Amos Oz (Contra el fanatismo)

El fanatismo es más viejo que el islam, más viejo que el cristianismo, más viejo que el judaísmo, más viejo que cualquier Estado y que cualquier gobierno o sistema político, más viejo que cualquier ideología o credo del mundo. Desgraciadamente, el fanatismo es un componente siempre presente en la naturaleza humana, un gen del mal, por llamarlo de alguna manera. La gente que ha volado clínicas donde se practicaba abortos en Estados Unidos, y los que queman sinagogas y mezquitas en Europa solo se diferencian de Bin Laden en la magnitud de sus crímenes pero no en la naturaleza. Desde luego, el 11 de septiembre produjo tristeza, ira, incredulidad, sorpresa, melancolía, desorientación y, sí, algunas respuestas racistas —antiárabes y antimusulmanas— por doquier. ¿Quién iba a pensar que al siglo XX le seguiría de inmediato el siglo XI. 

Mi propia infancia en Jerusalén me han hecho experto en fanatismo comparado. El Jerusalén de mi niñez, allá por los años cuarenta del pasado siglo, estaba lleno de profetas espontáneos, redentores u mesías. Todavía hoy, cada jorosolimitano tiene su fórmula personal para la salvación instantánea. Todos dicen que llegaron a Jerusalén —cito una famosa frase de una vieja canción— para construirla y ser construidos por ella. De hecho, algunos (judíos, cristianos, musulmanes, socialistas, anarquistas reformadores del mundo) han acudido a Jerusalén, no tanto para construirla o ser construidos por ella como para ser sacrificados o para sacrificar a otros, o para ambas cosas al tiempo. Hay un transtorno mental muy arraigado, una reconocida enfermedad mental llamada «síndrome de Jerusalén»: la gente llega, inhala el fresco y maravilloso aire de la montaña y, de pronto, se inflama y prende fuego a una mezquita, a una iglesia o a una sinagoga. O se quita la ropa, trepa a una roca y comienza a profetizar. Nadie escucha jamás. Incluso hoy en día, incluso en la Jerusalén actual, en cada cola del autobús es probable que estalle una exaltada agrupación callejera entre gente que no se conoce de nada pero que discute de política, moralidad, estrategia, historia, identidad, religión y de las verdaderas intenciones de Dios. Mientras discuten de política y teología, del bien y del mal, los participantes en dichas agrupaciones intentan, no obstante, abrirse paso a codazos hasta los primeros puestos de la fila. Todo el mundo grita; nadie escucha, excepto yo. Yo escucho a veces y así me gano la vida.

[...] La esencia del fanatismo reside en el deseo de obligar a los demás a cambiar. En esa tendencia tan común de mejorar al vecino, de enmendar a la esposa, de hacer ingeniero al niño o de enderezar al hermano, en vez de dejarles ser. El fanatismo es una criatura de lo más generosa. El fanático es un gran altruista. A menudo, está más interesado en los demás que en sí mismo. Quiere salvar tu alma, redimirte. Liberarte del pecado, del error, de fumar. Quiere mejorar tus hábitos alimenticios o curarte de la bebida o de tus hábitos de votar. El fanático se desvive por uno. Una de dos: o te echa los brazos al cuello porque te quiere de verdad, o se te lanza a la yugular si demostramos ser unos irredentos. En cualquier caso, topográficamente hablado, echar los brazos al cuello y lanzarse a la yugular es casi el mismo gesto. De una forma u otra, el fanático está más interesado en el otro que en sí mismo por la sencillísima razón de que tiene un yo lo bastante exiguo o carece por completo de yo. El señor Bin Laden y la gente de su calaña no solo odian a a Occidente. No es tan sencillo. Más bien creo que quieren salvar nuestras almas, quieren liberarnos de nuestros horribles valores: del materialismo, del pluralismo, de la democracia, de la libertad de opinión, de la liberación femenina... Todo eso, según los fundamentalistas islámicos, es muy pero que muy perjudicial para la salud. Puede que el blanco inmediato de Bin Laden fuera Nueva York o Madrid, pero, con toda seguridad, la meta de Bin Laden no era los Estados Unidos. Su meta era convertir a los musulmanes pragmáticos, moderados, en «auténticos» creyentes, en su tipo de musulmanes. 

[...] Muy a menudo, todo esto comienza en la familia. El fanatismo comienza en casa, precisamente por la urgencia tan común de cambiar a un ser querido por su propio bien. Comienza por la urgencia de la autoinmolación por el bien de un vecino muy querido. Comienza por la urgencia de decirle a un hijo: «Tienes que ser com yo; no como tu padre» o «Por favor, sé muy diferente de ambos». O cuando los cónyuges se dicen el uno al otro: «Tienes que cambiar; tienes que ser como yo o de lo contrario este matrimonio no funcionará». Con frecuencia, comienza por la urgencia de vivir la propia vida a través de la vida de otro. 

[...] Y si ustedes prometen tomarse lo que estoy a punto de decir con una chispa de sentido del humor, me atrevería a asegurar que, al menos en principio, creo haber inventado el remedio contra el fanatismo. El sentido del humor es un gran remedio. Jamás he visto en mi vida a un fanático con sentido del humor. Ni he visto que na persona con sentido del humor se convirtiera en un fanático, a menos que lo hubieran perdido antes. Con frecuencia los fanáticos son muy sarcásticos y algunos tienen un sentido del sarcasmo muy afilado, pero nada de humor. Tener sentido del humor implica ser capaz de reírse de un mismo. El humor implica relativismo: es la capacidad de verse a sí mismo como tal vez te vean los otros, de caer en la cuenta de que, por muy cargado de razón que uno se sienta y por muy terriblemente equivocado que estén los demás sobre uno, siempre emerge un aspecto que tiene su innegable pizca de gracia. Cuanta más razón tiene uno, más gracioso se vuelve. Uno puede ser un israelí cargado de razón, un palestino cargado de razón o cualquier cosa cargada de razón, pero, si se tiene sentido del humor, puede que uno sea parcialmente inmune al fanatismo.

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Mi curiosidad también ha motivado mi fascinación por el mal. Las ciencias sociales tienen la tendencia a adscribir la expresión <<agresión>> al sufrimiento durante la infancia o la crueldad de la sociedad o al colonialismo. Las fechorías no existen; solo los crímenes inducidos por traumas. No hay malas personas; solo víctimas convertidas en verdugos.

Por consiguiente, los sociólogos y los psicólogos no reconocen el mal en absoluto. Pero se equivocan: el mal existe. Por otro lado, los teólogos reivindican a menudo que el mal pertenece a su propia especialidad. Pero también se equivocan: casi todos los seres humanos reflexionan sobre el mal y estamos profundamente fascinados por él, lo admitamos o no. 

[...] Años de observar el mal, en círculos históricos y en mis círculos íntimos y próximos, me han llevado a pensar que la distinción entre el bien y el mal es la parte más difícil del trabajo moral. Casi todos nosotros conocemos, aunque sea instintivamente, el imperativo categórico de Kant. Casi todos nosotros sabemos por experiencia qué es el dolor. Cuando herimos a los demás, sabemos que los herimos. Aunque finjamos no saberlo.

Todos hemos comido del Árbol del Conocimiento, cuyo nombre completo en hebrero es....., el Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal. Si tuviera que condensar los Diez Mandamientos en uno, o el imperativo categórico de Kan en dos palabras, diría: <<No herirás>>. (O en tres: <<No infligirás dolor>>).

Tom Slee (Lo tuyo es mío) Contra la economía colaborativa

La Economía Colaborativa sigue contando con el apoyo y la lealtad de muchas personas progresistas —en particular de jóvenes que se identifican claramente con las tecnologías que utilizan— cuyos instintos bondadosos están siendo manipulados y que acabarán por sentirse traicionadas. La Economía Colaborativa invoca esos ideales para amasar inmensas fortunas privadas, para ir contra de comunidades reales, para fomentar una forma de consumismo más opresiva y para crear un futuro más precario y con más desigualdades que nunca. 

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Un sector destacado es el financiero. Compañías de préstamos entre iguales como Lending Club y Prosper aseguran sustituir a las tarjetas de crédito y a los bancos con préstamos entre personas a intereses más bajos. Lending Club empezó a cotizar en bolsa en diciembre de 2014, y el volumen de préstamos entre particulares está aumentando rápidamente; en mayo de 2015 las cinco compañías más grandes gestionaban cerca de un millón de préstamos y estaban generando más a un ritmo muy superior a los 10.000 millones de dólares al año.

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Desde el verano de 2014 el panorama se ha vuelto más exagerado aún. En Agosto de 2015 la recaudación de fondos de Airbnb había ascendido a la desorbitada cifra de 23.000 millones de dólares. Lyft había recaudado 1.000 millones y su rival Uber (que no es socio de Peers) había alcanzado una cifra de nada menos que 7.000 millones.

Lo que viene a demostrar todo eso es que, mientras que la Economía Colaborativa suele presentarse como una serie variopinta de iniciativas comerciales y no comerciales por el mundo entero (desde cooperativas de intercambio de herramientas hasta canguros para mascotas y demás), esta imagen es un tanto engañosa. La Economía Colaborativa consiste casi por completo en un número reducido de empresas tecnológicas respaldadas por ingentes cantidades de capital riesgo.

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La Economía Colaborativa es un movimiento: un movimiento por la desregulación. Importantes instituciones financieras e influyentes fondos de capital riesgo están aprovechando la oportunidad para desafiar las normas establecidas por Gobiernos municipales democráticos del mundo entero y para remodelar las ciudades en interés propio. No se trata de construir una alternativa a la economía de mercado liderada por las corporaciones, sino de extender el mercado libre sin regulaciones a nuevos ámbitos de nuestras vidas. Es difícil tomarse en serio el entusiasmo por «el final de la propiedad», título de una entrada del blog de Andreessen Horowitz sobre la La Economía Colaborativa, cuando proviene de los propietarios de las compañías implicadas. Y cuando Atkin sueña con «ciudadanos que se agrupan para crecer y proteger sus intereses en La Economía Colaborativa en lugar de empresas que ejercen su poder», uno no puede por menos de preguntarse qué lugar ocupa la suya. 

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LO TUYO ES MÍO

En unos pocos años la Economía Colaborativa ha pasado de la generosidad de «lo mío es tuyo» al egoísmo de «lo tuyo es mío», a medida que los valores no comerciales que invocaba la expresión «Economía Colaborativa» han ido quedando atrás o reduciéndose a ejercicios de relaciones públicas.

El principal motivo que me llevó a escribir este libro fue una sensación de traición, de lo que empezó como una apelación a la comunidad, a los vínculos entre personas, la sostenibilidad y la colaboración se ha convertido en el paraíso de multimillonarios. Wall Street e inversores de capital riesgo que han introducido aún más sus valores de libre mercado en nuestras vidas privadas. La promesa de una alternativa más personal, una forma de capitalismo legitimado está propiciando, en cambio, una forma de capitalismo más rigurosa: desregulación, nuevas formas de consumismo legitimado y un nuevo mundo de empleo precario. Se habla mucho de democratización y redes de trabajo, pero lo que se ha producido es una separación del riesgo (repartido entre los proveedores de servicios y los clientes) respecto a la recompensa, que acaba en manos de dueños de las plataformas. A pesar de las proclamas de sostenibilidad ecológica encarnadas en ideas como «acceso antes que propiedad» y la reutilización del exceso de capacidad, el sector bajo demanda está fomentando, por el contrario, una nueva forma de consumo privilegiando: «el estilo de vida como un servicio». 

Lo que resulta especialmente triste es que muchas personas bienintencionadas, que tienen una fe errónea en la capacidad intrínseca de internet para promover la convivencia igualitaria y la confianza, han sido cómplices sin saberlo de esta acumulación de fortunas privadas y de la creación de nuevas formas de explotación laboral.

Sebastian Junger (Tribu) Sobre vuelta a casa y pertenencia

[...] por qué, para mucha gente, la guerra es mejor que la paz y la adversidad puede convertirse en un gran bendición y los desastres a veces se recuerdan más cariñosamente que las bodas o unas vacaciones en el trópico.

A los humanos no les importa la adversidad; de hecho, crecen en ella; lo que les afecta es no sentirse necesarios. La sociedad moderna ha perfeccionado el arte de hacer que la gente no se sienta necesaria. 

Y ya es hora de que eso se acabe.
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<<Las fuerzas económica y mercantiles de la sociedad moderna han organizado un entorno [...] que maximiza el consumo al precio del bienestar a largo plazo -concluía un estudio de 2012 en el Jornal of Affective Disorders (Revista de trastornarnos afectivos). En efecto, los humanos han arrastrado un cuerpo poseedor de una larga historia homínida hasta un entorno sobrealimentado, malnutrido, sedentario, falto de luz solar, falto de sueño, competitivo, desigual y que aísla socialmente con nefastas consecuencias>>

Los alienantes efectos de la riqueza y la modernidad sobre la experiencia humana empiezan prácticamente al nacer y nunca aflojan. Las madres en las sociedades de cazadores-recolectores llevaban encima a sus hijos hasta un 90 por ciento del tiempo, lo que difícilmente se corresponde con tasas de acarreo entre otro primates. Podemos hacernos una idea de lo importante que es este tipo de contacto para los primates por un, tristemente célebre, experimento llevado a cabo en la década de 1950 por el primatólogo y psicólogo Herry Harlow. Bebés de macao Rhesus fueron separados de sus madres y se les ofrecieron dos clases de sustitutos: una mamá adorable de peluche o una madre poco atractiva, hecha de estropajo de aluminio. Sin embargo, la mamá de estropajo de aluminio tenía un pezón que proporcionaba leche tibia. Los niños tomaban alimento ta rápidamente como podían y luego volvían a agarrarse corriendo a la madre de peluche, que era lo suficientemente suave como para sugerir la ilusión del afecto. Está claro, el tacto y la cercanía son vitales para la salud de los bebés primates -incluidos los humanos-. 

Durante la década de 1970, en Estados Unidos, las madres solo mantenían el contacto directo piel con piel con sus bebés un 16 por ciento del tiempo, que es un nivel que las sociedades tradicionales probablemente considerarían una forma de maltrato infantil. También sería impensable la moderna práctica de dejar que los niños pequeños duerman solos. Según dos estudios estadounidenses sobre familias de clase media durante la década de 1980, el 85 por ciento de los niños pequeños dormían solo en su propia habitación -cifra que subía hasta el 95 por ciento entre familias consideradas <<bien educadas>>-. Las sociedades del norte de Europa, Norteamérica incluida, son las únicas en la historia que permiten que tal cantidad de niños duerman solos. Se considera que el aislamiento hace que muchos niños desarrollen intensos vínculos con animales de peluche para consolarse. Únicamente en las sociedades del norte de Europa los niños atraviesan la bien conocida etapa de vinculación a animales de peluche, en otras partes, los niños logran se sensación de seguridad de los adultos que duermen cerca de ellos.

El propósito de hacer que los niños duerman solos, según los psicólogos occidentales, es lograr que se <<alivien solos>>, pero eso va claramente en dirección opuesta a nuestra evolución. Los humanos son primates -compartimos el 98 por ciento de nuestro ADN con los chimpancés- y los primates casi nunca dejan a los pequeños desatendidos, porque serían extremadamente vulnerables frente a los depredadores. Los pequeños parecen saber esto instintivamente, por lo que dejarles solos en una habitación oscura es terrorífico para ellos. Compárese el método de <<autoalivio>> con el de una comunidad maya tradicional de Guatemala: <<Los bebés y los niños sencillamente se duermen cuando tienen sueño, no llevan ropa específica para dormir ni usan los tradicionales objetos de transición, comparten habitación o duermen junto con los padres o los hermanos, y se alimentan cuando lo solicitan durante la noche>>. Otro estudio señala sobre Bali: <<A los bebés se les estimula para que adquieran pronto la capacidad de dormir en cualquier circunstancia, incluso en situaciones de alta estimulación, actuaciones musicales y otras prácticas ruidosas que reflejan su integración más cómoda en las actividades sociales adultas>>

Fabrice Hadjadj (¿Qué es una familia?) La trascendencia en paños menores

El Meccano político o el contrato social como rechazo al nacimiento


Este Meccano siempre tuvo su importancia en las teorías políticas modernas. Hannah Arendt demostró que el totalitarismo tenía como principio el rechazo al nacimiento. El recién nacido, en vez de ser un acontecimiento sui generis, ya sólo es un  momento de la dialéctica, un engranaje en la máquina social, un miembro del Partido. La experiencia de la paternidad nos enseña que, por muy bella que sea la Causa a cuyo servicio nos queremos entregar, el rostro de su hijo es aún más bello; pero el totalitarismo piensa lo contrario, porque la profundidad de los sexos es reemplazada en ese tipo de regímenes por las elucubraciones de un espíritu. Ahora bien, ese rechazo en el que se basa el totalitarismo se acurruca igualmente en el fondo de las teorías democráticas del contrato social.

Arendt ya había señalado esa complicidad de los extremos: el individualismo, que parece ser la pura afirmación de la libertad individual, asola a las personas, las secciona de sus solidaridades naturales y así las hace dóciles a la masificación y a todo viento de propaganda. El individualismo, si bien no se confunde con el totalitarismo, es al menos una de sus condiciones. Pero esa connivencia en los efectos procede de una identidad en uno de sus principios, a saber, que el individuo no nace. Puede que sea un sujeto autónomo, pero jamás es, en primer lugar, un hijo. En este sentido, lo lógico devora a lo genealógico. Los teóricos de una sociedad surgida del contrato nos proponen individuos salidos de ninguna parte, capaces de negociarlo todo por no haber aprendido a hablar nunca, sin padres, sin sexo, sin edad, sin lengua. Desde este momento, empezamos a creer que, si se despoja al individuo de más afiliaciones, se hace más libre y más ciudadano, como si el que conociera menos su lengua materna se expresara necesariamente con más locuacidad y no se viera tentado a ponerse a ladrar con la primera jauría que llegara.

Debido a su lógica antigenealógica, el contrato social provoca, muy a pesar suyo, ese fenómeno reciente al que podríamos llamar "pánico pedófilo". Nos sobrecoge el pánico cuando estamos frente a un mal flagrante, que nuestros principios ya no nos permiten denunciar. Como ya no queda ningún medio de rechazarlo racionalmente, el pathos ya no conoce freno, nos enfurecemos contra el criminal y el linchamiento toma el lugar de la justicia. El demócrata contractualista se escandaliza necesariamente con la violencia que se le hace al niño pequeño. Pero no puede condenarla con razón porque, en relación con su teoría, es al mismo tiempo una imposibilidad conceptual y una consecuencia concreta. Una imposibilidad conceptual porque, para él, no hay más que individuos autónomos capaces de firmar contratos -el hijo teóricamente no existe, sobre todo ese niño tan débil que, por su confianza con respecto al adulto, puede que parezca consentir su agresión como algo normal. Una consecuencia concreta, porque su igualitarismo de base ignora la jerarquía natural, generacional, que implica ciertos deberes de la generación precedente para con la generación siguiente: al no ser el individuo ni padre ni hijo, y creyéndose, por si fuera poco, con el deber de ser siempre joven, es totalmente normal y moral para él aparearse con su propio hijo -puesto que no es más que otro individuo... Además, si él no ha acogido a ese pequeño a través del otro sexo, según un don misterioso, si lo ha fabricado según sus proyectos, de construirlo o servirse de él a su antojo acaba siendo su más estricto derecho. Un padre no se debe acostar con su hija, pero Pigmalión puede casarse sin problemas con Galatea.

El nacimiento ha sido la bestia negra de la política moderna a causa de las dinastías que instaura, de las desigualdades que erige, de las libertades que predetermina. El hijo de rey siempre aparece como un hijo de puta desde el momento mismo que se presenta como hijo de... porque se jacta de su linaje, porque se enorgullece de algo que no ha merecido... El individuo libre, en cambio, sólo tiene lo que merece. Eso sí que está claro. Sólo se enorgullecerá de aquello que él haya construido, puesto que su apellido familiar vale menos que su marca registrada. Además, en nuestros días, el honor del nombre ya no tiene significado alguno. Sólo cuenta la publicidad del rótulo luminoso y el beneficio de la tienda. 

Simone Weil (Echar raíces)

El hecho de que un ser humano posea un destino universal sólo impone una obligación: el respeto. La obligación sólo se cumple cuando tal respeto se manifiesta efectivamente, de forma real y no ficticia; y únicamente puede manifestarse a través de las necesidades terrenas del hombre.

La consciencia humana nunca ha variado en este asunto. Hace miles de años los egipcios creían que un alma no puede justificarse después de la muerte si no es capaz de decir: «No dejé a nadie pasar hambre». Los cristianos saben que se exponen a que el propio Cristo les diga un día: «Tuve hambre y no me diste de comer». Todo el mundo concibe el progreso, principalmente, como el paso a un estadio de la sociedad en que las gentes no pasen hambre. Si la cuestión se plantea en términos generales, nadie considerará inocente a un hombre que teniendo alimento en abundancia y encontrando ante su puerta a alguien medio muerto de hambre pase por su lado sin darle nada. 

Es pues una obligación eterna hacia el ser humano no dejarle pasar hambre cuando se le puede socorrer. Al ser esta la obligación más evidente, debe servir de modelo para elaborar la lista de los deberes eternos hacia todo ser humano. Para confeccionar dicha lista con el máximo rigor hay que proceder por analogía a partir de este primer ejemplo. 

Así, la lista de las obligaciones humanas hacia el ser humano debe corresponder con las necesidades humanas vitales análogas al hombre.

Algunas de estas necesidades son físicas, como el hambre. Son bastantes fáciles de enumerar. Atañen a la protección contra la violencia, al alojamiento, al vestido, al calor, a la higiene, a los cuidados en caso de enfermedad.

Hay otras necesidades, en cambio, que no tienen relación con la vida física sino con la vida moral. Pero también son terrenas, como las primeras, y tampoco tienen una relación directa accesible a nuestra inteligencia con el destino eterno del hombre. Son, como las necesidades físicas, necesidades de la vida de aquí abajo. Es decir: si no se satisfacen, el hombre cae poco a poco en un estado más o menos análogo a la muerte, más o menos próximo a una vida vegetativa.

Estas necesidades son mucho más difíciles de reconocer y enumerar que las del cuerpo. Pero todo el mundo admite que existen. Cuantas atrocidades pueda cometer un conquistador sobre las poblaciones sometidas —masacres, mutilaciones, hambruna organizada, reducción a la esclavitud o deportaciones masivas — son generalmente consideradas como medidas de la misma especie, aunque la libertad o el país natal no sean necesidades físicas. Todo el mundo es consciente de que hay crueldades que atentan contra la vida del hombre sin atentar contra su cuerpo. Son las que derivan de cierto alimento necesario para la vida del alma.

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La verdad

La necesidad de verdad es la más sagrada de todas. Sin embargo nunca se habla de ella. Cuando se percibe la cantidad y la enormidad de falsedades materiales expuestas sin vergüenza incluso en los libros de los autores más reputados da miedo leer. Pues se lee como se bebería el agua de un pozo dudoso.

Hombres que trabajan ocho horas diarias hacen el gran esfuerzo de leer por la noche para instruirse. Como no pueden ir a las grandes bibliotecas a verificar lo que han leído, creen todo lo que figura en los libros. No hay derecho a que se les dé de comer algo falso. ¿Qué sentido tienen alegar que los autores van de buena fe? Ellos no hacen ocho horas diarias de trabajo físico. La sociedad los alimenta para que dispongan de tiempo libre y se tomen la molestia de evitar el error. Un guardagujas culpable de un descarrilamiento que alega buena fe no sería precisamente bien visto.

Con mayor razón resulta vergonzoso que se tolere la existencia de diarios de los que todo el mundo sabe que ningún colaborador podría permanecer en el cargo si a aveces no aceptara alterar conscientemente la verdad.

El público recela de los diarios, pero esa desconfianza no le protege. Como sabe que un diario contiene verdades y mentiras, reparte las noticias entre las dos rúbricas, pero al azar, según sus preferencias. De este modo sigue expuesto al error.

Todo el mundo sabe que cuando el periodismo se confunde con la organización de la mentira constituye un crimen. Pero se considera un delito impunible. ¿Qué impide castigar una actividad cuando ha sido reconocida como criminal? ¿De dónde proviene esta extraña idea de crímenes ni punibles? Se trata de una de las deformaciones más monstruosas del espíritu jurídico.

¿No es hora ya de proclamar que todo crimen es punible, y que llegado el caso se está dispuesto a castigar todos los delitos?

Algunas sencillas medidas de salud pública podrían proteger a la población de los atetados contra la verdad.

La primera podría consistir en crear tribunales especiales de gran honorabilidad compuestos por magistrados especialmente elegidos y preparados. Se encargarían de castigar con la reprobación pública todo error evitable, y podrían infligir penas de cárcel, en caso de frecuente reincidencia agravada con manifiesta mala fe.

Por ejemplo, un amante de la Grecia antigua que leyera en el último libro de Maritain: «los mayores pensadores de la Antigüedad no pensaron en condenar la esclavitud», citaría a Maritain ante uno de estos tribunales. Aportaría el único texto importante que nos ha llegado sobre la esclavitud, el de Aristóteles. Haría leer a los magistrados la siguiente frase: «algunos afirman que la esclavitud es absolutamente contraria a la naturaleza y a la razón». Haría observar que nada permite suponer que entre esos «algunos» no estén los más grandes pensadores de la Antigüedad. El tribunal censuraría a Maritain por haber impreso una afirmación falsa cuando le era tan fácil evitar el error, que constituye, aunque sea involuntariamente, una calumnia atroz contra toda una civilización. Todos los periódicos diarios, semanales o de otro tipo, las revistas y la radio estarían obligadas a poner en conocimiento del público la censura del tribunal y, en su caso, la respuesta de Maritain. En este caso concreto difícilmente podría darla.

Nuria Amat (El Sanatorio)

Si no quieres estar en política, en el ágora pública, y prefieres quedarte en tu vida privada, luego no te quejes si los bandidos te gobiernan.

Vivo en un país enfermo y su decorado apunta que me tocará envejecer aquí y de ningún modo en la cafetería del World Trade Center de Nueva York, como eventualmente sería mi deseo, ni jugaré tampoco con la posibilidad de dejar mi cuerpo al cuidado de un gimnasio para jubilados en las playas de Florida, idea que por otro lado me repugnan, sino en este Sanatorio ancho como un reino donde sus residentes, me refiero a millones de ellos, deambulan hostigados a todas horas el aire viciado del entorno.

El escenario en el que me encuentro, lejos de ser aquel hermoso y apacible territorio de origen, ha terminado por convertirse en reducto artificial, monotemático, seriado y sometido a un eslogan teledirigido desde las alturas, día y noche, por cometas patrióticos.

Algo se mueve por debajo, decimos los callados, con tal de protestar contra la imposición autoritaria del nuevo tribunal inquisidor que nos acusa. Hambrientos de libertad y constancia, votamos por una pronta e inútil salida de este hospital de muerte sabedores de que el presidente y sus cómplices pretenden dejarnos acorralados en esta balsa a la deriva eternamente.

Los callados, sometidos a nueva identidad del virus transmitido, conocemos muy bien el hundimiento que nos espera de seguir aquí, tal vez para siempre, porque una nube de intereses corruptos del estamento superior del Sanatorio, llamado ESTADO, nos impide distinguir lo diferente de lo desquiciado; lo real de lo imposible; lo entero de lo fragmentado.

La ofuscación-deslumbramiento que padecemos, pues se trata de una misma clase de ceguera, no deja de atormentarme tanto más porque su germen y seguimiento de una masa indeterminada, en agitación constante, responsable del virus del delirio mental como de la infección generalizada que sumirá a este Sanatorio en el aislamiento más profundo durante años. Muerte en vida es la que padecemos, propia de toda tendencia masiva instituida contra la humanidad pensante.

La masa se consolida en un bloque unitario que impide cualquier transgresión, La masa juega con poseer la verdad única a su favor gracias a haber sido cocinada durante años a partir de un compuesto de artimañas, sobresaltos, fraudes y fingimientos miles. La masa no oye no ve lo que no quiere ver ni oír. Lo privativo de la masa consiste en inventarse un enemigo específico y devastador. Por tanto: ficticio. Falseado. Solo esencial para dar fundamento a la masa.

La masa es el infierno del poder. El puño del dictador. El loco de la razón pura.

Por todo lo cual, me permitiré desde ahora mismo ir apuntando mi percepción silente de la realidad en este encierro en el que he sido abocada, ya que estaba allí, era mío y no tenía otra elección siendo yo mismas un más de los residentes silenciosos metidos todos sin darnos apenas cuenta en este Sanatorio de muerte, tan astuta y lentamente construido desde hace ya más de cuarenta años.
Yo misma debo de estar enferma de densidad porque repito la palabra «todos» sin nada que lo justifique como si los residentes fuéramos una familia inseparable cuando por el contrario estamos, mal que nos pese, divididos, por obra de su presidente y adeptos, en dos grupos contrarios a fin de que quienes alientan el virus separador logren sus objetivos de excluirnos definitivamente.

Yo misma debo de estar enferma de inquietud dada mi urgencia en atacar toda demagogia e imposición populista, y decir lo que pienso, escribir lo que pienso, cantar lo que pienso y cuando lo considero necesario, gritar a voces lo que pienso. Algo realmente insólito aquí donde la voz del amo es el credo de religión dominante en este Sanatorio manipulado por un estamento superior, bajo el cual, por razones de sus normativas patrióticas, los súbditos del presidente en cuestión deben manifestare en masa, mientras el individuo pensante ha dejado de existir salvo si pertenece al bando de los callados, insumisos por tanto al régimen chapucero y, por demás, marginados. De lo que se comprende el esfuerzo de algunos de los callados por mantener en alto la verdad, elevar en lo posible la voz legítima y parodiar a esos títeres del fanatismo mental.

Al ser considerada mi voz particular, la mía propia, un extravío de la razón, soy calificada por ello como voz discordante y enemiga del pueblo. Así que, como dice mi amigo Jan, la mejor manera de resistir en este hospital de muerte es enmudecer y aguantarse.

Alfonso Berardinelli (Leer es un riesgo)

Internet no proporciona libertad, no vuelve mejores nuestras vidas ni nuestras mentes. Los geniales y jovencísimos ingenieros-empresarios de Silicon Valley no son Leonardo da Vincis ni benefactores de la humanidad. Hoy estamos todos bajo su control y (por emplear una palabra pasada de moda) estamos todos «manipulados» hasta niveles que ninguna tecnología de la comunicación había logrado jamás.

Es verdaderamente admirable que alguien bien informado como Rampini haya pasado del optimismo al pesimismo  y el escepticismo tecnológico. Lo dice él mismo desde las primeras páginas: antes creía, ahora no; antes estaba enamorado, ahora estoy decepcionado. Vale la pena escuchar sus palabras:

Los grandes amores son peligrosos. Nos reservan decepciones y heridas incurables. Mis últimos viajes a San Francisco me han dejado en la boca un sabor agridulce [...] La riqueza que mana sin cesar desde Silicon Valley se traduce, a su vez, en un frenesí inmobiliario que transforma San Francisco en una ciudad en remodelación perpetua. El capital rebosa por doquier, las excavadoras avanzan, los nuevos rascacielos se alzan a la velocidad con que lo hacen en los países emergentes. Las «burbujas» de la economía, o destrucción creativa, forman parte del DNI californiano desde los tiempos de la fiebre del oro [...] Cuando me fui a vivir ahí hace catorce años estaba en auge otro tipo de fiebre, el boom de internet, la new economy [...] En las puertas de San Francisco, cogiendo la autopista 101, entraba en el ciberuniverso de internet. O también, retrocediendo en el tiempo, volvía a visitar los mitos fundadores de mi juventud: el Free Speech Movement de Berkeley que inauguró las protestas estudiantiles cuatro años antes del Mayo del 68 parisino, el radicalismo pacifista, el Summer of Love musical, las primeras victorias del ecologismo moderno. Pero también la revuelta contra el Estado [...] Hoy llego a San Francisco desde Nueva York. Pero en San Francisco advierto ahora un malestar, una inquietud, debido a la velocidad con la que se consumen las ilusiones, se traicionan los ideales y se subvierten las utopías. En el año 2000 todavía existía una tribu de hackers como los de los orígenes, los que habían soñado con un internet abierto, como bien público; cercados y asediados por colosos que por aquel entonces se llamaban Microsoft, Aol o Yahoo. Después de la antorcha de la innovación pasó a manos de Steve Jobs, con Apple, y de Larry Page y Sergey Brin con Google. De forma más reciente, redes sociales como Facebook y Twitter. Al principio, todos prometen inventar un capitalismo nuevo. Desdeñan el beneficio. Hasta que descubres que están creando una sociedad tan desigual como la del viejo capitalismo neoyorquino. Persiguen los mismos proyectos hegemónicos y monopolistas. Siguen vistiendo como hippies, pero detrás de los rostros de todos esos veinteañeros soñadores se advierte una máquina dispuesta a triturar todo aquello que suponga un obstáculo a sus planes de conquista.

[...] He sabido que también el universo digital tiene ya a su Orwell. Se llama Dave Eggers, y es el autor de la novela El círculo, que Rampini califica como «formidable alegoría orwelliana del nuevo totalitarismo digital, al que se le da muy bien camuflarse detrás de la bandera del Progreso, dispuesto a alienarse con todas las causas nobles para salvar el planeta, pero despiadado a la hora de velar por nuestras almas». 

He aquí que aparece, de manera inesperada, una palabra en desuso: alma. ¿Estamos dotados de alma? ¿Debemos creer en ella? ¿Creemos en ella más allá de cualquier concepción religiosa? Mortal o inmortal, o apenas un poco más longeva que nosotros, el alma se deja ver cada vez que alguien se muestra muy (demasiado) interesado, más interesado que nosotros, en hacer uso de ella: un uso indiscreto e invasivo. ¿La tecnología digital nos hace libres? Divertíos con este juego: probad a prescindir de ella durante una semana, quizá cuando estéis de vacaciones. ¿Lo conseguís? ¿No? ¿Dónde ha terminado vuestra libertad o vuestra alma?

No por casualidad, el convertido al pesimismo —o al realismo— Federico Rampini escribe que el lema «Internet nos hace libres» es el primer artículo de fe o dogma del Nuevo Mundo proyectado en Silicon Valley. Esta religión, como tantas otras, en ciertas circunstancias nos proporciona fuerza y una sensación de dominio que, sin embargo, puede transformarse en algo parecido a un delirio o a un sueño infantil de omnipresencia y omnipotencia. 

Unos extraordinarios efectos psicológicos. Unos extraordinarios efectos sociales. Una vertiginosa multiplicación de deseos y necesidades. Con tal que estos se limiten rigurosamente a los que ofrecen las nuevas máquinas de la comunicación y de la información. Cada vez hay menos cosas y actividades que se conciban sin el uso de estas prótesis técnicas. Por otra parte, ya el cepillo de dientes eléctrico tenía algo de siniestra comicidad: anunciaba el advenimiento de una vida doméstica en la que bastará mirar el frigorífico, con la intención de abrirlo, para que se abra. 

Berardinelli, Alfonso (Contra el vicio de pensar)

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