Alexander C. Karp y Nicholas W. Zamiska (La república tecnológica) Poder duro, pensamiento débil y el futuro de Occidente

 SOLTAR EL GLOBO

En diciembre de 1976, en una reunión de la Asociación Histórica Americana celebrada en Washington D.C., Fredric L. Cheyette, profesor de Historia Medieval Europea en el Amherts College, pronunció un discurso en el que pedía el abandono de los cursos canónicos sobre civilización occidental que antaño habían sido un rito de iniciación obligatorio para los estudiantes universitarios en la enseñanza superior estadounidense. El debate sobre los cursos introductorios, a menudo llamados cariñosamente Western Civ, llevaba décadas cobrando fuerza en los campus universitarios, sobre todo tras el final de la guerra en las décadas de 1950 y 1960.

La cuestión era qué debían aprender, si es que debían aprender algo, los estudiantes de las universidades del país sobre la civilización occidental: desde la antigua Roma y Grecia, pasando por la aparición de la forma moderna del Estado-nación en Europa, hasta nuestro propio experimento en la nueva república de Estados Unidos. Más importante aún, la cuestión era si el propio concepto de civilización occidental era lo bastante coherente y sustancial como para tener un significado real en el contexto educativo. Los cursos generaron toda una subcultura de debate sobre su papel y su lugar en el campus universitario casi medio siglo, un debate que se convertiría en heraldo de la división cultural que se sigue poniendo de manifiesto hoy en día. Y la historia de su desaparición, perdida para muchas personas del Valley, sugiere las raíces de nuestra actual crisis. La cuestión no era simplemente qué se debía enseñar a los estudiantes universitarios, sino más bien cuál era el propósito de su educación, más allá del mero enriquecimiento de aquellos que tenían la suerte de asistir a la universidad adecuada. ¿Cuáles eran los valores de nuestra sociedad, más allá de la tolerancia y el respeto de los derechos de los demás? ¿Cuál era el papel de la enseñanza superior, si es que desempeñaba alguno, en la articulación de un sentimiento colectivo de identidad capaz de servir de base a un sentimiento más amplio de cohesión y de propósito compartido? Las generaciones que construirían Silicon Valley, que impulsarían la revolución informática, alcanzaron la mayoría de edad durante lo que se convertiría en un masivo replanteamiento del valor de la nación y, de hecho, del propio Occidente.

Los tradicionalistas sostenían que los estudiantes universitarios necesitan un contacto básico con pensadores y escritores como Platón y John Stuart Mill, e incluso Dante y Marx, para comprender las libertades de las que ellos mismos disfrutaban y el lugar que habitaban en el mundo. Muchos sentían un inmenso afán en aquel momento por construir una narrativa coherente a partir de un registro histórico y cultural enormemente fragmentado. Los partidarios de un plan de estudios basado en la tradición occidental argumentaban, de forma un tanto pragmática, que EE.UU. requería la construcción de un patrimonio compartido o de un sentido de identidad estadounidense entre una élite cultural que cada vez se nutría de una franja más diversa de la población. William McNeill, por ejemplo, un historiador que empezó a enseñar en la Universidad de Chicago en 1947, sostenía que la construcción de un canon unificado de textos y narrativas, cuando no de mitologías, daba a los estudiantes «un sentido de ciudadanía común y de participación en una comunidad de razón, una creencia en carreras profesionales abiertas al talento y una fe en una verdad susceptible de ser ampliada y mejorada generación tras generación». El mérito de un plan de estudios básico planteado en torno a la tradición occidental era que facilitaba y, de hecho, posibilitaba la construcción de una identidad nacional en Estados Unidos a partir de un conjunto fracturado y dispar de experiencias culturales: una especie de religión cívica, vinculada en gran medida a la verdad y a la historia a lo largo de los siglos, pero también ambiciosa en un deseo de dar coherencia y fundamento a un proyecto nacional.

Los que se oponían a los cada vez más anticuados cursos introductorios, entre ellos Cheyette en Amherst, argumentaban en contra de lo que consideraban una narrativa esencialmente ficticia sobre el arco argumental y el desarrollo de la civilización occidental, razonando que ese plan de estudios era demasiado excluyente e incompleto para imponerlo a los estudiantes. Kwame Anthony Appiah, profesor de filosofía en la Universidad de Nueva York y crítico de todo concepto de «Occidente», defendería más adelante que «forjamos una importante descripción de la democracia ateniense, la Carta Magna, la revolución copernicana, etc», llegando al cresendo de una conclusión, a pesar de las pruebas en contra, de que «la cultura occidental era, en esencia, individualista y democrática y de mentalidad libre y tolerante y progresista y racional y científica». Para Appiah y muchos otros, la forma idealizada de Occidente era una narración, quizá fascinante y convincente en ocasiones, pero una narración al fin y al cabo, impuesta, y torpemente endosada e incrustada en el registro histórico en lugar de surgir de él. 

Por supuesto, también estaba en disputa dónde estaba «Occidente», es decir, qué países incluía. Cuando Samuel Huntington publicó su ensayo «The Clash of Civilizatión» en Foreign Affairs en 1993, incluyó un mapa de Europa con una línea que William Wallace, por entonces investigador de la Universidad de Oxford, había razonado que mostraba la extensión del avance del cristianismo occidental a partir de 1500.

La mayoría de los estudioso se resistieron a lo que describieron como la «división simplista del mundo en siete, o posiblemente ocho "civilizaciones" diferenciadas» de Huntington. Pero, aunque su marco era, está claro, reduccionista —de hecho, su atractivo radica en su aparente precisión— la revuelta general contra Huntington acabaría desplazando la mayoría de los debates normativos serios sobre el papel de la cultura en la configuración de todo, desde las relaciones internacionales hasta el desarrollo económico. ¿Dónde estaban las líneas divisorias entre culturas? ¿Qué culturas estaban alienadas con el progreso de los intereses de sus miembros? ¿Y cuál debía ser el papel de la nación a la hora de articular o defender un sentido de cultura nacional? Toda esta área se convertiría en terreno vedado para los académicos que pensaban obtener la titularidad. 
 
 [...] El cuestionamiento sistemático de Occidente en la segunda mitad del siglo XX, de su historia e identidad, así como del proyecto estadounidense, de lo que era o debía ser, en todo caso, ha dejado un vacío a su paso. Tal vez se haya derribado, con razón, un régimen de conocimiento. Pero no se ha erigido nada en su lugar. Las guerras de los cánones, como se conocerían en los campos universitarios en la década de 1960 y posteriores, así como el desafío académico al propio Occidente que sucedió a continuación, representaban una lucha no solo sobre el contenido de la identidad estadounidense, sino sobre si debía existir dicho contenido.

El tenue concepto de pertenencia a la comunidad estadounidense consistía en el respeto a los derechos de los demás y un amplio compromiso con las políticas económicas neoliberales de libre comercio y el poder del mercado. El concepto más denso de pertenencia exigía una historia de lo que ha sido, es y será el proyecto estadounidense, lo que significa participar en este experimento rebelde y vivo de construcción de una república. En este país, y en muchos otros, la pertenencia a la comunidad de la nación corre el riesgo de reducirse a algo angosto e incompleto, el sentido laxo de afiliación que se deriva de compartir una lengua o una cultura popular, por ejemplo, desde el entretenimiento a los deporte o la moda. Y son muchos, los que han abogado por este retroceso. A finales de la década de 1970, toda una generación se había convertido en escéptica ante una identidad nacional más amplia o entre los proyectos compartidos. Y esa generación, que incluía a muchos de los que luego fundarían Silicon Valley y estimularían a la revolucioón informática, dirigió su atención hacia otra parte, el consumidor individual, falta de interés en promover las desventuras de un gobierno cuyo proyecto y razón de ser se había cuestionado tan profundamente. 

Mattia Ferraresi (Los demonios de la mente) Relato de una época en la que no se confía en nada, pero se cree en todo

 EL VERBO SE HA HECHO CIENCIA

«Lo dice la ciencia» es una frase que abre todas las puertas y cierra todas las conversaciones. Certifica el valor de una afirmación y descalifica preventivamente a quienes pretenden cuestionarla. «Sigue a la ciencia» es el imperativo moral que de ahí se desprende. La persona recta y en posesión de las facultades mentales básicas profesa su confianza en la ciencia y tiende a juzgar favorablemente todas las frases que empiezan por: «La ciencia dice que...». La ley de Godwin dice que en un debate en línea pierde el primero que saca en la conversación el nazismo; una hipotética ley igual y contraria podría decir que gana el primero que cita un estudio científico.

Las instituciones y los Estados se juegan una parte de su credibilidad en el grado de confianza que muestran en la ciencia. Los gobiernos serios y dignos de confianza se basan en las indicaciones de los científicos para tomar decisiones, los líderes retrógrados se tragan las trolas de charlatanes y religiosos fanáticos. Incluso el papa Francisco ha escrito una encíclica y una exhortación apostólica sobre la crisis climática (Laudato si`, 2015, y Laudate Deum, 2023) en la que afirma vigorosamente el valor indiscutible de los datos científicos y y reprende duramente a quienes niegan que el cambio climático esté producido por la actividad humana.

En el agitado mar de la incertidumbre y del escepticismo, la ciencia aparece como el puerto seguro al que conducir las propias certezas. Seguir las líneas del consenso científico garantiza un lugar en las filas de los seres racionales, desviarse de ella sanciona la exclusión de la sociedad respetable y tal vez merezca criminalización. En 2023, la Alianza de los Verdes y la Izquierda presentó una propuesta de ley en el Parlamento para introducir el delito de negacionismo climático: es improbable que se vote en el futuro inmediato, pero no cabe duda de que esta es la dirección en la que se va.

El problema es que no existe una ciencia que se preste a divisiones y posicionamientos tan claro y netos. El método científico procede por aproximaciones, prevé ambigüedades, revisiones, divergencias, continuas verificaciones y reformulaciones de las hipótesis. Los paradigmas aparentemente fijados para siempre se ven desbancados por nuevos modelos, iluminaciones parciales de los fenómenos se vinculan laboriosamente a otras observaciones, a la búsqueda constante de la replicabilidad experimental. La verifificabilidad y la falsabilidad con la base del discurso científico. No hay nada más anticientífico que la idea de un conocimiento fijo e indiscutible como un precepto divino. «Lo dice la ciencia» es una de las frases menos científicas que se puedan concebir. 

Sin embargo, esta es precisamente la expectativa que se materializa en la mente de muchos cuando se habla de ciencia. A la ciencia se le piden respuestas claras, indicaciones inequívocas sobre cómo comportarse, predicciones oraculares ciertas y un a lógica estrictamente binaria. A lo que en realidad se dirigen las personas no es a la ciencia, sino a una caricatura omnipotente y divinizada de ella: la Ciencia. La ciencia ofrece observaciones limitadas, surgidas de la modestia de quien sabe que el conocimiento del mundo es siempre imperfecto y está sujeto a revisión; La Ciencia, en cambio, dispensa verdades indiscutibles ante las que solo cabe doblar la rodilla. La ciencia verifica escrupulosamente las hipótesis, la Ciencia da órdenes perentorias. 

Por algún extraño mecanismo, la petición de indicios científicos incuestionables suele referirse a una selección limitada de fenómenos, al tiempo que tiende a excluir otros. Se espera que la virología ofrezca datos infalibles sobre los efectos de un virus, o que los climatólogos digan verdades innegociables sobre el cambio climático, pero nos abstenemos de pedir a los biólogos indicaciones sobre cómo determinar el género de una persona. El profesor Johson Varkey afirma que fue despedido de la universidad de San Antonio, Texas, en la que enseñó durante décadas, por decir a los estudiantes que los cromosomas X y Y determinan el sexo de un individuo. En el recinto de las cosas subjetivas, el dato desnudo e inexorable es intolerable, pero en otros ámbitos se busca desesperadamente, se persigue e incluso se utiliza como una maza para castigar a quienes no lo reconocen [...]

La sacralización de los hombres de ciencia y la confusión deliberada entre los datos y el dogma no es un fenómeno nuevo. Está en el origen de la filosofía conocida como «positivismo». El planteamiento positivista no se construye, como a veces se quiere hacer creer, sobre la elevación de la ciencia a criterio supremo del conocimiento y de la organización de la sociedad, sino sobre su sublimación hasta convertirse en fenómeno mágico, místico, religioso. El artífice del paso de la ciencia a la Ciencia fue el filósofo francés Auguste Comte (1798-1857), inventor moral del lema «lo dice la ciencia» e inventor del término «positivismo», tomado de positum, «lo que está puesto»: el dato [...]

Comte decía que el positivismo es «una filosofía, una religión y una política», un vasto programa que, en vez de aislar a los ámbitos de la realidad que podían ser investigados con el método científico de todos los demás ámbitos, pretendía hacer confluir el conocimiento, la moral, la economía, la metafísica y la política en un único gran calero del que surgiría un nuevo orden de cosas. La sociedad que acabaría surgiendo en la última etapa del desarrollo de la mente humana se dividiría en dos reinos, el temporal y el espiritual. El poder temporal sería confiado a los banqueros e industriales; el poder espiritual, a los sacerdotes. Desde la cúspide de la pirámide social, esta élite de científicos controlaría todos los aspectos fundamentales de la sociedad, desde la educación hasta la guía de la opinión pública. Se encargaría también de orientar a los guardianes del orden temporal, vigilando la correcta aplicación de los preceptos económicos derivados de la ciencia. Puesto que la visión positivista ciencia, religión y moralidad están vinculados, los científicos habrían de estar autorizados —más aún, obligados— a hacer respetar las leyes de la ciencia y a expulsar de la asamblea de personas civilizadas a quienes no respetaran sus preceptos. La cuestión es que para Comte la ciencia y la moral no son más que aspectos de un mismo objeto. La ciencia es la fuente de la virtud, y la virtud es el reconocimiento de las indicaciones de la ciencia. En el cielo sin un Dios trascendente, el ser supremo es el Hombre que domina la ciencia, un omnipotente virólogo televisivo con bata blanca que imparte lecciones de moral a sus súbditos, controla el aparato policial que las hacen respetar y dispone las sanciones para quienes no se atengan a estas normas. 

Se comprende así que la confusión entre ciencia y Ciencia no surge de la división de los ámbitos del saber y de su reorganización jerárquica, sino, al contrario, de la eliminación de todas estas distinciones: el conocimiento científico se aplica eficazmente también a los problemas de tipo moral, ontológico, antropológico, efectivo, espiritual, político, social, etc. A este respeto, Comte había sentado las bases para la constitución de una especie de superciencia que debía conjugar los métodos de las distintas disciplinas y estudiar las interacciones entre los individuos a todos los niveles. La llamó «sociología».

La estructura verticalista de la sociedad concebida por Comte no debe inducir a error. En su infinita confianza en las virtudes morales de la ciencia, el filósofo pensaba que los científicos-sacerdotes gobernarían el Estado mostrando compasión hacia las masas miserables e ignorantes. El Estado, iluminado por la ciencia, se ocuparía de ellas proporcionándoles instrucción, servicios sanitarios, asistencia social, acceso a los bienes de primera necesidad y una renta básica universal. En la concepción positivista, el conocimiento es la antesala del bien, más aún, coincide con él, y por eso la persona de ciencia también es moralmente recta. Si nos adentramos en los detalles de la religión de la humanidad y en las características específicas de la sociedad positivista imaginada por Comte, nos encontraremos en una gran parodia. El mundo del científico está constelado de hipérboles utópicas y de imitaciones de los rituales de la Iglesia católica repropuestos en clave racionalista. Este totalitarismo cientifista que desafía al sentido del ridículo no parece concebido para encontrar muchos adeptos, y en efecto su culto a la humanidad ha tenido muy pocos seguidores. Quizá solo uno. 

Con todo, fueron muchos los que se tomaron en serio las visiones de Comte, aunque no al pie de la letra, dando a los preceptos de este estrafalario adepto a la Ciencia un ropaje más presentable. John Stuart Mill (1806-1873), uno de los padres fundadores del liberalismo, estaba horrorizado del intoxicante «despotismo espiritual» del último Comte, pero le fascinaba la intuición de una estructura moral universal que pudiera sostener su dura visión político-económica utilitarista. Reconocía que algún aliento espiritual tenía que informar a un sistema que no podía vivir solo de cálculo y de lógica. A través de Mill y muchos otros, la doctrina positivista sobre la ciencia moralizadora se abrió camino en el racionalismo del siglo XIX, se filtró en el pensamiento liberal y, a través de crisis y renacimientos, llegó a plasmar las expectativas hiperbólicas de la mente contemporánea. La expectativas de que la Ciencia lo resolviera todo con su toque mágico y guiara a la humanidad hacía en bien se presentaba por doquier, no solo en circunstancias excepcionales como una pandemia. 

Un ejemplo. Las pruebas de ADN y las ciencias forenses han revolucionado el sistema de la justicia penal, convirtiéndose en el deus ex machina de los tribunales. En Estados Unidos, los miembros de los jurados populares se muestran reacios a pronunciarse sobre un caso si no se cuenta con la prueba resolutoria del ADN que inculpe y disipe toda duda. Lo llaman «efecto CSI» porque entre el público reina una expectativa irreal, alimentada por temporadas y temporadas de glorificación televisiva del trabajo de la policía científica, de que para cada crimen aparezca en algún momento desde el laboratorio el mágico test que lo resuelve todo. 

La sublimación del discurso científico ha producido el artículo de fe «lo dice la ciencia», un lema que sustituye el principio de verificabilidad por el de autoridad y divide el mundo en visionarios y réprobos, modernos y trogloditas, racionales y no racionales. Pero aquella a la que se alude con más frecuencia es a la Ciencia, doble idolátrico que pude transformase, a pesar de sus pretensiones de racionalidad, en un potente opio del pueblo.