SOLTAR EL GLOBO
En diciembre de 1976, en una reunión de la Asociación Histórica Americana celebrada en Washington D.C., Fredric L. Cheyette, profesor de Historia Medieval Europea en el Amherts College, pronunció un discurso en el que pedía el abandono de los cursos canónicos sobre civilización occidental que antaño habían sido un rito de iniciación obligatorio para los estudiantes universitarios en la enseñanza superior estadounidense. El debate sobre los cursos introductorios, a menudo llamados cariñosamente Western Civ, llevaba décadas cobrando fuerza en los campus universitarios, sobre todo tras el final de la guerra en las décadas de 1950 y 1960.
La cuestión era qué debían aprender, si es que debían aprender algo, los estudiantes de las universidades del país sobre la civilización occidental: desde la antigua Roma y Grecia, pasando por la aparición de la forma moderna del Estado-nación en Europa, hasta nuestro propio experimento en la nueva república de Estados Unidos. Más importante aún, la cuestión era si el propio concepto de civilización occidental era lo bastante coherente y sustancial como para tener un significado real en el contexto educativo. Los cursos generaron toda una subcultura de debate sobre su papel y su lugar en el campus universitario casi medio siglo, un debate que se convertiría en heraldo de la división cultural que se sigue poniendo de manifiesto hoy en día. Y la historia de su desaparición, perdida para muchas personas del Valley, sugiere las raíces de nuestra actual crisis. La cuestión no era simplemente qué se debía enseñar a los estudiantes universitarios, sino más bien cuál era el propósito de su educación, más allá del mero enriquecimiento de aquellos que tenían la suerte de asistir a la universidad adecuada. ¿Cuáles eran los valores de nuestra sociedad, más allá de la tolerancia y el respeto de los derechos de los demás? ¿Cuál era el papel de la enseñanza superior, si es que desempeñaba alguno, en la articulación de un sentimiento colectivo de identidad capaz de servir de base a un sentimiento más amplio de cohesión y de propósito compartido? Las generaciones que construirían Silicon Valley, que impulsarían la revolución informática, alcanzaron la mayoría de edad durante lo que se convertiría en un masivo replanteamiento del valor de la nación y, de hecho, del propio Occidente.
Los tradicionalistas sostenían que los estudiantes universitarios necesitan un contacto básico con pensadores y escritores como Platón y John Stuart Mill, e incluso Dante y Marx, para comprender las libertades de las que ellos mismos disfrutaban y el lugar que habitaban en el mundo. Muchos sentían un inmenso afán en aquel momento por construir una narrativa coherente a partir de un registro histórico y cultural enormemente fragmentado. Los partidarios de un plan de estudios basado en la tradición occidental argumentaban, de forma un tanto pragmática, que EE.UU. requería la construcción de un patrimonio compartido o de un sentido de identidad estadounidense entre una élite cultural que cada vez se nutría de una franja más diversa de la población. William McNeill, por ejemplo, un historiador que empezó a enseñar en la Universidad de Chicago en 1947, sostenía que la construcción de un canon unificado de textos y narrativas, cuando no de mitologías, daba a los estudiantes «un sentido de ciudadanía común y de participación en una comunidad de razón, una creencia en carreras profesionales abiertas al talento y una fe en una verdad susceptible de ser ampliada y mejorada generación tras generación». El mérito de un plan de estudios básico planteado en torno a la tradición occidental era que facilitaba y, de hecho, posibilitaba la construcción de una identidad nacional en Estados Unidos a partir de un conjunto fracturado y dispar de experiencias culturales: una especie de religión cívica, vinculada en gran medida a la verdad y a la historia a lo largo de los siglos, pero también ambiciosa en un deseo de dar coherencia y fundamento a un proyecto nacional.
Los que se oponían a los cada vez más anticuados cursos introductorios, entre ellos Cheyette en Amherst, argumentaban en contra de lo que consideraban una narrativa esencialmente ficticia sobre el arco argumental y el desarrollo de la civilización occidental, razonando que ese plan de estudios era demasiado excluyente e incompleto para imponerlo a los estudiantes. Kwame Anthony Appiah, profesor de filosofía en la Universidad de Nueva York y crítico de todo concepto de «Occidente», defendería más adelante que «forjamos una importante descripción de la democracia ateniense, la Carta Magna, la revolución copernicana, etc», llegando al cresendo de una conclusión, a pesar de las pruebas en contra, de que «la cultura occidental era, en esencia, individualista y democrática y de mentalidad libre y tolerante y progresista y racional y científica». Para Appiah y muchos otros, la forma idealizada de Occidente era una narración, quizá fascinante y convincente en ocasiones, pero una narración al fin y al cabo, impuesta, y torpemente endosada e incrustada en el registro histórico en lugar de surgir de él.
Por supuesto, también estaba en disputa dónde estaba «Occidente», es decir, qué países incluía. Cuando Samuel Huntington publicó su ensayo «The Clash of Civilizatión» en Foreign Affairs en 1993, incluyó un mapa de Europa con una línea que William Wallace, por entonces investigador de la Universidad de Oxford, había razonado que mostraba la extensión del avance del cristianismo occidental a partir de 1500.
La mayoría de los estudioso se resistieron a lo que describieron como la «división simplista del mundo en siete, o posiblemente ocho "civilizaciones" diferenciadas» de Huntington. Pero, aunque su marco era, está claro, reduccionista —de hecho, su atractivo radica en su aparente precisión— la revuelta general contra Huntington acabaría desplazando la mayoría de los debates normativos serios sobre el papel de la cultura en la configuración de todo, desde las relaciones internacionales hasta el desarrollo económico. ¿Dónde estaban las líneas divisorias entre culturas? ¿Qué culturas estaban alienadas con el progreso de los intereses de sus miembros? ¿Y cuál debía ser el papel de la nación a la hora de articular o defender un sentido de cultura nacional? Toda esta área se convertiría en terreno vedado para los académicos que pensaban obtener la titularidad.
[...] El cuestionamiento sistemático de Occidente en la segunda mitad del siglo XX, de su historia e identidad, así como del proyecto estadounidense, de lo que era o debía ser, en todo caso, ha dejado un vacío a su paso. Tal vez se haya derribado, con razón, un régimen de conocimiento. Pero no se ha erigido nada en su lugar. Las guerras de los cánones, como se conocerían en los campos universitarios en la década de 1960 y posteriores, así como el desafío académico al propio Occidente que sucedió a continuación, representaban una lucha no solo sobre el contenido de la identidad estadounidense, sino sobre si debía existir dicho contenido.
El tenue concepto de pertenencia a la comunidad estadounidense consistía en el respeto a los derechos de los demás y un amplio compromiso con las políticas económicas neoliberales de libre comercio y el poder del mercado. El concepto más denso de pertenencia exigía una historia de lo que ha sido, es y será el proyecto estadounidense, lo que significa participar en este experimento rebelde y vivo de construcción de una república. En este país, y en muchos otros, la pertenencia a la comunidad de la nación corre el riesgo de reducirse a algo angosto e incompleto, el sentido laxo de afiliación que se deriva de compartir una lengua o una cultura popular, por ejemplo, desde el entretenimiento a los deporte o la moda. Y son muchos, los que han abogado por este retroceso. A finales de la década de 1970, toda una generación se había convertido en escéptica ante una identidad nacional más amplia o entre los proyectos compartidos. Y esa generación, que incluía a muchos de los que luego fundarían Silicon Valley y estimularían a la revolucioón informática, dirigió su atención hacia otra parte, el consumidor individual, falta de interés en promover las desventuras de un gobierno cuyo proyecto y razón de ser se había cuestionado tan profundamente.

