Chantal Delsol (Populismos) Una defensa de lo indefendible

Uno de los motivos de la protesta populista es la hipocresía de los partidos gobernantes que utilizan la neolengua adoptada por el conjunto de la élite, tendente a disimular los pensamientos considerados a la vez legítimos e inconfesables. Guy Hermet hace notar que el programa de Haider no difiere profundamente del de los otros partidos austríacos: es la diferencia de expresión lo que crea esa distancia. Haider es polémico, y no duda en emplear expresiones desconsideradas. Al alabar la política de empleo de Hitler sabe que será considerado como un nostálgico de Hitler, y no es eso. La provocación, como en Jean-Marie Le Pen, representa una manera de ser. Los populistas hablan con crudeza y los partidos clásicos mediante lítores, la diferencia sobre todo está ahí, más que en sus programas políticos respectivos.

Aquí se da un rechazo, a la vez, de la mentira y de la sofisticación elitista, y se considera que ambas van juntas. Se puede plantear la cuestión de saber por qué la élite adopta un lenguaje cuidadosamente elegido, que acaba siempre por volverse falso teniendo en cuenta lo que piensa realmente, y en relación con su acción. Nos podemos preguntar por qué son generalmente los medios populares los que utilizan las palabras concretas correspondientes a pensamientos y actos, con ironía y finalmente asqueados ante esa dulcificación permanente del discurso que les parece una mentira.

Ese tipo de palabras directas, crudas, violentas, la opinión occidental ya no las tolera, porque manifiestan un auténtico analfabetismo de las costumbres. En el contexto democrático posmoderno, el populista es un maleducado: no sigue las reglas consensuales de la convivencia. Lo que se suele llamar <<políticamente correcto>>, no indica forzosamente que exista un pensamiento <<prefabricado>>, sino que no se debe decir crudamente todo aquello que uno piensa. Esta regla de ética ciudadana va demasiado lejos, en efecto, hasta impedir que se desarrolle el pensamiento libre, ya que a fuerza de no poder decir nada se acaba por no pensar nada tampoco. Sin embargo, se impuso en un momento de la historia en el que tenía su justificación, y por ese motivo no se la puede considerar solo como una forma de terrorismo intelectual que una corriente de pensamiento impone a las otras.

Debemos recordar que en el siglo XIX y en la primera mitad del XX, en la época en que esta coacción de la palabra no existía, muchos no dudaban en apelar al odio e incluso a la supresión de grupos humanos detestados. Engels, escribió en 1849, en Newe Rheinische Zeitung, un artículo llamando al genocidio de los húngaros. Este ejemplo, jamás citado, demuestra hasta qué punto ese tipo de ideas estaban generalizadas. Después del nazismo, los europeos acabaron por comprender la virulencia y la eficacia de las palabras, al darse cuenta de que Hitler había acabado por ejecutar lo que tantos otros habían requerido con sus deseos. Desde entonces sabemos que las palabras no son inocentes. Lo <<políticamente correcto>> tiene su origen en esa certeza. Asfixiar las palabras asesinas es prevenir los asesinatos. Asfixiar las palabras inaceptables equivale a prevenir las políticas inaceptables. Por eso no es forzosamente dañino no soportar ya determinadas palabras, a fin de estimular la paz social. Los populistas aducen que esa obligación se ha convertido en una policía del pensamiento, y que no es más que una coartada para borrar determinadas opiniones.

Por otra parte, las corrientes llamadas populistas no tienen costumbre de conceptualizar sus convicciones, y por eso resulta fácil creer que están dotadas de emociones, y no de convicciones. Reclaman cosas de sentido común, en general, sin querer enraizarlas en un corpus doctrinal ni justificarlas mediante ninguna filosofía. No tienen ideología que presentar, y sobro todo carecen de sistema. De ahí que a menudo presenten un aspecto de mosaico o de cóctel confuso: parecen una aglomeración de descontentos dispares, y a veces lo son en realidad, pero no se busca entre ellos el hilo conductor, aparte de su carácter detestable. 

Queda por preguntarse por qué esas corrientes políticas no se consideran jamás como las demás. Siempre se las odia, hagan lo que hagan (hasta el punto de que la misma frase en la boca de un dirigente declarado populista y en la boca de un dirigente político <<normal>> adoptará significados antitéticos). Sus afirmaciones se consideran gritos, y en lugar de oponerles argumentos, no se busca otra cosa que insultarlos. De tal modo que, condenados al ostracismo, a menudo toman el camino de la provocación y cargan las tintas en el exceso verbal, único medio que tienen para hacerse oír.

Dicho de otra manera: ¿por qué no puede uno defender identidades, querer la soberanía en lugar de Europa, estimar que el flujo de inmigración acaba por ahogar un país, o que la corrupción política lo pervierte? ¿Por qué los valores morales defendidos por los populistas no se consideran nunca valores morales, puesto que lo que les caracteriza en el espíritu de la opinión dominante es más bien su cinismo? ¿De dónde puede venir entonces esa corriente que, por así decirlo, siempre se equivoca, y que no se considera ni siquiera una corriente, sino más bien un montón de gente que no debería existir, hasta el punto de que se hace todo lo posible para no contar con ellos y privarlos, en lo posible, de representación política?

Jonathan Israel (Una revolución de la mente) La Ilustración radical y los orígenes intelectuales de la democracia moderna

¿Qué remedio puede haber, se preguntaba Holbach en 1773, para "la depravación general de las sociedades" (la dépravation générale de societés), donde tantos factores se combinan para perpetuar el desorden dominante y la miseria? Hay sólo un camino, afirmaba, para curar semejante amasijo de males: abolir el sistema completo de jerarquías, privilegios y prejuicios y sustituirlo por una sociedad más justa. Y únicamente hay una vía para acometer semejante tarea: a saber atacar "el error" y proclamar "la verdad". "Si el error, como todo lo demuestra, es la fuente de todos los males sobre la tierra" mantenía Holbach, si los hombres son viciosos, intolerantes, opresores y pobres porque tienen ideas totalmente equivocadas sobre "su felicidad", y sobre cualquier otra cosa, entonces los defectos de la sociedad, pueden ser abordados sólo combatiendo el "error" con valor y resolución, mostrando a los hombres sus verdaderos intereses y propagando "ideas sanas" (des idées saines). Cuando esos defectos están enraizados estructural y profundamente en la credulidad, en la confianza en la autoridad y en la ignorancia, la "filosofía" ya no es sólo la cosa más apropiada sino el único agente lo bastante poderoso para desencadenar una revolución rápida y completa.

Reeducar al público, por tanto, parecía el primer paso crucial hacia la renovación de la sociedad de una forma más justa. Helvétius, un gran defensor de la educación como instrumento, se dio cuenta de que la institución del tipo adecuado de educación general era un objetivo que no podía ser conseguido sin que fuese acompañado por una completa revolución política, la mejor forma de la cual era en un país extenso como Francia, según pensaba, bien una república federal, bien una liga de unas veinte pequeñas repúblicas unidas para su mutua defensa. Cuando existen formas adecuadas de gobierno y se adopten buenas leyes, estas llevarán de forma natural a la ciudadanía hacia el bien general, mientras que, al mismo tiempo, se dejará a cada individuo libre seguir la búsqueda personal de su felicidad particular. El fin último de Helvétius era formar un sistema de legislación e instituciones que vinculara los intereses privados con el público, y "establezcan la virtud en beneficio de cada individuo".

__________________________________

La Ilustración radical aspiraba, por tanto, a formar un nuevo tipo de sociedad, y a comienzos de la década de 1770 consideraba que esto era concebible sólo mediante lo que Paine y Barlow llamaban una "revolución general". Pero como la "revolución general"  por la que luchaban no se trataba de una revolución de violencia, asesinatos y destrucción, el pensamiento radical debía presentarse a sí mismo como una guerra de la "razón" y la persuasión contra la "superstición" crasa y la presión cruel, esperando que esto sería suficiente para su éxito. Un dogma de los pensadores radicales era que la razón, y únicamente la razón, puede elevar la dignidad del hombre desde las profundidades de la degradación, el error y la ignorancia. Durante un tiempo, pareció que la razón estaba ganando terreno, y que la monarquía, la nobleza y el poder de la Iglesia estaba desmoronándose bajo su asalto. No era difícil deducir "del estado ilustrado de la humanidad" como escribió triunfantemente Paine en 1791, que "los gobiernos hereditarios están rayando en su decadencia, y que las revoluciones basadas ampliamente en la soberanía nacional y el gobierno representativo están abriéndose camino en Europa". Por tanto, añadía, "sería un acto de sabiduría anticipar su llegada y hacer una revolución de la razón y el acuerdo, en lugar de dejar el resultado a convulsiones problemáticas". Abrazar la revolución, mientras se buscaba minimizar los trastornos y la violencia, era un llamamiento clásico de la Ilustración radical.

Como parte de su "revolución general", Diderot, Helvétius y Holbach luchaban por transformar las ideas acerca de los diferentes rangos sociales. Diderot había empezado a dignificar el artesanado en la década de 1750 en la Encyclopédia en las numerosas entradas, largas y detalladas, que describían las técnicas artesanales. La transformación del teatro, que él y Lessing intentaron producir en Francia y Alemania, trataba principalmente de sustituir los personajes de príncipes y aristócratas por otros hombres y mujeres más ordinarios. Más tarde, el impulso para aumentar las habilidades de los trabajadores fue llevado más allá. ¿No es más útil para la sociedad, preguntaba Holbach, un trabajador laborioso que el prototipo habitual de aristócratas inútiles? Y el hombre de letras (home de lettres) empobrecido que dedica sus energías a la edificación de sus conciudadanos, ¿no es más digno de ser estimado en general que el "imbécil opulento" de alta cuna que desprecia las artes y el talento? La compasión surge más fácilmente, observaba, en aquellos que conocen la pobreza de primera mano antes que en aquellos otros cuya riqueza les garantiza que nunca sufrirán privaciones. 

En ocasiones los últimos escritos de Diderot y Holbach suponen que, si alguna vez hay en el futuro una sociedad mejor y más igual, es probable que surja de los esfuerzos de los pobres más que de los ricos. Desde luego, parecía más fácil demostrar las ventajas de la justicia, la equidad y la igualdad al derecho de protección a aquellos cuya debilidad los exponía a la opresión antes que a los ricos y poderosos cuyo bienestar y gloria parecía radicar en su habilidad para oprimir. Por ardua que fuera la lección, los pueblos del mundo deben aprender a observar las reglas de la justicia recíproca y respetar los derechos de todos. Exactamente lo mismo se aplica a las diferentes clases sociales.

Sigmund Freud (Relatos clínicos)

ZAPATOS

Hace meses asistía  yo a una muchacha de dieciocho años, en cuya complicada neurosis correspondía a la histeria buena parte. Lo primero que supe de ella fue que sufría accesos de desesperación de dos distintos géneros. En los primeros sentía timidez y picazón extraordinarias en la parte inferior de la cara, desde las mejillas hasta la boca. En los segundos estiraba convulsivamente los dedos de los pies y los agitaba sin descanso. Al principio no me sentía inclinado a adscribir significación alguna a estos detalles, en los cuales hubieran visto otros observadores anteriores a mí una prueba de la excitación de centros corticales en el ataque histérico. Ignoramos, ciertamente, dónde se hallan los centros de tales parestesias, pero sabemos que estas últimas inician la epilepsia parcial y constituyen la epilepsia sensorial de Charcot. La agitación de los dedos de los pies quedó por fin explicada del modo siguiente: cuando mi confianza con la enferma se hizo mayor, le pregunté un día cuáles eran los pensamientos que surgían en ella durante sus accesos, invitándola a que me los comunicase sin reparos, pues seguramente podía darme una explicación de aquellos fenómenos. La enferma se ruborizó intensamente y, sin necesidad de recurrir a la hipnosis, me dio las explicaciones que siguen, cuya realidad me fue confirmada por la institutriz que veía acompañándola. La muchacha había padecido, a partir de la presentación de los menstruos, y durante varios años, accesos de cephalea adolescentium que le impedían toda ocupación prolongada, retrasando así su educación intelectual. Liberada por fin de este obstáculo, la muchacha, ambiciosa y algo ingenua, decidió trabajar con intensidad para alcanzar a sus hermanas y antiguas compañeras. Con este propósito realizó excesivos esfuerzos, que acabaron en violentas crisis de desesperación al darse cuenta de que había confiado demasiado en sus fuerzas. Naturalmente, también se comparaba, en lo físico, con otras muchachas, sintiéndose desgraciada cuando se descubría alguna inferioridad corporal.

Atormentada por su marcado prognatismo, tuvo la singular idea de corregirlo ejercitándose todos los días largos ratos en estirar el labio superior hasta cubrir por completo los dientes que sobresalían. La inutilidad de este pueril esfuerzo le produjo un acceso de desesperación y, a partir de este momento, la tirantez y la picazón de las mejillas pasaron a constituir el contenido de una de las dos clases de ataques que padecía.

No menos transparente era la determinación de los otros ataques en los que aparecía el síntoma motor, consistente en la extensión y agitación de los dedos de los pies. Los familiares de la sujeto me habían dicho que el primero de estos ataques se desarrolló a la vuelta de una excursión por la montaña. Pero la muchacha me relató lo siguiente: entre las hermanas era costumbre antigua burlarse unas de otras por el excesivo tamaño de los pies. Nuestra paciente, a quien atormentaba este defecto de estética, intentaba siempre usar el calzado más pequeño posible, pero su padre se oponía a ello, anteponiendo la higiene a la estética. Contrariada la muchacha por esta imposición paterna, pensaba constantemente en ella y adquirió la costumbre de estar moviendo siempre los dedos de los pies dentro del calzado, como se hace si se quiere comprobar si el mismo está grande, o demostrar a alguien que aún podría usarse otro más chico, etc.

Durante la excursión, que no le produjo fatiga alguna, surgió la broma habitual entre las hermanas sobre el tamaño de sus pies, y una de ellas le dijo: <<¡Hoy sí que te has puesto unas botas que te están grandes!>>. La muchacha probó a mover los dedos dentro de ellas, pues también tenía la idea de que podía llevar un calzado mucho menor, y, a partir de ese momento, no cesó en todo el día de pensar en su desgraciado defecto. Luego, al volver a casa, sufrió un ataque, en el que por primera vez extendió y agitó convulsivamente los dedos de los pies, como símbolo mnémico de toda la serie de pensamientos desagradables que habían ocupado su imaginación.

Hemos de observar que se trataba de ataques y no de síntomas duraderos. Añadiremos además que, después de esta confesión, cesaron los ataques de la primera clase, continuando, en cambio, los de la segunda, o sea aquellos en los que la paciente agitaba los pies. No debió, pues, de ser completa su confesión en este asunto.

Mucho después he sabido que la ingenua muchacha se preocupaba tanto por su estética porque quería agradar a un joven primo suyo.

Federico Campagna (La última noche) Anti-trabajo, ateísmo, aventura

LA ÚLTIMA NOCHE

Es de noche y me encuentro en la cama de un hospital. Me han atiborrado de morfina y las imágenes que me rodean se mueven casi sin sonido. Un médico entra y sale de la habitación con una radiografía en la mano, sin decir nada. La enfermera muestra una silenciosa sonrisa profesional. No sé qué me está pasando, no lo entiendo. Sea lo que sea, me está ocurriendo en este momento. Y me ocurre a mí.

¿Qué es esto? ¿El final?

Siempre he aceptado crédulamente la fábula que dice que cuando llega el final, la vida de uno discurre ante los propios ojos como un relámpago, como si se tratase de un filme condensado en un instante. Así que cierro los ojos y espero a que comience la proyección en la pantalla anestesiada de mis párpados. Pero ninguna imagen aflora para regalarme un momento de cine barato. Ninguna construcción sentimental de los primeros besos, ni una escena reconfortable de un olvidado abrazo de mi padre. No siento nostalgia, ni paz interior. Solo una rabia afilada, a pesar de los sedantes.

Rabia por las horas que de niño pasé en la escuela, por las madrugadas de camino al trabajo, en medio de la niebla somnolienta de los trenes de cercanías. Rabia por los días de verano que veía transcurrir desde la ventana de la oficina, por las horas de más en el trabajo, por las desganadas coktail parties, por la diversión obligatoria. Rabia por todo lo que no hice y por todo lo que hice en nombre de una imperdonable obediencia. He malgastado mucha vida esforzándome en creer en los <<valores superiores>> de lo que hacía. He sacrificado abundantes energías en los estudios académicos, en el trabajo, en la buena conducta.

¡Qué sentido tenía todo, si ahora mi vida llegaba a su fin sin un retorno?

El médico entra, murmulla algo sobre una operación y me introduce un tubo en el tórax. La enfermera me cambia el suero. Me adormezco. Al final no me toca morir. Me he dejado llevar por el pánico y el melodrama, lo admito, y al despertarme siento algo de vergüenza. Pero la sensación de estar al borde de la muerte fue auténtica, y la rabia que sentí todavía me invade.

En los días siguientes, la idea de que pueda sucederme otro momento parecido vuelve a obsesionarme. No quiero que se repita del mismo modo. No quiero tener que verme de viejo en una cama de hospital, temblando de rabia por los años malgastados, que serían mucho más numerosos entonces que ahora. Si todas las promesas de las abstracciones en las que creía han resultado vacías y fraudulentas, la urgencia de aquellos pensamientos permanece vivida en su honesta realidad. Puede que la revolución no ocurra jamás, que el progreso solo sea una línea trazada en la arena y el éxito nada más que una zanahoria colgada del extremo de un palo, pero aquella rabia y el sentimiento desesperado de haber quemado el poco tiempo de que disponía, eso sí es real. Es un terreno sólido sobre el que construir.

---------------------------------------

Nada calienta tanto los corazones como la idea de la madre patria. Se trata de algo más que un simple sentimiento de pertenencia geográfica. La madre patria es el futuro al revés, el horizonte de un esplendor desconocido, tan lejos de nosotros como inalcanzable nos resulta la promesa del paraíso. En efecto, es el paraíso mismo lo que debe de haberse proyectado sobre la impronta de la madre patria -o quizá la Madre patria haya sido modelada a imagen del paraíso- . Junto al resto de nuestros sueños, el de la madre patria no cesa de susurrarnos al oído, contándonos historias de nostalgia y pertenencia, desenmarañando fábulas de guerra contra sus enemigos, que desde ese momento se convierten también, y para siempre, en enemigos nuestros.
Hoy en día es casi imposible pretender desafiar la idea de la madre patria, el concepto de nación o la idea de la pertenencia étnica. Estos discursos son sueños, pesadillas, fantasías infantiles que anidan en la oscuridad del cuarto de noche, detrás de una puerta entornada. Para poder acusar de irrealidad una entidad tal como la madre patria, deberíamos poder observarla desde un lugar de absoluta e incontrovertible realidad: un lugar que no encontramos y en el que jamás nos hallaremos, rodeados de sueños. Vivimos encerrados en un sueño, rodeados de sueños. Aun así, hay una gran diferencia entre las alucinaciones de un soñador crédulo -dispuesto a morir por el fantasma de la madre patria- y el práctico escepticismo del soñador lúcido.

analytics