Ignacio Ramonet (El imperio de la vigilancia)

Nunca más solos

Repartidos un poco por todas partes, los detectores de nuestros actos y gestos abundan alrededor de nosotros, incluso como acabamos de ver, en nuestro televisor: sensores que registran la velocidad de nuestros desplazamientos o nuestros itinerarios; tecnologías de reconocimiento facial que memorizan la impronta de nuestro rostro y crean, sin que lo sepamos, bases de datos biométricos de cada uno de nosotros... Por no hablar de los nuevos chips de identificación por radiofrecuencia (RFID), que descubren automáticamente nuestro perfil de consumidor, como hacen ya las <<tarjetas de fidelidad>> que generosamente ofrece la mayoría de los grandes supermercados (Carrefour, Casino, Alcampo, Erozki) y las grandes marcas (FNAC, el Corte Inglés, Galeries Lafayette, Printemps).

Ya no estamos solos frente a la pantalla de nuestro ordenador. ¿Quién ignora a estas alturas que son examinados y filtrados los mensajes electrónicos, las consultas en la Red, los intercambios en las redes sociales? Cada clic, cada uso del teléfono, cada utilización de la tarjeta de crédito y cada navegación en Internet suministra excelentes informaciones sobre cada uno de nosotros, que se apresura a analizar un imperio en la sombra al servicio de corporaciones comerciales, de empresas publicitarias, de entidades financieras, de partidos políticos o de autoridades gubernamentales.

El necesario equilibrio entre libertad y seguridad corre, por tanto, el peligro de romperse. En la película de Michael Radford, 1984, basada en la novela de George Orwell, el presidente supremo, llamado Big Brother, define así su doctrina: <<La guerra no tiene por objetivo ser ganada, su objetivo es continuar>>; y: <<La guerra la hacen los dirigentes contra sus propios ciudadanos y tiene por objeto mantener intacta la estructura misma de la sociedad>>. Dos principios que, extrañamente, hoy  están a la orden del día en nuestras sociedades contemporáneas. Con el pretexto de tratar de proteger al conjunto de la sociedad, las autoridades ven en cada ciudadano a un potencial delincuente. La guerra permanente contra el terrorismo les proporciona una coartada moral impecable, y favorece la acumulación de un impresionante arsenal de leyes y dispositivos para proceder al control social integral.

Y más teniendo en cuenta que la crisis económica aviva el descontento social que, aquí o allí, podría adoptar la forma de motines ciudadanos, levantamientos campesinos o revueltas en los suburbios. Más sofisticadas que las porras y las mangueras de las fuerzas de orden, las nuevas armas de vigilancia permiten identificar mejor a los líderes y ponerlos anticipadamente fuera de juego.

Sociedad de control

<<Habrá menos intimidad, menos respeto a la vida privada, pero más seguridad>>, nos dicen las autoridades. En nombre de ese imperativo se instala así, a hurtadillas, un régimen securitario al que podemos calificar de <<sociedad de control>>. En la actualidad, el principio del <<panóptico>> se aplica a toda la sociedad. En su libro Surveiller et punir, el filósofo Michel Foucault explica cómo el <<panopticon>> (<<el ojo que todo lo ve>>) es un dispositivo arquitectónico que crea una <<sensación de omnisciencia invisible>>, y que permite a los guardianes ver sin ser vistos dentro del recinto de una prisión. Los detenidos, expuestos permanentemente a la mirada oculta de los <<vigilantes>>, viven con el temor de ser pillados en falta. Lo cual les lleva a autodisciplinarse... De donde podemos deducir que el principio organizador de una sociedad disciplinaria es el siguiente: bajo la presión de una vigilancia ininterrumpida, la gente acaba por modificar su comportamiento. Como afirma Glenn Greenwald: Las experiencias históricas demuestran que la simple existencia de un sistema de vigilancia a gran escala, sea cual sea la manera en que se utilice, es suficiente por sí misma para reprimir a los disidentes. Una sociedad consciente de estar permanentemente vigilada se vuelve enseguida dócil y timorata.

Hoy día, el sistema panóptico se ha reforzado con una particularidad nueva en relación a las anteriores sociedades de control que confinaban a las personas consideradas antisociales, marginales, rebeldes o enemigas en lugares de privación de libertad cerrados: prisiones, penales, correccionales, hospitales psiquiátricos, asilos, campos de concentración... Sin embargo, nuestras contemporáneas sociedades de control dejan en libertad aparente a los sospechosos (es decir, a todos los ciudadanos), aunque los mantienen bajo vigilancia electrónica permanente. La contención digital ha sucedido a la contención física.

Antonio Valdecantos (Contra el relativismo)

[...] Responder a una crítica de prácticas sociales diciendo cosas como «¡pero es que ese es mi modo de vida!» es inadecuado del todo, tanto como lo sería replicar a una crítica de creencias arguyendo «¡pero es que ésa es mi creencia!» Este tipo de respuesta está prohibido en el juego de dar razones; quien las da se quita a sí mismo toda posibilidad futura de cambiar racionalmente las creencias de otros. Las prácticas no son sagradas ni más intocables que las creencias, porque la manera como se cambian unas y otras es homóloga.

Si doy razones en pro de un cambio de creencias o de prácticas, he de considerarme al mismo tiempo como un destinatario de razones. Pero esto me obliga a admitir que muy probablemente algunas de las creencias que tengo son el resultado del cambio de creencias anteriores y que, de entre éstas, algunas cambiaron por obra de razones que otros me dieron o que yo mismo me di. Si no hubiese sido criticado con éxito alguna vez, no tendría las creencias que tengo. Tener, en general, creencias es entonces el resultado de haber admitido alguna vez la crítica, y algo muy semejante tiene que valer de las prácticas. Los animales humanos acostumbran a darse razones unos a otros en contra de creencias, pero el enunciar creencias y estar dispuesto a defenderlas es una práctica como la que más, y tan social como otra cualquiera (nos parecemos bastante, de hecho, unos a otros cuando decimos que creemos una cosa o cuando la justificamos). No todas las prácticas sociales están, entonces, blindadas contra todo tipo de crítica por razones. 

Nadie afirma, sin embargo, que sea posible criticar todo tipo de creencias (y esto implica creer que al menos algunas prácticas pueden ser criticadas). Afirmar tal cosa significaría negar que los individuos pueden cambiar de creencias en virtud de las razones de otros o de las propias. Lo que los relativistas culturales niegan —y aquí está, según creo, aquello que más netamente los distingue—es que alguien perteneciente a una cultura pueda criticar en verdad una creencia o una práctica perteneciente a otra cultura (en el sentido de «criticar» que he venido usando). Ellos reconocen que algunas veces las creencias y otras prácticas humanas cambian en virtud de razones, pero creen que la intervención de las razones se da sólo en el interior de las culturas, y quizá no de cualquiera de ellas, sino de las que tengan el intercambio racional como práctica característica, cosa que ni mucho menos ha de darse en todas las culturas humanas. Acaso palabras como «razón» (o «razones») no pueden traducirse adecuadamente a todas las lenguas, sino sólo a aquellas cuyos habitantes participan de cierto racionalismo occidental inventado por los griegos, codificado por los epistemólogos modernos y extendido por el mundo gracias a las armas y al mercado. Si los relativistas están en lo cierto, el juego de dar razones es una costumbre local impuesta a otras culturas por procedimientos odiosos, y haríamos francamente mal en tomar como universales los usos de nuestra tribu sólo porque ella ha sido más sanguinaria o más astuta que otras.

Lleven o no razón los relativistas, el cuadro que se ha dado de la crítica racional tiene que variarse un tanto. Cuando se piensa en la crítica de creencias, según la manera expuesta, lo corriente es imaginarse a individuos que se entregan a esa tarea en forma desinteresada y que la emprenden dejando a un lado sus emociones y sus deseos y llegado a veces a olvidarse de la identidad propia o a colocarla, por así decirlo, entre paréntesis. Si critico a alguien porque estoy movido por la ira, o pr el temor, o por la vergüenza, o si mi crítica es un medio para dar satisfacción a ciertos anhelos que poseo, o si, en fin, esa crítica sólo puedo llevarla a cabo yo (y nadie más) en virtud de mi propia idiosincrasia, entonces la crítica que ejerzo es lo lo más deficiente y poco valiosa; para que pudiera contar con una genuina crítica racional, tendría que haberse apartado cuidadosamente de toda emoción y desprendido de cualquier propósito distinto de la crítica misma, además de llevarse a cabo de manera impersonal, de modo que no importe nada la identidad del que critica. Todas estas condiciones han de cumplirse con inmaculada pureza si aspiro a que mi crítica pueda merecer el adjetivo «racional». Criticar creencias racionalmente es, entonces, apartarse de todo fin que no sea el de la crítica misma así entendida; todo lo demás son formas espurias y descarriadas, vecinas de la persuasión retórica, de la seducción y de la manipulación deshonesta. 

Según esta concepción, el ejercicio de la crítica racional se lleva a cabo por medio de una facultad especial, exclusivamente racionativa, que nos permite mantener comercio con otros seres dotados de ella (los animales humanos, con tal de que la ejerzan, pero también a veces ciertas divinidades concebidas a la manera intelectualista, algunas máquinas dizque inteligentes y aun ciertos espectros o ángeles). Como además de la noble facultad de argumentar, tenemos otras menos apreciables que la perturban (nuestras capacidades de tener deseos, emociones y cosas por el estilo), hemos de esforzarnos en impedir que éstas interfieran en nuestro razonamiento, algo que está en nuestra mano —o en manos de los más excelentes de nosotros— porque la facultad de razonar puede llegar a ser poderosísima.

Antonio Valdecantos (Manifiesto antivitalista)

Santiago González-Varas (La Imposibilidad de la cultura)

Emociones y política

Con razón, ciertos ensayos han observado la necesidad de estudiar la posibilidad de la emoción en la realidad política. Y si es posible un rescate de este concepto más propio del arte, esencialmente hablando.

Para M. Nussbaum la emoción no es un concepto en principio fácil, e incluso no compatible esencialmente, a priori, con el orden social regido por la libertades que han de ser el punto de partida. Se verifica lo incómodo de la situación y la compleja adaptación de este concepto. Reflexiones éstas con las que el lector estará ya familiarizado después de cuanto llevo expuesto.

La autora reconoce que, en el fondo, la emoción en cuanto tal se identifica con proyectos históricos por los que se enfatiza la importancia de una determinada idea que causa objetivamente un beneficio al individuo y que plantea, por tanto, la posibilidad de la subordinación de aquél a la misma. De hecho, asociamos la emoción, en las democracias, a experiencias sociales diferentes de las que tenemos en nuestros propios regímenes actuales. Esta autora pretende entonces conciliar la idea de «emoción» con la idea de libertad misma del individuo. Otorgarle un espacio posible. Posibles emociones, que se van descubriendo de forma legítima en el ámbito colectivo, discursos de gobernantes que a veces pueden causarnos tales sensaciones, situaciones que pueden conmovernos. La solución es buscar ese espacio armónico entre el orden de libertades individuales y la emoción.

Ahora bien, lo curioso es que, sin embargo, en la realidad política, ¿no sobran, más bien, emociones? ¿No hace incluso falta mayor racionalidad, eso que insatisface? La política es cada vez más emoción que razón, ¿En qué quedamos, pues? No puede ignorarse la impronta de la emoción como forma de comunicarse, el político, con el votante. El discurso emotivo triunfa. La gente valora o sigue a los líderes políticos aplicando este código. La política, más bien, tiene incluso poco de racional en nuestros días. Prima lo emotivo, se adoptan soluciones sin pensar en su viabilidad real, por ejemplo la consecuencias económicas de las decisiones. Aumenta la deuda pública por satisfacer deseos del electorado, lejos de una lógica racional. Damos contraprestaciones a colectivos, pese a ser inviable. De no hacerlo así, siempre habrá un político dispuesto a seguir el discurso fácil y populista. Emociones es lo que sobra, dirán muchos. Incluso vence el populismo, apuntan otros. 

Es preciso salir al paso de este falso debate. Este tipo de emociones son distintas de las que nos han ocupado, y poco tienen que ver con el proyecto del Estado de la cultura en sentido propio o el Estado estético ya referidos antes. Se trata de una emoción, esta otra, propia del diseño político (no del arte), algo hecho a su medida y que refleja su propio carácter. Dentro de la lógica del actual diseño social es preferible incluso una mayor racionalidad.

Así pues, parece que, concluyendo, es mejor que todo siga como está

Por tanto, es incluso preciso avanzar por la racionalidad necesaria, apostando por una mayor neutralidad del Estado. Lo mejor es profundizar en los principios existentes rectores del orden social. La cultura ha llegado a tal estado de atrofia que ni siquiera se entendería esas otras soluciones basadas en lo cultural. Hay que conformarse con ver máscaras y espectros. La opción es avanzar socialmente elevando la cultura media y aumentando el número de personas dedicadas a oficios intelectuales, aunque sea a costa de ir suplantando fuentes genuinas del arte. 

En un diseño desencajado, el tema es que toda intromisión del Estado en lo cultural produce incluso perturbaciones. Mientras el diseño no sea apropiado, cualquier salida del marco produce soluciones incorrectas. Hoy día, una alternativa frente a la neutralidad del Estado no sería un "Estado de la Ilustración", sino un Estado de símbolos nacionalistas que no integran, sino que excluyen; y de culturas subvencionadas generando deuda pública. Aquello otro podría llevarnos a un mundo mejor pero arriesgado; y, lo más definitorio, es que ya ni se entiende. 

Una cultura que no diseñe el modelo social se acaba convirtiendo en una carga. La cultura vive entonces gracias al propio mercado y a los consumidores. La cultura ha de estar agradecida. Y es que, cuando queda algo fuera del contexto, este es su destino final. La mejor solución es, por tanto, terminar de una vez con este lastre que es la cultura. Ya de no ser, mejor que no genere gasto y que cada uno se las arregle como pueda. El desconcierto es tal, que aquellos parecen proponer alternativas de sistema y una mayor preocupación por la cultura, más hunden a esta en lo contrario de ella misma. Sin dudar por ello de su buena intención, termina afirmando ese régimen de valores tan necesarios para todos. Menos para la cultura. Tiene que ser así, en atención al significado de los principios del orden. El resultado no puede ser más patético, viendo cómo las posibles soluciones son la mejor confirmación del problema. Queda demostrada la "necesidad de lo imposible". Surgen entonces versiones, que revelan falta de autenticidad. No puede ser de otra forma: la imposibilidad de la cultura, la ilusión de un espectáculo, ya que falta el diseño social que aquella precisaría para poder darse. 

Y, sin embargo...

Y, sin embargo, no habría otra solución final que compartir estos planteamientos y empezar a virar en la dirección que nos propone el Estado de la cultura si se quiere dar satisfacción a los anhelos más verdaderos. 

Carlo Gambescia (Liberalismo triste) Un recorrido de Burke a Berlin

[...] Pero hay algo más: la santa alianza antiliberal cambia a menudo de estrategia y a la sociedad presente opone la versión idealizada de cualquier sociedad del pasado, adhiriendo resueltamente incluso la marcha atrás, para acabar amalgamándose en una ecología a base de sangre y suelo, como sucede con los estrafalarios modelos sociales partidarios del decrecimiento defendidos por los ecopesimistas de extrema izquierda y compartidos por radicales de derecha. O puede que finalmente, a pesar de todos los escándalos novecentistas, persistan en la persecución de la utopía de un futuro igualitario de color rosa, siguiendo las fantasmagóricas líneas trazadas por la tradición anárquica y comunista. Cambiando, por así decirlo, el orden de los factores, el resultado no cambia. Como, por lo demás, ha señalado Jean Baechler, confirmando la distinción entre anticapitalistas reaccionarios antimodernos y anticapitalistas ultramodernos. Escuchémosle: «Los anticapitalistas no se reúnen en torno a las soluciones sensatas, pues en tal caso no serían ideólogos. Desde los orígenes se encuentran divididos en dos campos. Unos creen encontrar una salida deshaciéndose no sólo del capitalismo, sino también de todo lo que lo acompaña, es decir, toda la modernidad, en bloque y en detalle, de la democracia, del individualismo, de la ciencia, de la secularización. Estos reaccionarios antimodernos postulan el regreso a los "verdaderos" valores de antaño. Los otros son de alguna manera ultramodernos. Aceptan la modernidad, pero detestan el capitalismo y persiguen su eliminación. Hay quienes, entre ellos, ven la salvación en la liquidación del capitalismo en sus tres definiciones primarias: sin propiedad, ni mercado, ni empresarios, la crematística será vencida en el seno de la abundancia. Una cohorte diferente buscaría más bien vencer al capitalismo desarrollándolo hasta el agotamiento de sus posibilidades: una vez en el estado estacionario, la eficacia infinita promovería la abundancia y se resolverían todos los problemas. Los antimodernos han encontrado expresión ideológica y política en el fascismo, el izquierdismo, el ecologismo... Los ultramodernos han producido el socialismo y el comunismo, así como diversas utopías técnico-científicas».

Detrás de la crítica radical de los anticapitalistas reaccionarios antimodernos y ultramodernos puede detectarse sin dificultad, como ha observado el historiador Arthur Herman, la lógica del cuanto peor, mejor, que remite a una especie de profetismo secularizado. Pues para ellos toda «mala noticia es en realidad una buena noticia. En la medida en que la depresión económica, el desempleo, las guerras mundiales y conflictos, así como los desastres medioambientales presagian la destrucción final de la civilización moderna, saludan estos sucesos con una alegría apenas disimulada. Los modernos profetas del pensamiento saben, como los antiguos profetas, que cuanto peor vayan las cosas, mejor les irá a ellos». 

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[...] Por lo demás, también para Röpke, «sólo podemos respirar el aire de la libertad si estamos dispuestos a soportar el peso de la responsabilidad moral que se deriva de ello. Vale para la libertad moral la enseñanza de Burke: que los hombres alcanzan la libertad en la medida exacta en la que están dispuestos a limitar sus apetitos». Esto significa, concluye, que «ni siquiera la libertad económica puede subsistir sin un dique que contenga la voluntad y los apetitos desenfrenados. Si este freno no actúa en el fuero interno del hombre será necesario imponerlo desde fuera».

¿Cómo alcanzar ese estado cuando falta el sentido del límite? Bertrand de Jouvenel, a la sombra de Hobbes, advierte que la libertad entendida como libertad-licencia desemboca siempre en un poder absoluto. «En la medida —escribe De Jouvenel—en que el progreso desarrolla el hedonismo y el relativismo moral, y la libertad individual se concibe como el derecho a obedecer a los apetitos, la sociedad no puede mantenerse sino con un poder muy fuerte».

Un fenómeno que ya Tocqueville había descrito pacientemente, afirmando que «nuestros contemporáneos están atormentados por dos pasiones enemigas: sienten la necesidad de ser conducidos y el ansia de permanecer libres». De modo que «al no poder destruir ni uno ni otro de esos instintos contradictorios, se esfuerzan por satisfacerlos a la vez. Imaginan un poder único tutelar, todopoderoso, pero elegido por los ciudadanos. Combinan la centralización y la soberanía del pueblo [...]. Cada individuo tolera que se le sujete porque ve que no es un hombre ni una clase sino el pueblo mismo el que tiene el extremo de la cadena». 

De ahí la necesidad, como amargamente afirma Guglielmo Ferrero, de que «[se tome] conciencia de los límites del género humano, [...] de que las obras del hombre son al tiempo simples y profundas, humildes y sublimes. Únicamente así conseguirá que la civilización occidental termine percatándose de sus innegables inconvenientes [...], que no pueden ser disimulados, ni encubiertos por las quimeras que el orgullo, la ligereza, la incapacidad para someterse a los dictados de un futuro enigmático, van creando poco a poco en el hombres».

Por otra parte, como observa también Berlin, invitando a la moderación, «el grado de libertad de que goce un hombre, o un pueblo, para elegir vivir como quiera tiene que estar medido por contraste con lo que pretendan significar otros valores, de los cuales quizá sean los ejemplos más evidentes la igualdad, la justicia, la felicidad, la seguridad o el orden público. Por esa razón la libertad no puede ser ilimitada».  Por lo demás, continúa, « que no todo lo podemos tener es una verdad necesaria, y no contingente. Lo que Burke pedía: la necesidad constante de compensar, reconciliar y equilibrar; lo que pedía Mill: nuevos "experimentos de vida" con su permanente posibilidad de error [...] puede que enoje a los que buscan soluciones finales y sistemas únicos omnicomprensivos, garantizados como eternos. Sin embargo, esto es una conclusión que no pueden eludir aquellos que han aprendido con Kant la verdad de que del torcido madero de la humanidad nunca se hizo nada derecho».

José M. Asensio Aguilera (Fragilidades) Una aproximación a la inconsistencia de lo humano

FRAGILIDADES

Homo fragilis

C. Linneo bautizó al ser humano con el nombre de Homo sapiens sapiens. Nos reconocemos desde entonces como individuos pertenecientes a una especie que se autocalifica de doblemente «sabia». Es del todo probable que, tomando en consideración nuestras notorias capacidades mentales y no menor fatuidad, pocos fueran los que se hubieran atrevido a discutirle al gran naturalista sueco la idoneidad de la nomenclatura que empleó para situarnos entre los seres vivos. Cabe pensar, no obstante, que de haber creído este oportuno considerar en primer lugar, por ejemplo, nuestro largo período de inmadurez y dependencia, la vulnerabilidad de nuestra anatomía o algunas de nuestras flaquezas mentales, bien podría habernos clasificado como Homo fragilis. Y, muy probablemente, de haberlo hecho así, hubiera contribuido a hacernos más conscientes de nuestras limitaciones. Reconocernos ya nominalmente «frágiles» podría haber servido a la causa de hacernos más prudentes y verdaderamente «sapiens». Mientras que considerarnos sabios ya de origen, más bien ha favorecido desatender infinidad de veces lo que se precisa para serlo. Para distraernos de la necesidad de comprender el significado y las causas de nuestros más que reconocibles desatinos. 


En las páginas anteriores he intentado poner de manifiesto que las aptitudes mentales de los humanos no son independientes de ninguno de sus pasados ni del ámbito en que las personas se desenvuelven o pretenden hacer uso de aquellas. Como tampoco de los afectos y las influencias de las que no tomamos conciencia. He considerado, igualmente, algunas de las trabas o sesgos que experimentan nuestras capacidades perceptivas y cognitivas como consecuencia de la historia evolutiva del cerebro. Y cómo la cultura y la educación (entendida como la actividad intencional) pueden, al interactuar con nuestros procesos mentales y tendencias valorativas, transformarnos en personas inteligentes y virtuosas, pero también exponernos a múltiples formas de desadaptación individual y colectiva. Todo depende de nuestra voluntad y del conocimiento que hayamos adquirido acerca de esas disposiciones que modula el cerebro humano.

En lo que sigue haré referencia a algunas de las fragilidades humanas que se han hecho más evidentes en nuestro devenir histórico o que se ponen de manifiesto al analizar la propia experiencia personal. Siempre partiendo de la reiterada idea de que tales muestras de fragilidad son la consecuencia de la manera en que las influencias socioculturales afectan a la psique de los individuos. A unas estructuras cerebrales surgidas de la evolución que, pese a presentar sus propias lógicas de funcionamiento, han de cumplimentar su función adaptativa en relación a otras, de tipo sociocultural, con las que no siempre se corresponden. Las que comentaré a continuación serán, pues, algunas de las eventuales fragilidades de unos seres que bien podría haberse denominado Homo fragilis

Las fragilidades del pensamiento

A ninguna cualidad humana se le ha rendido mayores honores en nuestra cultura que al pensamiento racional. Sin embargo, no sería en modo alguno exagerado decir que las ideas surgidas de la razón (y los sentimientos que despiertan) han ocasionado más víctimas a la humanidad a lo largo de la historia, que las debidas a todos los arrebatos pasionales y momentáneas enajenaciones mentales que los hombres hayan podido sufrir desde que pisamos la Tierra. Por sus potenciales funestas consecuencias, las derivadas del pensamiento y de aquello que culturalmente lo alimenta, merecen ser consideradas con toda certeza como la más temible de nuestras posibles fragilidades. Aquella que nos convierte en víctimas o verdugos de la incondicional identificación con ciertos símbolos, mitos, ideologías, principios orales o identidades, y nos lleva a mostrarnos ciegos a las realidades más evidentes, y sordos a las palabras más sabias. Tristemente también, a desposeer en ocasiones de la dignidad humana a quienes no comparten nuestras ideas o sentimientos. La fragilidad que representa esa incondicional filiación me parece convertir a las personas en auténticos títeres de los pensamientos que circulan por nuestra mentes y de quienes advierten la facilidad con que pueden ser «inoculados» en ellas. Ideas, por otra parte, que, de vivir lo suficiente, comprobaríamos cómo, en su mayoría, iban a ser sustituidas por otras. A veces, por aquellas contra las que se combatió espada o fusil en mano. Los estragos ocasionados por la razón, sus arrogantes propuestas y el convencimiento que nos procura de que «las cosas no pueden ser de otra manera» ofrecen sobrados motivos para pensar que «Si la creencia de que los seres humanos son seres racionales fuera una teoría científica, haría ya mucho tiempo que habría sido abandonada» (Gray, 2013:63).

[...] Lamentablemente, cuando tal cosa sucede, nos situamos muy cerca de sentirnos en la obligación de propagarlas e incluso de abatir intelectualmente a quienes pretendieran oponerse a ellas. Por este camino, no solo hemos engrosado a los largo de los tiempos los cementerios culturales e «ismos» filosóficos, ideológicos o científicos, sino, trágicamente también, los de las personas que pagaron con sus vidas las embestidas de quienes creían disponer de certezas incuestionables. Amordazada la voluntad y la ética por la ofuscación que nos producen con frecuencia nuestros pensamientos y teorías, pasamos por alto que estos ni sienten ni padecen, que pueden aparecer, morir e incluso resucitar, pero que nada de todo eso ocurre con la vida ni en la vida de los individuos. Manejamos en la mente solo ideas, el poso que dejan las palabras que un día se llevará el viento producido por otras. Y olvidamos que «los seres humanos no son animales que se hayan equipado a sí mismos con símbolos. Los símbolos son herramientas útiles por cuanto ayudan a los humanos a manejarse en un mundo que no comprenden, pero los seres humanos tienen una tendencia crónica a pensar y actuar como si el mundo que han construido a partir de esos símbolos realmente existiera» (Gray, 2013:110).

[...] El pensamiento nos cautiva porque no notamos, como tampoco lo hacemos con el leguaje, que exagera, fracciona, separa, selecciona, distorsiona, cualquier realidad que considere. Y que ese proceso disgregador nos impide «ver» cómo unas cosas se relacionan con otras, o que lo pensado se vincula tan solo a nuestros conocimientos y experiencias pero no al conjunto de los posibles. Podemos así confundir lo particular con lo universal, aquello que entendemos acerca de algo con los único que cabe entender. De manera que «atrapados» en las propias ideas y su poder de convicción se alejan fácilmente de cualquier posibilidad de diálogo y encauzamiento racional de los conflictos que padecen. En ese considerarlas «propias» —y por tanto preferibles—concurren, además, otras influencias que suelen pasarnos desapercibidas. Las cartas marcadas, cuya apariencia no haría sospechar al más avezado de los tahúres, que representan las disposiciones efectivas, las experiencias pasadas y sus recuerdos, la educación, las dinámicas sociales, etc.

[...] Condicionados, quizás, por ese mil veces recordado «pienso luego existo» se nos pasa por alto que existir es la condición previa para pensar, que la «fiesta de la vida» (para quienes les merezca la pena considerarla así) no empieza con nuestra llegada al mundo y que es el pensamiento quien debiera estar, en consecuencia, al servicio de aquella, del necesario amar y convivir al que debemos la existencia. Por esta razón, «profundizar la comprensión que tenemos de quiénes somos y de la manera en que funcionamos en cuanto criaturas neurobiológicas y sociales» supone acrecentar «nuestra capacidad de desarrollar métodos para resolver los problemas sociales» supone acrecentar «nuestra capacidad de desarrollar métodos para resolver los problemas sociales» y mejorar «nuestra salud mental, física y social y nuestros sistemas de educación» (Evers, 2020:150). En el caso que nos ocupa esto supondría proteger al pensamiento de las ideas que malignamente nos enfrentan y, a su vez, guardarnos del poder de encantamiento del propio pensar.

José Sanmartín (La violencia y sus claves)

La biología no basta para explicar la violencia

Sea como fuere, la agresividad está ligada a factores biológicos. Pero la existencia de esos factores no basta para explicar la violencia. Agresividad y violencia no son lo mismo. Por una parte, nuestra agresividad es un rasgo en el sentido biológico del término, es decir, un nota evolutivamente adquirida. Por otra, nuestra violencia es un producto de la cultura o, dicho más estrictamente, es el resultado de una interacción entre factores culturales y agresividad.

La agresividad existe porque incrementa nuestra eficacia biológica, es decir, nuestra capacidad de sobrevivir y dejar prole fértil. Si no fuera sí, la selección natural la habría sacado de escena hace tiempo, La agresividad está aquí porque nos sirve.

Por lo demás, la naturaleza, que es sabia, ha seleccionado factores que reorientan, cuando no inhiben, rasgos como la agresividad, evitando así que puedan dañar al grupo de individuos en los que se expresa. Por ello, lo normal entre los animales es que, en sus en sus enfrentamientos intraespecíficos, no llegue la sangre al río. Los animales de una misma especie o grupo, cuando luchan, suelen hacerlo de forma altamente ritualizada. Y siempre hay estímulos que interrumpen el combate si llega a mayores. La gota de orina que suelta el lobo caído entre las piernas del vencedor, a la vez que le muestra la yugular, basta para que el combate cese. Desde este punto de vista, es falso que la naturaleza esté enrojecida por la sangre.

Hay seres humanos en los que, por razones biológicas, esos inhibidores no funcionan demasiado bien. Es, por ejemplo, el caso de los psicópatas, que parecen sufrir disfunciones neurobiológicas. Eso es lo que les permite conductas como abrirle el cuello por delante a una persona, situada a corta distancia suya, meterle la mano por el boquete hecho hasta cogerle las cervicales y zarandearla para rompérselas.

Pero también un ser humano normal puede obviar las barreras que opone la naturaleza al despliegue de sus instintos. Lo hace, por ejemplo, el maltrato que, sin ningún tipo grave de alteración psiquiátrica o de la personalidad, le retuerce el brazo a su propio hijo de pocos meses de edad o le mete en agua hirviendo. ¿Cómo son explicables estos comportamientos? Quizá la respuesta haya que buscarla en el tipo especial de evolución que ha conformado al ser humano.

Como ya he dicho, es cierto que el ser humano, como animal, es un producto de la evolución biológica. Pero el ser humano es un tipo de animal muy característico: es un animal cultural. Con un juego de palabras, si el ser humano es humano, lo es, sobre todo, no por ser un animal bien adaptado a la naturaleza, sino por estar adaptado al entorno cultural que él mismo ha sido construyendo sobre la naturaleza. Lo decía el maestro Ortega y creo que tenía toda la razón: nos hemos hecho seres humanos desadaptándonos de la naturaleza y adaptándonos a un entorno que es obra nuestra. A ese entorno artificial, superpuesto a la naturaleza, de hecho lo denominamos «medio ambiente». Dicho de otro modo, entre los dientes y la carne, el ser humano introdujo el cuchillo y la cocción para el ablandamiento. Entre los pies y el suelo, interpuso el calzado. Y, en general, entre él y la naturaleza creó un supramedio técnico, constituido por obras, instrumentos, herramientas y máquinas; pero también por hábitos, lenguajes, pensamientos e ideologías. En suma, entre él y la naturaleza introdujo la cultura como un gran aparato ortopédico para hacerle la vida más sencilla.

Hoy, la neurología nos enseña que la cultura —al menos, la de corte simbólico—puede haber sido el fruto del desarrollo de la parte más joven de nuestro cerebro: el neocórtex. Según ello, el ser humano posee un cerebro en parte reptiliano, pero, sobre todo, tiene un cerebro inventor del entorno cultural que, a su vez, moldea al ser humano.


El papel de la cultura

Pues bien, personalmente, no tengo demasiado miedo de nuestro cerebro reptiliano. Si aceptamos que a él se debe nuestra agresividad natural de animales, hemos de asumir también que la naturaleza habrá seleccionado factores que la inhiban o reorienten. Bajar los ojos, lloriquear, etc., parecen ser pautas de comportamiento que apuntan a ese fin.

Lo que sí infunde temor, por el contrario, el el hecho de que el cerebro reptiliano esté bajo el aparato ortopédico de la cultura. 

Es la cultura la que puede hipetrofiar un rasgo como el miedo natural al extraño que todos los seres humanos evidenciamos de bebés, convirtiéndolo en xenofobia o racismo. Basta con socializar al niño en la idea de que todos los seres ajenos a su propio y limitado mundo le son extraños porque son diferentes y que lo diferente es inferior. En muchos pueblos primitivos, no se tilda sólo de inferior al vecino, sino de no humano. 

Es la cultura misma la que, incidiendo sobre el cerebro reptiliano, convierte la agresividad en violencia. En este sentido considero que violencia es cualquier acción (o inacción) intencional que causa un daño (físico o no) a otro ser humano, sin que haya beneficio para la eficacia biológica propia. 

La conversión de la agresividad en violencia es lo que le permite al ser humano saltar por encima de los inhibidores, de los obstáculos que la naturaleza opone a su agresividad. La cultura puede convertir al otro en un ser inferior o no humano. Si el otro no es percibido como ser humano, darle muerte no será considerado un acontecimiento intraespecífico, sino interespecífico, y podrá situarse al mismo nivel que matar aun pollo o cualquier otro animal. La cultura aparta escrúpulos.

Paul Boghossian (El miedo al conocimiento) Contra el relativismo y el constructivismo

La construcción social del conocimiento

¿Qué explica que tantos académicos contemporáneos se hayan dejado seducir por una doctrina tan radical y contraintuitiva como la de la *Validez Igual?

Es interesante preguntar si lo que explica este cambio es de índole intelectual o ideológica; sin duda intervienen ambos tipos de factores.

Ideológicamente hablando, el atractivo de la doctrina de la Validez Igual no puede separarse de su aparición en la era poscolonial. Los adalides de la expansión colonial a menudo trataron de justificar sus proyectos alegando que los individuos colonizados tenían mucho que ganar de la superioridad científica y cultural de Occidente. De ahí que ahora, en una atmósfera moral que le ha dado completamente la espalda al colonialismo, resulte seductor para muchos afirmar no sólo que no se puede justificar moralmente —lo que es cierto— la dominación de pueblos soberanos apelando a la deseabilidad de la expansión del conocimiento, sino también que no habría algo así como un conocimiento superior, sino únicamente conocimientos diferentes, cada uno apropiado para su propio entorno particular.

Desde un punto de vista intelectual, en cambio, el atractivo de la Validez Igual parece proceder de la convicción de muchos académicos de que lo mejor del pensamiento filosófico de nuestro tiempo ha desterrado las ideas objetivistas e intuitivas e la verdad y de la racionalidad para reemplazarlas por concepciones del conocimiento que reivindican la Validez Igual. ¿Cuáles serían estas últimas?

La idea medular de las nuevas concepciones «posmodernas» del conocimiento está sintetizada en este pasaje:

             Los epistemólogos feministas, en consonancia con muchas otras corrientes de la epistemología contemporánea, ya no consideran el conocimiento como el reflejo transparente y neutral de una realidad que existe de manera independiente, ni creen que la verdad y la falsedad son establecidas por procedimientos de escrutinio racional trascendente. Al contrario, la mayoría acepta que toda forma de conocimiento es conocimiento situacional, que refleja la posición del productor de conocimiento en un determinado momento histórico y en un contexto material y cultural dado.

De acuerdo con esta idea medular, la verdad de una creencia no está relacionada con cómo son las cosas en una «realidad que existe de manera independiente»; asimismo, su racionalidad no dependería de que pueda ser corroborada de acuerdo con «procedimientos trascendentes de escrutinio racional». Más bien, el que una creencia sea o no conocimiento estaría en función, al menos en parte, del entorno social y material contingente en el que haya sido producida (o sostenida). Calificaré a cualquier concepción del conocimiento que haga suya esta convicción medular como una concepción de la dependencia social del conocimiento. 

En tiempos recientes, las versiones más influyentes de la concepción de la dependencia social del conocimiento, han sido formuladas en términos de la noción, ahora ubicua, de constructivismo social. Todo conocimiento, se alega, es socialmente dependiente porque todo conocimiento está socialmente construido. En lo que sigue, pues, mi interés se centrará especialmente en las concepciones del conocimiento que lo contemplan desde la perspectiva del constructivismo social.

Sin embargo, y al margen de cómo se fundamenta en último termino la dependencia social del conocimiento, resulta inmediatamente evidente que esta última, de ser aceptada, reforzaría a la Validez Igual. En efecto, si el que una creencia constituya o no conocimiento siempre está en función del contexto social contingente en el que es producida, nada parece impedir que lo que es conocimiento para nosotros no lo sea para los zuñis, incluso si ambos tenemos acceso a la misma información (volveremos a este más adelante).


* Validez igual: Existen muchas formas radicalmente distintas, pero «igualmente válidas», de conocer el mundo, de las cuales la ciencia es sólo una.

Theodore Dalrymple (Sentimentalismo tóxico) Cómo el culto a la emoción pública está corroyendo nuestra sociedad

¿Qué es el sentimentalismo?

El sentimentalismo es una de esas cualidades que son más fáciles de identificar que de definir. Obviamente todos los diccionarios emplean las mismas características definitorias: un exceso de emociones falsas, sensibleras y sobrevaloradas si se las compara con la razón. Los grandes diccionarios, por ejemplo, el Oxford English Dictionary, son etimológicamente, aunque no psicológicamente, más exhaustivos que los pequeños. El OED señala que originalmente la palabra sentimental tenía connotaciones positivas: al hombre considerado sentimental desde mediados hasta finales del siglo XVIII, hoy en día se le hubiera llamado sensible y compasivo, lo contrario de un hombre bruto e insensible. El cambio de la connotación se inicia a comienzos del siglo siguiente, con los escritos de un poeta romántico y revolucionario, posteriormente convertido en conservador, llamado Robert Southey, en los que se pronunciaba despectivamente sobre Rousseau, y se completa a comienzos del siglo XX.

La definición anterior omite una característica importante de la clase de sentimentalismo sobre la que quiero llamar la atención, a saber, su carácter público. Ya no basta con derramar una furtiva lágrima en privado por la muerte de la pequeña Nell; ahora es necesario hacerlo (eso o su equivalente moderno) a la vista del público.

Sospecho, aunque no puedo demostrarlo, que en parte es consecuencia de vivir en un mundo, incluyendo el mundo mental, completamente saturado por productos de los medios de comunicación de masas. En un mundo así, todo lo que se hace o sucede en privado, en realidad no sucede, al menos en el sentido más completo. No es real en el sentido en que lo son los reality de la televisión. 

La expresión pública de los sentimientos tiene importantes consecuencias. En primer lugar exige una respuesta por parte de los que lo están presenciando. Esta respuesta debe ser de simpatía y apoyo, a menos que el testigo esté dispuesto a correr el riesgo de una confrontación con la persona sentimental y ser techado de insensible o incluso cruel. Por eso hay algo coercitivo o intimidatorio en la expresión pública del sentimentalismo. Debes unirte a él, al menos, abstenerte de criticarlo.

Se ha creado una presión inflacionaria sobre este tipo de exhibiciones. No tiene mucho sentido hacer algo en público si nadie lo nota. Eso implica que se requieren unas demostraciones de sentimientos cada vez más extravagantes y se pretende competir con los demás y no pasar desapercibido. Las ofrendas florales son cada vez más grandes, la profundidad de los sentimientos se mide por el tamaño del ramo. Lo que cuenta es la vehemencia y la sonoridad de la demostración.

En segundo lugar, las demostraciones públicas de sentimentalismo no sólo coaccionan a los observadores casuales arrastrándolos a un fétido pantano emocional, sino que, cuando son suficientemente fuertes o generalizadas, empiezan a a afectar a las políticas públicas. Como veremos, el sentimentalismo permite a los gobiernos hacer concesiones al público en vez de afrontar los problemas de una manera racional aunque impopular o controvertida.

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«Un sentimental es alguien que simplemente desea disfrutar
del lujo de una emoción sin tener que pagar por ello»


El sentimentalismo no es dañino mientras permanezca en la esfera de lo personal. Seguramente nadie es completamente inmune a la manipulación de sus emociones por una historia edulcorada, un cuadro o una pieza musical.

Pero como motor de una política pública, o de la reacción pública a un acontecimiento o problema social, es tan perjudicial como frecuente. Hay un gran componente sentimental en la idea moderna del multiculturalismo, según el cual todos los aspectos de todas las culturas son mutuamente compatibles y pueden coexistir con la misma facilidad que los restaurantes de diferentes cocinas en el centro de una ciudad cosmopolita, simplemente porque la humanidad está impulsada por, o es susceptible a, expresiones de buena voluntad siempre y en todas partes. El hecho de que muchas sociedades multiculturales se ven desgarradas por la hostilidad, incluso después de cientos años de convivencia, o que no sea fácil reconciliar las ideas occidentales de la libertad con la condena a muerte por apostasía por la que abogan las cuatro escuelas suníes de interpretación de la ley islámica, así como con otros muchos preceptos de la ley islámica, eluden el pensamiento de los partidarios del multiculturalismo como una anguila se desliza entre los dedos de alguien que trata de atraparla con las manos. Si, por ejemplo, preguntamos a un defensor del multiculturalismo qué han aportado los somalíes, en tanto que somalíes, a la cultura de un país como Gran Bretaña, seguramente se quedará callado. Es poco probable que diga que valora sus tradiciones políticas (las que les obligan a salir huyendo de Somalia); no conocerá nada de su literatura, ni siquiera si existe literatura, tampoco sabrá nada de su arte ni de su arquitectura; probablemente le sonará que la aportación de Somalia a la ciencia moderna es prácticamente inexistente; tampoco habrá estudiado sus costumbre, muchas de las cuales encontraría repugnantes si se tomara la molestia de investigar algo sobre ellas y ni siquiera podrá nombrar un solo plato típico de la cocina somalí, un grado insólito de ignorancia e indiferencia incluso para un defensor del multiculturalismo. (El camino hacia el corazón de un partidario del multiculturalismo definitivamente pasa por su estómago).

Y, sin embargo, seguirá afirmando, con la certeza casi religiosa de quien acepta la teoría de la influencia del dióxido de carbono en el calentamiento global, que la presencia de enclaves de somalíes, el mantenimiento de su cultura dentro de esos enclaves, indiscutiblemente y por definición, supone un enriquecimiento para la cultura británica, o para cualquier sociedad occidental, como si se viviera mejor dentro de un gran museo antropológico.

Gilles Deleuze (Dos regímenes de locos) Textos y entrevistas (1975-1995)

¿Qué es el acto de creación?

Yo también querría plantear preguntas. A ustedes y ami mí mismo. Sería algo del tipo: ¿qué hacen ustedes exactamente cuando hacen cine? Y yo, ¿qué hago exactamente cuando hago filosofía?

Podría plantear la pregunta de otra manera: ¡qué es tener una idea en el cine? Si se hace o se quiere hacer cine, ¿qué significa tener una idea? ¿Qué sucede cuando decimos: "Mira, tengo una idea"? Porque, por un lado todo el mundo sabe que tener una idea es un acontecimiento que ocurre raramente, una especie de fiesta, algo poco corriente. Y además, por otro lado, no es algo general. No tenemos ideas en general. Una idea -igual que quien la tiene- es algo ya abocado a tal o cual dominio. Se trata de una idea para una pintura, o para una novela, o para la filosofía, o para la ciencia. Y, evidentemente, la misma persona no puede tener todas esas ideas. Hay que tomar las ideas como potenciales ya inscritos en tal o cual modo de expresión e inseparables de ese modo de expresión, aunque nadie pueda decir que tiene una idea en general. En función de las técnicas que conozco puedo tener una idea en tal o cual dominio, una idea para el cine o una idea para la filosofía. 

Vuelvo a partir, pues, del principio de que yo hago filosofía y ustedes cine. Admitido esto, sería demasiado fácil decir que la filosofía se apresta a reflexionar sobre cualquier cosa, ¿por qué no podría reflexionar sobre el cine? Esto es una estupidez. La filosofía no está hecha para reflexionar sobre lo que sea. Si tratamos a la filosofía como un poder de "reflexionar sobre", bajo la apariencia de concederle demasiado, de hecho se lo negamos todo. Pues nadie tiene necesidad de filosofía para reflexionar. Los únicos efectivamente capaces de reflexionar sobre el cine son los cineastas o los críticos cinematográficos, o los cinéfilos. Estas personas no necesitan de la filosofía para reflexionar sobre el cine. La idea de que los matemáticos necesitan de la filosofía para reflexionar sobre las matemáticas es una idea cómica. Si la filosofía tuviera que servir para reflexionar sobre cualquier cosa no tendría razón alguna para existir. Si hay filosofía es porque tiene su propio contenido.

Es algo muy simple: la filosofía también es una disciplina de creación, tan inventiva como cualquier otra disciplina, y consiste en crear o en inventar conceptos. Los conceptos no existen ya hechos en una especie de cielo en el cual esperarían a que el filósofo los alcanzase. Los conceptos hay que fabricarlos. Ciertamente, no se pueden fabricar así como así. Uno no se dice a sí mismo un buen día: "Vamos, voy a inventar tal concepto", como tampoco un pintor se dice así mismo un día "Voy a hacer un cuadro así", o un cineasta "Voy a hacer tal película", Es preciso que haya una necesidad, tanto en filosofía como en los demás órdenes, si no, no hay nada que hacer. Un creador no es un sacerdote que trabaja por placer, Un creador no hace más que aquello de lo que tiene necesidad absoluta. Sólo hace falta que esta necesidad -que, cuando existe, es algo muy complejo- haga que el filósofo (y en este punto sé de qué se ocupa) se proponga inventar, crear conceptos y no reflexionar sobre el cine.

Digo que hago filosofía es decir, que intento inventar conceptos. Cuando digo que ustedes hacen cine, ¿Qué hacen ustedes? Lo que ustedes inventan no son conceptos -no es su oficio- sino bloques de movimiento-duración. Si se fabrica un bloque de movimiento-duración, quizá se haga cine. No es cuestión de invocar una historia, o de revocarla. Todo tiene una historia. También la filosofía cuenta historias. El cine cuenta historias con bloque de movimiento-duración. La pintura inventa un tipo de bloques de un tipo completamente distinto. No son bloques de conceptos ni tampoco de movimientos-duración, sino bloques de líneas-colores. La música inventa otro tipo de bloques, también particulares. Junto a todo ello, la ciencia no es menos creadora. No veo esa gran oposición entre la ciencia y las artes.

Si le pregunto a un científico lo que él hace, resulta que también inventa. No descubre -el descubrimiento se da, pero no es lo que define una actividad científica en cuanto tal- sino que crea tanto como un artista. No es nada complicado, un científico es el que inventa o crea funciones. Solo él lo hace. Un científico en cuanto tal no tiene nada que ver con los conceptos. Es incluso por ello por lo que -afortunadamente- hay filosofía. Por el contrario, hay algo que sólo el científico sabe hacer: inventar y crear funciones. ¿Qué es una función? Hay función cuando existe una regla de correspondencia entre al menos dos conjuntos. La noción básica de la ciencia -y esto no es reciente, sino que sucede hace largo tiempo- es la noción de conjunto. Un conjunto no tiene nada que ver con un concepto. Cuando se ponen dos conjuntos en una relación de correspondencia reglada se obtienen funciones, y puede decirse que se hace ciencia.

Si cualquiera puede hablar con cualquiera, si un cineasta puede hablar a un científico, y un científico puede tener algo que decir a un filósofo y viceversa, ello sucede en función de la actividad creadora de cada uno de ellos. No porque en este punto pueda hablarse de creación -la creación es más bien algo extremadamente solitario- sino que en en nombre de mi creación como yo puedo tener algo que decirle a alguien. Cuando reúno todas esas disciplinas que se definen por la actividad creadora, diría que tiene un límite común. El límite común a todas estas series de invenciones, invención de funciones, invención de bloques de duración-movimiento, invención de conceptos, es el espacio-tiempo. Si todas las disciplinas se comunican, ello sucede en el nivel de aquello que nunca puede liberarse por sí mismo y que está como inscrito en toda disciplina creadora, a saber, la constitución de espacio-tiempo.

Jorge Bustos (El hígado de Prometeo)

El humanismo es un pesimismo, 
y el superhombre, un superniño

Pero veo que mi proclama me está quedando un poco naif, sonrojante incluso. La complacencia es la última postura que conviene al humanista. El humanista es ante todo un pesimista ilustrado, alguien que no se engaña respecto de la clase bestial de auténticos apetitos que bullen y seguirán bullendo en el interior del sapiens sapiens. Si lo piensa bien, el humanista se maravilla de que el hombre, habiendo alcanzado al fin el poder de destruir materialmente el planeta, todavía no haya presionado el botón.

Oímos a menudo a nuestro alrededor: <<¡Parece mentira que esto suceda en pleno siglo XXI! ¡Que se maten los palestinos y los israelís todavía! ¡Que todavía haya hombres que peguen a sus mujeres! ¡Que no tengamos garantizadas las pensiones!>>. Cuando oye estos terribles lamentos, el humanista no puede reprimir una sonrisa. Sonría porque conoce la historia, y conoce la atalaya de prosperidad, paz y progreso desde la que el hombre o la mujer primermundista lanza su queja asqueada, ajenos a la inconcebible altura de su confort. El humanista, por supuesto, seguirá luchando por la extensión de los derechos ciudadanos y por su pervivencia en los territorios ya sumados a la civilización, pero jamás olvida el coste de lo conseguido ni admite lecciones de quienes, desde familias rivales, con fórmulas retrógradas o sanguinarias hicieron todo lo posible por retrasar la instauración de este improbable reducto de libertad en que tenemos la fortuna inenarrable de vivir los seres humanos occidentales del año 2014.

Sucede que el hombre se adapta a todo. Esa es su maravilla. Se adapta a lo inhumano para sobrevivir, pero también a lo sobrehumano con egoísmo insaciable. La posmodernidad, dice Lyotard, es la infancia de la modernidad y no al revés: como si nuestros antepasados del siglo XIX, quienes asumían con naturalidad la hipótesis de la desgracia natural o el coste de la batalla política. La posmodernidad es una infantilización masiva de Occidente cuyos inicios data Lipovetsky en la década de los sesenta, con la eclosión de la cultura de masas y la generalización del hedonismo. En los primeros sesenta, la factoría Disney encargó un estudio sociológico para cifrar la edad mental de los consumidores americanos; su conclusión resulta estremecedora, pero a nadie le puede sorprender, desde luego no a Ortega, ni muchos menos a los programadores de televisión o a los periodistas que titulan con vistas al ranking digital de noticias más pinchadas: la edad mental de la masa según su comportamiento resultó equivalente a los ocho años exactos de un individuo humano. ¿Cuán fue la reacción de la Disney? Evidentemente ahormar sus productos a la demanda del consumidor, pues el cliente siempre tiene razón.

Según Lipovetsky, la posmodernidad solo es una prolongación de dos tendencias motrices de la modernidad: el individualismo y la rebelión contra toda disciplina. En suma, un romanticismo exacerbado. Una monumental niñería, si quieres ustedes. Y los niños san tan bonitos como crueles, porque son simples y determinados en su egoísmo. De la toma de la Bastilla nacieron tres bonitas palabras -libertad, igualdad, fraternidad- pero sobre todo dos conceptos tétricos: el igualitarismo y el nacionalismo. Estos eran los nombres de pila; un siglo y medio después ya fueron ampliamente conocidos por los títulos que eligieron para entrar en sociedad: comunismo y fascismo.

¿Y hoy, qué tenemos? Nuestro régimen sociopolítico es un cientifismo técnico -el cientifismo utópico correspondería a los regímenes totalitarismo, y también al nuevo populismo que recorre Europa-, una democracia de especialistas que nos han acostumbrado acreer que todo es posible. El astuto Bernard-Henri Lévy llamó a esto ideología del deseo, la única posible en una sociedad de consumo envuelta en un Estado de Bienestar. Conocemos bien esa confianza desmedida en el Estado tecnocrático que engendra una hiperplasia jurídica y nos convierte en dependientes menesterosos: la dependencia propia de una sociedad terapéutica. Detrás de cada desgracia más o menos arbitraria exigimos una responsabilidad. ¡Cómo es que no hay subvenciones para mi clínica de psicoterapia caballar? ¡No hay derecho! Es la queja del niño contrariado, y abogados y políticos son las niñeras del primer mundo. Ningún Estado puede hacer frente a tantos biberones sin imponer una fiscalidad confiscatoria, y aún así sabemos que la bancarrota es cuestión de tiempo. No se trata de una reforma administrativa o fiscal como de una reforma espiritual que juzgamos aproximadamente quimérica. <<Nunca hemos visto que, una vez corrupto, un pueblo vuelva a la virtud>>, escribe Rousseau, que no era precisamente un cínico. A la virtud solo se vuelve a palos, generalmente propinados por una invasión bárbara.

Una oscura fuerza parece nivelar las culturas decadentes con las boyantes cuando coinciden sobre la faz de una tierra globalizada. Ese darwinismo social antiguamente lo detonaba la guerra. Hoy esa nivelación la ejerce el problema demográfico europeo y su correlato inmigratorio, que será el gran desafío del presente siglo en la frontera mediterránea como en la del este europeo o en la chicana. No es casual que los ginecólogos hayan registrado una ampliación de la edad fértil en las mujeres occidentales, en quienes la llamada de la naturaleza se aplaza ante la prioridad profesional. El estilo de vida single se afianza en el primer mundo, en sociedades donde el ocio alcanza una oferta suficientemente absorbente como para adormecer o incluso suplantar el deseo de formar una familia. Los propósitos de Rousseau y Nietzsche se van confirmando, y solo queda despejar la incógnita de si los países emergentes de Asia ambicionarán los mejores frutos de la civilización humanista, que incluyen la jornada de ocho horas y las vacaciones remuneradas, o si por el contrario serán capaces de conjugar el principio del placer con el de realidad y nos acabarán imponiendo una boga inhumana bajo el tam-tam de la galera y unas condiciones de trabajo dickesianas. 

Todo depende de a qué llamemos progreso. ¿Merece esa jactanciosa etiqueta el recorrer un centro comercial en Navidad, por donde se desparraman a gusto eso que Steiner ha llamado el fascismo de la vulgaridad? El humanista a veces quisiera vivir en las ciudades del siglo XXI con los vecinos del siglo XIX. El Stefan Zweig de El mundo de ayer opina que el clímax de la civilización occidental se dio entre 1850 y 1014: la llamada belle époque. La admirable edad del optimismo técnico, de la audacia ingenieril, del buen gusto en arte, del desarrollo científico sin invasión de la política, adonde afluían los mejores oradores. Si tiene razón puede que estemos enhorabuena, porque numerosos pensadores empiezan a vaticinar que el siglo XXI se parecerá al XIX. Todorov le ve dos pegas al revival: el pack incluye el nacionalismo y las desigualdades económicas. No hará falta insistir en la justeza del pronóstico, a la vista de los acontecimientos. Pero más allá de diferencias geohistóricas, el repliegue hacia el localismo bajo la cúpula incierta de la aldea global tiene todo el sentido del mundo. El hombre, cuando se siente inseguro o amenazado, regresa a sus raíces, a su pura niñez. Lo malo es que ni las raíces en nuestro tiempo se quedan quietas.

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