la capacidad para el bien y para el mal, para el amor y el odio, para el patriotismo y el descontento, para la virtud que, degradada, se torna en vicio -y viceversa- que puede albergar, en un instante, el alma de cualquiera de esos silenciosos servidores de compuesta expresión y regulados movimientos. El misterio, que en la máquina brilla por su ausencia, es insondable incluso en el más insignificante de los hombres. Estremece pensar que se pretenda invertir los términos y aplicar medida a lo que no la tiene.
Pese a la lluvia, el día había clareado lo bastante para poder apagar las llameantes luces del interior de la fábrica. Las serpientes de humo, resignándose a la maldición de toda aquella tribu, se veían obligadas a reptar bajo el aguacero. Y, en el patio de atrás, el vapor del conducto de escape, los barriles y la chatarra desechada, los brillantes montones de carbón, la ceniza que lo invadía todo, quedaban velados por la lluvia y la bruma.
El trabajo prosiguió hasta que, a mediodía, sonó la sirena. De nuevo el resonar de los zuecos en el pavimento. Los telares, los engranajes y los tejedores, todos desconectados durante una hora.

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