Wendy Brown (Estados amurallados, soberanía en declive)

¿Por qué los ciudadanos de la tardomodernidad desean Estados nación amurallados, y qué prometen los muros para asegurar, proteger, rehabilitar, contener o mantener a raya? ¿Hasta qué punto el espectáculo de una valla satisface un deseo de soberanía renovada para el individuo tanto como para el Estado? Este capítulo toma en consideración los efectos de la soberanía estatal menguante en los deseos psicopolíticos, las angustias y las necesidades de los ciudadanos tardomodernos. Teoriza sobre el contemporáneo frenesí de construir un Estado nación amurallado, sobre todo en las democracias occidentales, desde el punto de vista de un sujeto en situación de vulnerabilidad por la pérdida de horizontes, orden e identidad mientras observa el declive de la soberanía estatal. Se pregunta por el tipo de garantías psíquicas o de paliativos que aportan los muros en medio de estas pérdidas y qué fantasías de inocencia, protección, homogeneidad y autosuficiencia aseguran.

Estas preguntas muestran a su vez dos posibles vías de análisis. Por un lado, el individuo puede identificarse con la potencia estatal atenuada ocasionada por la disminución de la soberanía y buscar medios con que renovar esta potencia. En este caso, la vulnerabilidad y la indeterminación del Estado nación, la permeabilidad y la violación son sentidas como propias por el individuo. Esta identificación, con sus connotaciones sexuales y de género, parecería estar en el meollo mismo de la masculinidad agraviada que aparece en la campaña de los Minutemen a favor de los muros (Recordemos, del capítulo III, el deseo de los Minutemen de «plantar acero en el terreno» para recuperar el control del territorio soberano y, de hecho, la soberanía misma). Esa identificación entre el individuo y el Estado, es, sin duda, un elemento presente en todas las formas de nacionalismo militarizado. 

Por otro lado, el efecto de la erosión de la soberanía política en la capacidad del Estado para proporcionar protección y seguridad a sus súbditos, puede amenazar la soberanía de los individuos de un  modo más directo. El fantasma del terrorismo transnacional, por ejemplo, traduce directamente la vulnerabilidad del Estado en vulnerabilidad de los ciudadanos. Pero el terrorismo no agota el problema. Recordemos el circuito —identificado en el capítulo II— que el contrato social establece entre la soberanía política y la individual. Este circuito funda el contrato (los individuos son soberanos en el estado de naturaleza, pero lo son de un modo inseguro) y a la vez es transformado por el contrato (la individualidad soberana es lo que el contrato social promete establecer y asegurar). De Hobbes a Locke, de Rousseau a Rawls, la soberanía política nace de la soberanía prepolítica del individuo en el estado de naturaleza y legitimada por la soberanía poscontractual del individuo en sociedad. El Estado soberano hace existir y da seguridad al individuo social soberano, aunque se apropia de la soberanía política del individuo para construir la suya.

Estas dos dimensiones de la relación Estado-individuo, identificación y producción, tienen ambas importancia en la generación del deseo de amurallar en las sociedades liberales tardomodernas, donde el contrato social forma parte constitutiva de las mismas en el terreno ideológico y en el del discurso. Sin lugar a dudas, estas dos dimensiones de la relación Estado-individuo son propias también de las sociedades no liberales, y de ahí el deseo de amurallar en esas sociedades. Sin embargo, en este caso, esas relaciones asumen necesariamente diferentes perfiles y contenidos, comparadas con las del contractualismo social liberal; una diferencia, no obstante, que quedará sin explorar en este capítulo.

Se impone una nota preliminar adicional: este capítulo sostiene que el amurallamiento de los Estados nación responde en parte a fantasías psíquicas, angustias y deseos, y es así porque generan efectos visuales y un imaginario nacional, aparte de lo que los muros pretenden «hacer». Los muros pueden ser eficaces sirviendo como contención psíquica, aunque fracasen en el intento de interceptar o repeler los flujos transnacionales y clandestinos de personas, mercancías y terrorismo, flujos que son tanto indicio de debilitamiento de la soberanía política como contribución a que este se presente. El amurallamiento responde en este sentido a los deseos de los ciudadanos, deseos que son también efecto de la disminución de la soberanía y que los Estados no pueden satisfacer ni ignorar. El hecho de que los muros no detengan y no puedan realmente detener o tan solo mitigar esos flujos transnacionales es parte importante de nuestra argumentación. Por ello, antes de examinar el deseo de construir muros, es preciso que volvamos de nuevo al fracaso de los muros y las vallas en la consecución de sus supuestos objetivos.

Zygmunt Bauman & Leonidas Donskis (Ceguera moral) La pérdida de sensibilidad en la modernidad líquida

Zygmunt Bauman
Si Marx y Engels, esos dos jóvenes impetuosos e irritables de la Renania, se dispusieran a escribir su manifiesto, que tiene casi doscientos años, tal vez podrían empezarlo afirmando: «Un espectro recorre el mundo, el espectro de la indignación...». Las razones para indignarse son, de hecho, numerosas, podríamos suponer, sin embargo, que un denominador común de los estímulos increíblemente abigarrados y la aún más numerosa influencia que atraen en su camino es una humillante premonición de nuestra ignorancia e impotencia,  que niega la autoestima y la dignidad (no tenemos ni idea de lo que va a pasar ni modo alguno de evitar que pase). Las antiguas y presuntamente patentadas formas de afrontar los desafíos de la vida ya no funcionan, y las nuevas y eficaces formas no están en ninguna parte, o se dan en una cantidad abominablemente pequeña. De uno u otro modo, la indignación está ahí, y ha encontrado una vía para transmitirla y descargarla: salir a las calles y ocuparlas. La masa de potenciales ocupantes es enorme y crece día tras día.

Tras haber perdido la fe en una salvación procedente « de las alturas», tal como las conocemos (es decir, de los Parlamentos y las administraciones gubernamentales) y buscando formas alternativas para hacer lo correcto, la gente toma la calle en un viaje de descubrimiento y/o experimentación. Transforman las plazas urbanas en laboratorios al aire libre, donde las herramientas de la acción política dirigida a afrontar la enormidad del desafío se diseñan o avanzan dando traspiés, son puestas a prueba y tal vez, incluso, pasan un bautismo de fuego... Por diversas razones, las calles de la ciudad son buenos lugares para establecer esos laboratorios, y, por otro cúmulo de razones, los laboratorios allí levantados parecen ofrecer, al menos de momento, lo que en otros lugares se busca en vano.

El fenómeno de la «gente en la calles» ha demostrado hasta ahora su capacidad para eliminar a los objetos más odiosos de su indignación, figuras marcadas por su miseria moral, como Ben Alí en Túnez, Mubarak en Egipto y Gadafi en Libia. Sin embargo, aún tiene que demostrar, en primer lugar, que al margen de su capacidad para derribar el edificio, también es útil en el trabajo de construcción que viene después. Y en segundo lugar, pero no por ello menos crucial, si la operación de derribo se realiza tan fácilmente en países que no sean dictatoriales. Los tiranos tiemblan ante la visión de la gente tomando las calles, sin control y sin invitación, pero los líderes globales de los países democráticos y las instituciones que se preparan para asegurar la perpetua «reproducción de lo mismo», hasta ahora parecen no haberlo advertido y no estar preocupados; siguen recapitalizando los bancos esparcidos por los incontables Wall Street del mundo, independientemente de si están ocupados por indignados locales o no. Como observó agudamente el Hervé Le Tellier en Le Monde, nuestros líderes hablan de «escándalos políticos, caos bárbaro, anarquía catastrófica, tragedia apocalíptica, hipocresía histérica» (¡usando constantemente, hay que señalarlo, términos acuñados por nuestros comunes ancestros griegos hace más de dos milenios!) afirmando que se puede culpar a un país y a su Gobierno por los delitos y fechorías que han conducido a la crisis en la que ha caído el sistema europeo, exonerando al mismo tiempo al propio sistema...

Y así, la «gente que ocupa las calles» podría hacer temblar los cimientos de un régimen autoritario o tiránico que aspira al control pleno y continuo de las conductas de sus sujetos, y que podría expropiarles cualquier derecho a la iniciativa; pero esto apenas se aplica a una democracia que asimila fácilmente enormes dosis de descontento sin grandes convulsiones y absorbe cualquier tipo de oposición.


Leonidas Donskis
Como sabemos, el término «totalitarismo suave» está en boca de muchos comentaristas. Insinúan que la Unión Europea no es una democracia, sino una tecnocracia disfrazada de democracia. Debido a la vigilancia masiva y los servicios secretos de inteligencia que citan con mayor frecuencia la guerra contra el terrorismo para exigir que nos sometamos a un control exhaustivo en los grandes aeropuertos o que debamos aportar hasta el menor detalle de nuestras actividades bancarias, sin excluir la opción de exponer los aspectos más personales e íntimos de nuestra vida, los analistas sociales tienden a describir esta siniestra propensión a despojarnos de nuestra privacidad como totalitarismo suave.

En realidad las cosas se acercan al modo en que las describen. Todos estos aspectos de la modernidad, con su creciente obsesión por controlar nuestras actividades públicas sin perder el sentido de alerta intensa cuando tiene que ver con nuestra privacidad, nos permiten asumir tranquilamente que la privacidad ha muerto en nuestros días. Como alguien que creció y fue educado en la era Brezhnev, durante algún tiempo pensé de forma un tanto ingenua que la dignidad humana se violaba solo y exclusivamente en la antigua Unión Soviética, en la que no podíamos llamar a un país extranjero sin control oficial y sin informes sobre nuestra conversación, por no hablar del control de nuestra correspondencia y de todas las otras formas de interacción humana.

Como tú mismo dirías, aquellos días pertenecen a la era de la modernidad sólida, cuando el totalitarismo era evidente, discernible, obvio y manifiestamente perverso. Por usar tus términos, en la era de la modernidad líquida la vigilancia masiva y la colonización de lo privado siguen muy vivas, pero asumen formas diferentes. En las principales distopías de nuestro tiempo, anteriormente mencionadas, un individuo es usurpado, conquistado y humillado por el estado omnipotente a la vez que es despojado de su privacidad, incluidos los aspectos más íntimos. La pantalla de televisión en 1984, de Orwell, o informar del propio vecino, amante o amigo (si tiene sentido utilizar estas palabras cuando las modernas emociones y expresiones de una voluntad libre quedan abolidas) aparece como una pesadilla de la modernidad sin un rostro humano, o una modernidad en la que la bota militar pisotea un rostro humano.

El aspecto más horrible de esta versión totalitaria de la modernidad fue la sugerencia de que podemos penetrar en cada aspecto de la personalidad humana. Un ser humano es, por lo tanto, privado de cualquier tipo de secreto, lo que nos hace creer que podemos saberlo todo sobre él o ella. Y el ethos del mundo tecnológico prepara el camino para la acción: «podemos», por lo tanto «deberíamos». La idea de que podemos saberlo y contarlo todo acerca de otro ser humano es el peor tipo de pesadilla en lo que respecta al mundo moderno. Durante largo tiempo creíamos que la elección define la libertad; habría que apresurarse a añadir que, especialmente en el presente, también lo hace la defensa de la idea de la inconmensurabilidad del ser humano y la idea de intocabilidad de su privacidad. 

Los inicios del totalitarismo líquido, como fenómeno opuesto al totalitarismo sólido y real, quedan de manifiesto en Occidente cada vez que la gente reclama reality shows en televisión y se obsesiona con la idea de perder, libremente y de buen grado, su privacidad al exponerla en las pantallas de televisión, con orgullo y alegría. Sin embargo, hay otras formas de política y gobierno mucho más reales que merecen ampliamente esta denominación. De hecho, no hay mucha diferencia entre las nuevas formas de vigilancia masiva y control social en Occidente y el divorcio explícito y manifiesto del capitalismo y la libertad en China o Rusia.

En primer lugar, el totalitarismo líquido se manifiesta en el patrón chino de la modernidad, un patrón opuesto a la modernidad occidental, con su fórmula de capitalismo sin democracia o libre mercado son libertad política. El divorcio del poder y política que has descrito ha desarrollado una versión inequívocamente china: el poder financiero puede existir y prosperar allí en la medida en que no se funde o interfiera con el poder político. Enriquécete, pero mantente alejado de la política. La ideología es una ficción en China desde que Mao Zedong fue traicionado mil veces por su partido, que dejó de ser un baluarte comunista y se convirtió en un grupo directivo de élite. Es imposible traicionar al comunismo y a la Revolución Cultural china en un grado mayor al que perpetraron los modernizadores chinos bajo el pretexto del toque mágico de la modernidad, con ayuda del libre mercado y la racionalidad instrumental.

Otro caso del totalitarismo líquido es la Rusia de Putin, con su idea de democracia controlada, equipada con el «putinismo», esa vaga y extraña amalgama de nostalgia por la grandeza del pasado soviético, capitalismo de gánsters y pandillas, corrupción endémica, cleptocracia, autocensura e islas remotas en Internet para las opiniones y voces disidentes. En contraste con la versión china del divorcio entre el capitalismo y la libertad política, la variedad «putinista» implica una total fusión de poder económico y político combinada con impunidad y terror de Estado, que se entrega abiertamente a bandas y camarillas criminales de diversa naturaleza.

Andrei Piontkovsky, célebre analista político ruso, comentarista y ensayista y una de las más valientes voces disidentes en la Rusia de Putin, describió acertadamente una sorprendente afinidad histórica entre la Unión Soviética en vísperas de la purga de 1937 y la Rusia actual, señalando que Ilya Ehrenburg había expresado el estado de ánimo de la intelligentsia con estas palabras: «¡Nunca antes habíamos tenido una vida tan próspera y feliz!» La ironía es que los beneficios que Stalin concedió a la intelligentsia eran solo un preludio de los horrores de la purga. «En Rusia, las cosas son asombrosamente similares a día de hoy», afirma Piontkovsky. Como Stalin, Putin sencillamente compra la intelligentsia. Menos palos y más zanahoria. En definitiva, donde el estalinismo era una tragedia schakesperiana, el putinismo es una farsa.

* Zygmunt Bauman (Modernidad y Holocausto)

Fernando Savater (Perdonen las molestias) Crónica de una batalla sin armas contra las armas

Identidad cultural

Una de las majaderías más enconadamente repetidas desde hace doscientos o trescientos años es la que predica la existencia de unos supuestos <<caracteres nacionales>> que determinan de modo inamovible la forma de ser y pensar de los diferentes países. Aún seguimos oyendo que los andaluces son alegres, los alemanes disciplinados, los gallegos nostálgicos, los italianos embaucadores y los uruguayos vaya usted a saber qué. Desde luego, no niego que por razones de educación común o circunstancias históricas compartidas las comunidades humanas no puedan ofrecer un cierto <<aire de familia>> que las singularice muy grosso modo. Son rasgos, por otra parte, que varían de una época a otra. A finales del siglo XVII, se daba por supuesto que los franceses eran un pueblo obediente y respetuoso de la tradición jerárquica frente a los tumultuosos ingleses, capaces recientemente de decapitar a su rey. Cien años más tarde, los franceses se caracterizaban por su furor revolucionario, mientras que el conservadurismo inglés era tópico propicio a los chistes. En cuanto a los españoles, durante siglos fuimos tenidos por racialmente sombríos, crueles y beatos hasta convertirnos hoy -por razones no menos inescrutablemente raciales- en juerguistas sin remedio y la alegre pandereta irreverente de la Europa comunitaria. Etcétera.

Valgan lo que valgan tales generalizaciones (que a mi juicio, si alguien me lo pregunta, valen más bien poco) lo que resulta obvio es que nada puede decirnos sobre el concreto carácter de tal o cual inglés, francés o español individual. En todos los lugares y en todas las culturas encontramos cualquier tipo imaginable de formas de ser personales. Estoy seguro de que en lo más profundo de la selva amazónica ha de vivir algún tupíguaraní cuya idiosincrasia se parezca más a la mía que la de muchos de los vecinos de mi barrio. Y seguro que no faltan esquimales cuyas dotes personales les asemejen más a Einstein o Groucho Marx que al resto de su comunidad. Nadie está programado por su etnia o su crianza para ser irremediablemente tal o cual cosa: sólo quien sueña con rebaños y no con personas piensa de otro modo. 

Desde que el pensamiento político moderno trató de potenciar al individuo libre como sujeto creador de su propio destino entre los demás humanos, ha tropezado con  doctrinas que ponen el elemento colectivo no elegido como determinación fundamental de cada vida personal. El siglo XIX vio surgir las doctrinas <<racialistas>> del conde de Gobineau, convencido de que los pueblos degeneran ineluctablemente cuando se mezclan unos con otros ( lo cual, por otra parte, está pasando sin cesar desde el alba de los tiempos). Este <<racionalismo>> fue sustituido más tarde por el racismo seudocientífico que mide los cráneos y analiza el Rh con el fin de establecer genéticamente diferencias insalvables entre los grupos humanos, así como una jerarquía de aptitudes para desempeñar ciertas tareas políticas, técnicas o artísticas. Por supuesto tales planteamientos son tan <<científicos>> como la astrología o la quiromancia, pero ello no ha impedido que en su nombre se hayan cometido las peores atrocidades a lo largo de todo nuestro siglo.

En la actualidad el racismo biológico ha sido sustituido por otra especie de racismo cultural o étnico. Se supone que las culturas son realidades cerradas sobre sí mismas, insolubles las unas para las otras, y cada una de las cuales es portadora de un modo completo de pensar y de existir que no debe ser <<contaminado>> por las demás. ¡Ojalá dentro de cincuenta años las invocaciones a la sacrosanta <<identidad cultural>> que debe ser a toda costa preservada políticamente sean vistas con el mismo hostil recelo con el que hoy acogemos las menciones al Rh o al color de la piel!.


Odios étnicos

El término <<etnia>> sirve para cotar el campo de estudio de una de las ciencias humanas que ha alcanzado mayor desarrollo y resultados más interesantes en nuestro siglo, la etnología. También es el nombre de un monstruo, de una fiera depredadora que causó y sigue causando los peores desmanes. La sanguinaria tarea de sus zarpas ha despedazado los Balcanes, amontonado cientos de miles de víctimas en Palestina o Ruanda, ha diezmado a los indígenas en varios países latinoamericanos, provocando estragos en Timor, impidió hasta hace muy poco la convivencia civilizada en Irlanda y la sigue dificultando seriamente en el País Vasco... Se ha convertido en uno de los peores nombres del espanto humano en el milenio que termina y parece probable que siga siéndolo en el que vamos a inaugurar.

Pero ¿qué nos enseña la ciencia humanista de la etnología sobre el espanto muy humano aunque nada humanista de las etnias? No mucho, en todo caso no tanto como podríamos esperar. Ni siquiera faltan etnólogos -o mitólogos de las etnias que se hacen pasar por tales- a los cuales puede reprocharse el azuzar los males que dicen estudiar... Por esa razón resulta especialmente bienvenido el libro de Michael Ignatieff, scholar en la mejor tradición británica y también periodística de altura en funciones, ha dedicado a esta cuestión. Si titula de modo algo equívoco El honor del guerrero pero lleva un subtítulo mucho más ajustado: Guerra étnica y conciencia moderna. Su tema, de rabiosa actualidad, no es más joven que Caín y Abel: por qué las identificaciones humanas según creencias, lenguas o costumbres -destinadas a permitirnos vivir como un grupo armónico- llegan a pervertirse en pretextos para aborrecer y agredir a nuestros semejantes.

Desde Freud sabemos que existe un <<narcisismo de las pequeñas diferencias>> que introduce hostilidad en las relaciones de quienes precisamente más se asemejan entre sí: hacia los vecinos del próximo barrio, hacia los habitantes del pueblo limítrofe, hacia los creyentes en una religión levemente disímil de la nuestra, hacia los emigrantes que vinieron aquí desde fuera tal como nuestros padres o nosotros mismos, pero cincuenta o cien años después, y todo así. En el fondo, intentan suscitar jerarquías sociales, exclusiones, apartheids, etcétera, sobre cualquier diferencia entre humanos, sea fantásticamente racial o étnica, es siempre un narcisismo de este tipo, porque las semejanzas desdeñadas son abrumadoramente mayores. ¡Pero si hay razones para pensar que hasta nuestro altanero desdén por los chimpancés es narcisismo puro! 

¿Por qué ahora en Europa repunta gravemente el odio étnico, disfrazado de <<derecho de autodeterminación de los pueblos>> o similares? Según Ignatieff por la quiebra de viejos Estados dictatoriales tras la cual cada uno de los llamados <<pueblos>> que convivían en ellos buscan el apoyo de los <<suyos>> en lugar del pluralismo ciudadano de los derechos individuales. Y también por la necesidad de saldar las antiguas deudas y de vengar los agravios cometidos contra nuestros abuelos o padres: <<El tiempo soñado de la venganza se caracteriza por la simultaneidad. Los crímenes nunca quedan fijados en un pasado histórico; por el contrario, se encierran en un presente eterno desde el que piden justicia a gritos>>. El estereotipo de las identidades étnicas sirve para redistribuir  una y otra vez el papel de verdugo y el de víctima, el justiciero y el ajusticiado. En veza de lavar definitivamente la sangre derramada por los ancestros que ya no están, los herederos perpetúan la sangría a costa de sus contemporáneos... Los hombres podrían perdonar y convivir: las etnias, por lo visto, no son capaces de tanto.

Alain Finkielkrau (La ingratitud) Conversaciones sobre nuestro tiempo

Bueno. Planteo entonces de otra manera mi pregunta: ¿Siente usted nostalgia de la nostalgia, es decir, de un mundo donde el conservadurismo tuviera derecho de ciudadanía?

Hannah Arend contestó un día a Hans Morgenthau, que le preguntaba con cierta impaciencia, dónde se situaba políticamente: <<No lo sé, realmente no lo sé, y nunca lo he sabido. La izquierda piensa que soy conservadora y la derecha que soy de izquierda, anticonformista o Dios sabe qué. Y, tengo que decirlo, la verdad es que todo eso me tiene sin cuidado>>.

Pero eso es una pirueta.

No es una pirueta, es una paradoja. Una paradoja que, lejos de ser consecuencia de la ambición tan frecuente en los filósofos, de apoderarse del mundo a través del concepto -al mismo tiempo que uno mismo no deja por eso de seguir siendo inasible e incalificable-, da fe, en lo que respecta a Arend, de la experiencia misma del siglo XX.

El conservadurismo, es sabido, nace como reacción a la Revolución Francesa. Como pone de manifiesto la discusión que le dio nombre entre Edmund Burke y Thomas Paine, el conservador es en principio el hombre que protesta contra los derechos del hombre. En sus Reflexiones sobre la Revolución Francesa, que publica en 1790, en caliente, pues, Burke sostiene que el lenguaje de los derechos del hombre, atenta a las condiciones de una vida humana. La declaración de esos derechos hace de aquellos a quienes pretende exaltar -los hombres- individuos cuando, ante todo, son herederos. Y el Estado debe concebirse como <<una asociación no sólo entre vivos, sino entre los vivos, los muertos y los que están por nacer>>. Contrariamente a la orgullosa razón ilustrada, la sabiduría conservadora da crédito a los muertos, es decir, a la razón oculta en las costumbres, las instituciones y las ideas transmitidas. Frente al hombre en general, el conservador opone tradiciones concretas. A la abstracción, la autoridad de la experiencia. Al individuo quimérico, la realidad efectiva del ser social. A las reivindicaciones presentes, la piedad respecto al pasado. A la filosofía, en fin, la sociología y la historia. <<Uno de los primeros principios, escribe Burke, <<uno de los más importantes entre los que consagran la república y sus leyes, es el de evitar que quienes poseen temporalmente su usufructo se olviden de lo que han recibido de sus ancestros o de lo que deben a su posterioridad y actúen como si fueran dueños absolutos de ella [...]. Si se concediera sin reparos la facilidad de cambiar de régimen tantas veces y con tanta frecuencia como fluctuaciones se producen en las modas e imaginaciones, se rompería toda la cadena y toda la continuidad de la cosa pública. Dejaría de haber vínculo alguno entre una generación y otra. Los hombres apenas valdrían más que las moscas de un verano.

En los derechos del hombre, libro publicado en 1792, Thomas Paine denuncia con furor esta apología de la procedencia, de la circunspección y de la humildad. La igualdad y la libertad, viene a decir en sustancia, no rigen únicamente las relaciones entre los contemporáneos, sino las relaciones que los hombres de hoy mantienen con las generaciones difuntas. El pasado no es decisivo, sino caduco. La jurisprudencia no es, como Burke pretende, <<el orgullo de la inteligencia humana>>, sino el inútil fardo que impide ejercerla. Ya Jefferson dijo: <<Los muertos no tienen ningún derecho, no son nada, y ninguna nada puede poseer cosa alguna>>. Y Paine remacha el clavo: <<Defiendo los derechos de los vivos y me esfuerzo en impedir que sean alineados, alterados o recortados por la usurpada autoridad de los muertos>>.

Unos ciento cincuenta años después, Hannah Arend continúa la discursión. Y su meditación sobre el desastre totalitario la lleva, contra toda expectativa, a tomar partido por el conservadurismo. El siglo XVIII, dice, proclamó los derechos del hombre, pero es en el siglo XX cuando el hombre hace su aparición efectiva en la escena de la historia. Hoy ya no se puede decir con Joseph de Maistre: <<He visto a franceses, italianos, rusos, etcétera. Y hasta sé, gracias a Montesquieu, que se puede ser persa. Pero, en cuanto al hombre, afirmo que nunca en mi vida he encontrado ninguno. Si existe, es sin que yo lo sepa>>. Pero nosotros sabemos, y es un doloroso saber, que se puede ser hombre, sólo eso. El hombre a secas, el hombre sin determinativos, el hombre liberado del todo anclaje y extraído de toda comunidad, el hombre reducido a sí mismo y exclusivamente identificable con su humanidad, no es una quimera metafísica o una pura concepción mental. Al hacer de la persona desarraigada su figura distintiva, nuestro tiempo se las ha ingeniado para producir millones de ejemplares de ese hombre. Así pues, el hombre existe, y a todo existir; pero la pura pertenencia a la especie es la peor prueba de ese existir: reducido a lo que es, el ser humano pierde a la vez la posibilidad de existir humanamente sobre la tierra y las cualidades que permiten a los otros tratarle como su semejante. El hombre que es nada más que un hombre no es ya un hombre: el argumento que Edmund Burke oponía al pensamiento de la Ilustración ha recibido, en los tiempos sombríos, <<la confirmación irónica, amarga y tardía de la experiencia>>

Si le entiendo bien, la meditación sobre el totalitarismo, es decir, sobre la negación total del hombre a sus derechos, habría llevado a Hannah Arend a ratificar la crítica reaccionaria de los derechos del hombre. Una itinerario verdaderamente singular.

Singular, quizá, pero impuesto por las circunstancias. Del desarraigo de los apátridas al internamiento concentracionario, la negación de lo humano ha tomado forma de desolación, es decir, de privación de suelo, de experiencia radical y desesperada de una absoluta no pertenencia al mundo. La libertad necesita un mundo. No es cualquier sitio, ni de cualquier manera, como el hombre puede vivir en tanto que tal entre los hombres, es decir, <<expresar opiniones significantes y llevar a cabo acciones eficaces>>. Para eso necesita existir en el seno de un pueblo, en cierto medio vital, en el interior de una comunidad política. Tal es lo que nos enseña, a contrario, un siglo devastado por la voluntad totalitaria de disolver el mundo humano en el progreso de la Historia. Lucha de razas, o lucha de clases, en el universo totalitario no hay más ley que la del movimiento: lo único real es el proceso histórico y lo único vivo la humanidad en marcha. Lo que, en definitiva, equivale a lo expresado en la fórmula glacial del Angkar (la organización de los jmeres rojo): <<Perderte no es una pérdida, conservarte no tiene ninguna utilidad>>. En el reino del Hombre, todos los hombres acaban por ser superfluos. Dicho de otra forma: la negación ontológica del individuo va acompañada del hundimiento del mundo en el río del devenir. Así pues, son los acontecimientos, y no el capricho, lo que ha hecho que Hannah Arend se niegue a elegir entre orden y movimiento. Porque ha sido testigo de cómo el movimiento se tragaba simultáneamente toda la estabilidad y cualquier iniciativa.

Sí, Hannah Arend es conservadora, porque tiene miedo. Tras haber experimentado la fragilidad de la permanencia, tiene miedo por el mundo. Próxima aquí a Simone Weil, tiene miedo por eso tan bello, gracioso, frágil y perecedero que es la patria no mortal de esos mortales que somos nosotros. Tiene miedo por esa ley positiva que rodea a todo recién llegado de barreras y, al mismo tiempo, garantiza la libertad de movimiento, la posibilidad de que algo nuevo e imprevisible ocurra. Tiene miedo por la trama simbólica, la comunidad de sentido que nos liga no sólo a nuestros contemporáneos, sino también a los que han muerto y a los que vendrán después de nosotros. Tiene miedo por el pasado, por el tiempo humano, por la continuidad que instituyen los objetos y las obras, por el marco duradero en cuyo inteior es posible desplegar la acción y la creación.

* Alain Finkielkraut (La humanidad perdida) Ensayo sobre el siglo XX
Alain Finkielkraut (Lo único exacto)

Juan Manuel de Prada (Dinero, demogresca y otros podemonios)

Chesterton avisaba a sus lectores contra quienes les metían miedo con las calamidades que acarrearía un hipotético triunfo del comunismo, a la vez que introducían de matute esas mismas calamidades mediante el consumado triunfo del capitalismo. Un siglo más tarde, esas calamidades han destruido por completo nuestras sociedades; pero todavía hay quienes siguen agitando grotescamente el espantajo del comunismo (que en estos momentos luce coleta y es guapito de cara), anunciándonos que viene a abolir la religión, destruir la familia y arrebatar la propiedad. Pero lo cierto es que el comunismo no podrá hacernos estas fechorías, por la sencilla razón de que ya nos las hizo el capitalismo: ha sido, en efecto, el capitalismo el que mandó a los viejos a residencias geriátricas para que no dieran la murga en casa; ha sido el capitalismo el que enfrentó a las generaciones, destruyendo el respeto reverencial que los hijos deben a los padres; ha sido el capitalismo el que instigó la competencia entre los sexos, convirtiendo los hogares en campos de Agramante; ha sido el capitalismo el que obligó a nuestros ancestros a abandonar la tierra donde habían eregido su morada (que el capitalismo se encargó después de convertir en campo de golf o urbanización de adosados) y los enviaron a un suburbio fabril a mil leguas de distancia (para que finalmente, después de malvivir durante décadas en un piso angosto, sus nietos pudieran comprarse un adosado en la urbanización que el capitalismo construyó sobre la tierra que sus abuelos tuvieron que abandonar). No dudo que el comunismo, si hubiese tenido ocasión, habría hecho lo mismo; pero lo cierto es que lo hizo el capitalismo.

Los profetas y profetisas también nos anuncian, jeremíacos, que el comunismo quiere destruir nuestra «forma de vida». Supongo que se refieren al way of life que nos impuso el capitalismo internacional, arrasando todas nuestras tradiciones y nuestra lúcida manera de entender el paso por este valle de lágrimas, con los pies afianzados en la tierra y la vista clavada en el cielo. Esa «forma de vida» consiste en vestir como si fuéramos mendigos yanquis, con vaqueros rotos que nos permiten mostrar gallardamente la raja del culo cuando nos agachamos (y lucir ufanamente en verano chanclas y bermudas); esa «forma de vida» consiste en trabajar como chinos en una oficina donde se nos obliga a comportarnos como chavales con nuestros compañeros y como gusanos con nuestro jefe; esa «forma de vida» consiste en comer un sándwich al mediodía (para no abandonar el puesto de trabajo, logrando así que nuestro jefe nos dispense una palmadita cariñosa, como si fuéramos caniches) y una pizza recalentada en el microondas por la noche (porque ya no sabemos cocinar, aunque a veces el recuerdo de los platos que nos cocinaba nuestra abuela nos hagan llorar de rabia); esa «forma de vida» consiste en desahogarnos el modo pauloviano retuiteando exabruptos, trolleando en foros donde se permite el anonimato y haciéndonos gayolas ante el ordenador, gracias al suministro de porno que nos garantiza el «mundo libre»; esa «forma de vida» consiste en divorciarnos, amancebarnos y volvernos a divorciar (cuidado de no tener muchos hijos por el camino, porque nuestros sueldos mil veces recortados por la crisis sólo nos permiten alguna escapadita low cost con nuestra «pareja»); esa «forma de vida» consiste en amuermarnos todas las noches delante del televisor, viendo programas cochambrosos en el que se nos habla de coitos (a ser posible por retambufa), o tertulietas más cochambrosas todavía, donde nos alertan de los peligros del comunismo.

Esa «forma de vida» amenazada por el comunismo consiste, en fin, en acatar rutinas trazadas por otros para la abolición de nuestra maltrecha humanidad, en aceptar modas creadas por otros para el saqueo de nuestros bolsillos, en amar de forma compulsiva y pasajera, en repetir como loritos las palabras gastadas y perogrulladas que escuchamos en las tertulias (haciéndonos la patética ilusión de que son brillantes ideas de cosecha propia), en realizar las funciones pasivas que nos asignan y disfrutar de los placeres permisivos que nos conceden. Y esa «forma de vida« uniformada, animalizada, impersonal y monótona, querido lector, es precisamente la forma de vida comunista; sólo que esa «forma de vida» tan abyecta, clausurada de Dios, huérfana de amores duraderos, aliviada tan sólo por desahogos sórdidos y solitarios, no nos la trajo el comunismo, sino el capitalismo, a cuyo cadáver quieren que nos atemos a toda costa, no sea que vengan los comunistas a jodernos una «forma de vida» tan molona.

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En los últimos años hemos observado, sin embargo, una nueva forma de propaganda sugestiva, muy astutamente adaptada a la presente coyuntura de crisis económica. Quienes manejan los hilos del poder, los «reyes de la tierra», saben que cada vez hay más pobres; y saben también que esta propagación de la pobreza podría poner en peligro su hegemonía. Sin embargo, los reyes de la tierra necesitan seguir exprimiendo a esas gentes cada vez más empobrecidas, sin que la conciencia de su pobreza les resulte aprobiosa en demasía; necesitan que sigan votando pacíficamente a sus negociados de izquierdas y de derechas; necesitan que sigan trabajando por menos dinero; necesitan que no monten demasiadas algaradas en las calles; necesitan, en fin, seguirlos adormeciendo con los mismos cuentos chinos con que los anestesiaron en épocas de vacas gordas. Pero la pobreza no pueden hacerla desaparecer; es más, necesitan seguir fabricando pobres a porrillo, pero pobres que no se den cuenta de que lo son. ¿Qué hacer entonces? ¡Pues convertir la pobreza en «tendencia»!

El otro día leíamos en un concurridísimo portal de interné una noticia rocambolesca. Una pareja de jóvenes neoyorquinos con sueldos birriosos mostraba con orgullo su casa de veinte metros cuadrados, un cuchitril inmundo disfrazado de cuchitril chupiguay: en él cocinaban, comían, dormían, excretaban y, desde luego, navegaban por interné como fieras; mantenían un blog en el que daban consejos de decoración a otros jóvenes en igual situación, para que pudieran disfrazar sus respectivos cuchitriles inmundos de cuchitriles chupiguay. Por supuesto, el concurridísimo portal de interné presentaba a estos pobres de solemnidad como monarcas del interiorismo coll; de tal modo que su ejemplo sirviera de consuelo (¡y orgullo, oiga!) a otros pobres de solemnidad amenazados por el desahucio, a la vez que de brújula esnob para ricos atentos a las «tendencias en boga». Este esfuerzo de la propaganda sugestiva por evitar que los pobres se subleven se aprecia muy significativamente en las modas indumentarias, que exigen a los ricos ir por la calle disfrazados de pobres, con chancletas y bermudas y camisetas pringosas (aunque sean de marca); también en los esfuerzos grotescos de los «reyes de la tierra» por retratarse engullendo comida basura, viajando en vuelos low cost, etcétera. 

Se trata, en fin, de convertir la pobreza en tendencia, para que el pobre no se sienta relegado, sino confortado y jaleado en su condición. Para poder seguir, en fin, exprimiéndolo indoloramente, haciéndolo sentir acompañado. Aunque sólo esté «rodeado» de otros que han sido sometidos al mismo proceso degradante.

Viviane Forrester (Una extraña dictadura)

Si el paro no existiese, el régimen ultraliberal lo habría inventado. Le es indispensable, pues es el desempleo lo que permite a la economía privada tener bajo su yugo a la población planetaria manteniendo sin embargo la <<cohesión>> social, es decir, su sumisión.

Así pues, su política se afana en mantener su concepto en un contexto en el que ya no tiene lugar y amenaza a cada uno de los individuos, salvo raras excepciones. ¿Qué medio de apremio más eficaz? ¿Qué mejor garantía de paz social>>?

Con la condición, no obstante, de no trastocar el viejo orden de valores relativo al paro y al empleo, de empujar a los unos a su veneración, aunque los otros lo pisoteen. De considerar <<arcaica>> toda preocupación vinculada a quienes sufren el mantenimiento del tal situación y toda crítica a una modernidad que consiste en hacer que el empleo siga siendo tan fundamental para los unos como beneficio lo es para aquellos de quienes depende, mientras que empleos y beneficios se convierten en incompatibles. Así pues, con la condición de evitar cualquier reevaluación, cualquier puesta al día, cualquier puesta al descubierto del sistema actual.

De ahí a la exaltación del culto al empleo, a medida que el empleo desaparece, y la focalización en él de toda la vida social y política, a medida que se extiende el paro. Mientras éste se incrusta y se convierte en estructural, se trata de imponer una versión del empleo que considera que su escasez es accidental y furtiva, y está a punto de desaparecer, desdramatizar así de manera muy oficial la situación de los parados. Decir que sólo se les pide un poco de paciencia y que serían ingratos si no estuviesen emocionados por todas las molestias que nos tomamos por ellos mientras ellos no hacen nada, por los esfuerzos incansable desplegados a fin de fomentar sus ilusiones con respecto a promesas ya presunta y virtualmente formuladas, y finalmente de manifestar esta confianza no tratando sus problemas, considerados prácticamente resueltos.

Esta buena conciencia permite insinuar que el estado de los parados no se debe en absoluto a las carencias de la sociedad, sino a su propia incapacidad, mala suerte o torpeza. O incluso a su pereza. De hecho, ¿no serían sospechosas de abusar de los bienes sociales esas personas <<que no trabajan, no buscan trabajo>> y se abandonan?

[...] Para los utopistas del siglo XIX, el fin del trabajo significaba la felicidad, un fin supremo reivindicado. No hace mucho, la misma idea de la desaparición del empleo gracias a la cibernética todavía era considerada una utopía, un acontecimiento altamente deseable pero que tenía pocas probabilidades de cumplirse; casi ciencia ficción, pero que a veces hacía soñar. De manera muy natural se suponía que tareas a menudo penosas y sin interés, o no elegidas, dejarían lugar a otras más significativas y gratificantes, que alumbrarían vidas más solazadas ¡y también más útiles! De hecho estábamos persuadidos de que el empleo en sentido estricto daría entonces lugar al verdadero trabajo y al mismo tiempo al esparcimiento, al tiempo liberado. ¿Cómo íbamos a imaginar que su desaparición engendraría más angustia, más miseria y esta desestabilización mundial de la sociedad, esta obsesión creciente y sin precedentes por el trabajo bajo la apariencia de trabajo, cuya ausencia, lejos de causar alivio, provocaría desesperación? ¡Y que esta ausencia, convertida en una presencia obsesionante, constituiría un peligro de tal naturaleza?

¿Cómo imaginar que se acentuaría la noción de laboriosidad, retrotrayéndonos a la época en que los <<patronos>> lo eran por derecho divino, y que el <<progreso>> consistiría en reconocerles un poder exorbitante, cada vez más tiránico, extendido a una dominación total y sin más fronteras? ¿Un poder convertido en una potencia anónima, abstracta y fuera de alcance que determinaría la política planetaria?

A nadie se le ocurría -pero ¿quién tenía entonces la menor idea en este campo?- que esta utopía se materializaría a favor de los amos sin identidad de una economía privada desbordada, de una especulación delirante, y que crearía para ellos un espacio apartado del derecho, de hecho un país virtual y preponderante, basando en su ideología, y que, con la fuerza que le da esa ausencia del derecho, se otorgaría todos los derechos. No imaginábamos de ningún modo que, frente a esta potencia cada vez más autónoma, en divorcio con la sociedad, el número ya no sería considerado una baza, una fuerza capaz de suscitar acontecimientos o de oponerse a ellos, sino una desventaja en sí.

Isaiah Berlin (Karl Marx)

El viejo Marx no padeció ninguna de estas complicaciones. Era un hombre sencillo, serio, bien educado, ni particularmente inteligente ni anormalmente sensible. Discípulo de Leibnitz y Voltaire, Lessing y Kant, poseía además un carácter tímido y bondadoso y, en los últimos años de su vida, se convirtió en apasionado patriota y monárquico prusiano, actitud que procuraba justificar señalando la figura de Federico el Grande, tolerante y esclarecido príncipe que salía triunfante de una comparación con Napoleón, notorio por su desprecio por los intelectuales ilustrados. Después de su bautismo, adoptó el nombre cristiano de Heinrich y educó a su familia como protestantes liberales, leales al orden existente y al monarca reinante de Prusia. Ansioso como estaba por identificar a este gobernante con el príncipe ideal descrito por sus filósofos preferidos, la poco atractiva figura de Federico Guillermo III provocó  el rechazo de su leal imaginación. Y en verdad, la única ocasión en que, según se sabe, este hombre tembloroso y retraído se comportó con valentía fue en un banquete en que pronunció un discurso señalando lo deseable de moderadas reformas sociales y políticas, dignas de un gobernante sabio y benévolo. Esto atrajo al punto sobre él la atención de la policía prusiana. Heinrich Marx se retracto inmediatamente de cuanto había dicho y convenció a todos de que era totalmente inofensivo. No es improbable que este leve, pero humillante contratiempo, y en particular la actitud cobarde y sumisa del padre, produjeran definida impresión en su hijo Karl Heinrich, que entonces contaba dieciséis años, y de dejaran tras de sí el rescoldo de una sensación de resentimiento que el viento de sucesos ulteriores convirtió en llama.

Pronto su padre había advertido que, mientras los otros hijos no ofrecían características que los destacaran, tenía Karl a un hijo poco común y difícil; a una aguda y lúcida inteligencia se aliaba en él un temperamento tenaz y dominante, un truculento amor por la independencia, una excepcional contención emocional y, sobre todo, un colosal, indomable apetito intelectual. El timorato abogado, cuya vida había sido una permanente transacción social y personal, estaba desconcertado y asustado por la intransigencia de su hijo, que, en su opinión, lo enfrentaría inevitablemente con importantes personajes y podría un día ponerlo en serios apuros. Ansiosamente le rogaba en sus cartas que moderase sus entusiasmos, que se impusiera alguna suerte de disciplina, que no perdiera tiempo en temas que con toda probabilidad se revelarían inútiles en su vida posterior, que cultivara hábitos corteses y civilizados, que no se negara violentamente a adaptarse a las circunstancias para evitar así que la gente se apartara de él; le rogaba, en suma, que satisfaciera los requisitos elementales de la sociedad en que había de vivir. Pero estas cartas, aun cuando censuraban con mayor énfasis, eran siempre dulces y afectuosas; a pesar de la creciente inquietud que le inspiraba el futuro y el carácter de su hijo, Heinrich Marx lo trataba con instintiva delicadeza y jamás intentó oponerse a él ni imponerle su autoridad en ninguna ocasión seria. Consecuentemente, sus relaciones continuaron siendo cálidas e íntimas hasta la muerte de Heinrich Marx en 1838.

Parece cierto que el padre ejerció definida influencia en el desarrollo intelectual del hijo. Heinrich Marx  creía como Condorcet que el hombre es bueno y racional por naturaleza y que, con sólo apartar de su camino los obstáculos artificiales, cabe asegurar el triunfo de tales cualidades. Aquéllos estaban ya desapareciendo, y desapareciendo con rapidez, y se acercaba velozmente el día en que las últimas ciudades de la reacción -la Iglesia católica y la nobleza feudal- habían de desplomarse ante el irresistible avance de la razón. Las barreras sociales, políticas, religiosas, raciales, eran otros tantos productos del deliberado oscurantismo de sacerdotes y gobernantes; con su desaparición alborearía un nuevo día para la raza humana, cuando todos los hombres fuesen iguales, no sólo política y legalmente, en sus relaciones exteriores, formales, sino social y personalmente en su más intimo trato diario.

Le parecía que su propia historia corroboraba esto triunfantemente. Nacido judío, ciudadano de inferior condición legal y social, había llegado a igualarse con sus vecinos más ilustrados, se había ganado el respeto de éstos como ser humano y se había asimilado a lo que se le aparecía como un modo de vida más racional y digno. Creía que despuntaba un nuevo día en la historia de la emancipación humana, a cuya luz sus hijos vivirían como ciudadanos libres en un estado justo y liberal. Algunos elementos de esta creencia aparecen claramente en la doctrina social de su hijo. Desde luego, Karl Marx no creyó en el poder de los argumentos racionales para influir la acción: al contrario que algunos de los pensadores de la Ilustración francesa, no creía en una mejora constante de la condición humana; aquello que puede definirse como progresivo en términos de la conquista humana de la naturaleza se ha logrado al precio de incrementar la explotación y degradación de los verdaderos productores -las masas trabajadoras-; no hay movimiento continuo en dirección a una felicidad o libertad cada vez mayor para la mayoría de los hombres; el camino hacía la realización de las potencialidades últimas, armónicas, de los hombres transcurre entre la miseria y la <<alineación>> cada vez mayor de la inmensa mayoría de ellos; esto es lo que Marx quería expresar con el carácter <<contradictorio>> del progreso humano.

* Isaiah Berlin (Las raíces del romanticismo)
* Isaiah Berlin (El erizo y el zorro)
Isaiah Berlin (Lo singular y lo plural) Conversaciones con Steven Lukes
* Isaiah Berlin (Sobre el nacionalismo) Textos escogidos
Berlin, Isaiah (Joseph de Maistre y los orígenes del fascismo)

Helena Béjar (El mal samaritano) El altruismo en tiempos del escepticismo

La tentación de la inocencia es una enfermedad infantil del individualismo. Consiste en tratar de burlar las consecuencias de los propios actos y así gozar de los beneficios de la libertad sin sufrir ninguno de sus costes. Las dos estrategias de la irresponsabilidad son el <<peterpanismo>>, el deseo de instalarse en un estado permanente de juventud, y la victimación, que se encarna en la figura del mártir autoproclamado. La segunda estrategia es la que exhiben desde hace dos decenios los grupos de la llamada política de la diferencia (mujeres, homosexuales, lesbianas, grupos étnicos, obesos, enfermos de tabaquismo y un largo etcétera que se define como descriminado). Dicha política de vergonzante resentimiento grupal es la versión fraudulenta del privilegio. Así, esboza una suerte de sociedad de castas al revés donde el hecho de haber padecido un daño reemplaza a las ventajas de la cuna. La víctima actual se sitúa en un estado continuo de reclamación, de demanda de derechos que encubren una cada vez más extendida afición a la asistencia. Pero ahora me interesa más la primera, estrategia, el peterpanismo, porque es parte de la retórica de los voluntarios jóvenes, como se vio en el capitulo anterior.

Declarar que nunca se es culpable significa que nunca se es capaz. La negación de la propia acción que uno comete cuando ésta provoca daño conlleva el vaciar moralmente la propia identidad. Rechazar que mis acciones u omisiones tienen efectos sobre otros es negar la deuda que tengo para con ellos, la parte de responsabilidad que me incumbe sobre su condición y su destino. En una palabra, implica eliminar el deber moral. Nada que ver con la asunción de la responsabilidad que tengo con el prójimo desasistido. Culpa y responsabilidad reaparecen en el ejercicio del cuidado organizado.

El alivio que supone para un familiar emplear a un voluntario que cuide a un enfermo de Alzheimer está mezclado con la culpa de abandonar, aunque sea durante unas horas, a un ser querido. Los voluntarios sienten invariablemente la quiebra de las familias a las que prestan sus servicios y los rencores cruzados que se agudizan con su presencia. Por una parte el voluntario es un intruso que viene a inmiscuirse en un problema que los más próximos quisieran poder solucionar; por otra parte es un salvavidas para una situación que se hace cada día más insostenible. Tal ambivalencia moral redunda en una acrecida fortaleza en el voluntariado, que ve cómo su ayuda se redobla: se cuida al enfermo y se libera de los familiares, que siguen presos de esa mixtura entre la necesidad del desprenderse del enfermo y la llamada de la culpa por hacerlo.

Deuda y culpa se expresan en un relato. Ya vimos cómo José Ignacio contaba su experiencia en un asilo de curas y su conexión entre un viejo agonizante y la anticipación de su propia muerte. Su dedicación allí contrasta con la indiferencia que sentía por su abuela paterna, <<que fue a su casa prácticamente para morir>>. Durante un año su terrible enfermedad casi se <<lleva por delante>> a su madre. A pesar de que nunca se quisieron, la madre demostró en el cuidado por su suegra <<una actitud verdaderamente cristiana>>: la atendió con tesón, fuerza e intensidad. Con todo, al final la tuvieron que llevar a una residencia, donde murió dos semanas después y la madre hubo de ser ingresada en un hospital, aquejada por una crisis nerviosa. Él vio todo aquello <<como un espectador>>, pero al entrar en el asilo para cumplir la prestación social revivió aquella pesadilla: <<Yo no ayudé a mi abuela teniéndola en casa y sin embargo ahora me voy a hacer la PSS a tomar por culo de Madrid a atender a gente que ni conozco>>. Tras superar el miedo inicial de enfrentarse con la cara más dura de la vejez, se hace cargo de la tarea a cumplir: <<Me dije, bueno, pues ya estoy aquí y vamos a ver lo que se puede hacer>>. Y la conjunción entre la determinación personal y la asunción del pago de una antigua deuda le brinda el descubrimiento de la compasión: <<Me di cuenta de lo sencillo que es tener un poco de humanidad: parece tremebundo limpiar la caca a un anciano, pero ¡joder!, todos cagamos>>. El reconocimiento de la humanidad común desplaza el umbral de la sensibilidad, en este caso del asco. La familiaridad con los viejos pone en evidencia la inmensa deuda con los ancestros, y ésta es precisamente una de las acepciones de piété que recoge la Enciclopedia de Diderot y d´Alembert: la piedad es la devoción, el amor y el respeto consagrado a los padres. A la donación de un bien que es impagable, la vida, se corresponde con otro bien, la ayuda. 

Y es que <<tratamos a nuestros abuelos como si fueran una plasta y no nos damos cuenta de que gracias a ellos vivimos y de que algún día estaremos como ellos>>. Frente a la imagen tipificada por los medios de una juventud del <<no limits>>, que no es sino <<un estado virtual que nos quieren meter en la cabeza>>, se afirma que hay que sacrificarse por los ancianos. La actitud progresivamente irresponsable de todos, añadida al descenso del cuidado que tradicionalmente ejercían las mujeres en la familia, continúa José Ignacio, es escapista y absurda porque, se quiera o no, <<los ancianos están ahí>>. Diríase que son tan reales en su exterioridad y coacción como los hechos sociales de los que hablaba Émile Durkheim. El futuro se presenta problemático si se piensa que dentro de unos años uno tendrá que cuidar de sus padres. ¿Cómo hacerlo en una sociedad que exige largas jornadas de trabajo? Es necesario y urgente una drástica inversión de valores con relación al trabajo y la supuesta autorrealización que éste conlleva: <<Hay que trabajar lo justo para poder vivir y tener tiempo para cuidar de los tuyos. Lo importante es no perder de vista nuestra propia humanidad>>. José Ignacio opone el egoísmo circundante a la necesidad de cuidado. En su relato la sensiblería y el sentimentalismo que los diccionarios asocian a conceptos como la lástima, la condolencia, la conmiseración o la misericordia -en orden de intensidad creciente- se volatilizan. La asunción de la deuda y el reconocimiento de la culpa, unidos a una perspectiva responsable al prójimo y a la sociedad en general, deshacen los tópicos de la compasión como una emoción blanda y paternalista. Nada más lejos. La piedad es una virtud personalmente transformadora y colectivamente capacitante. La práctica del amor da sus frutos.

José Luis Olaizola (Los amores de San Juan de la Cruz)

Como un ladrón en la noche

Fray Juan de la Cruz tomó la determinación de escapar de su prisión el día que le informaron que el nuncio, monseñor Sega, había revocado las disposiciones de su predecesor Ormaneto y puesto el gobierno de los descalzos en manos de los calzados.

Esta noticia llegó a Toledo el día 14 de agosto del 1578 y el padre Maldonado se aprestó a comunicársela, triunfante, a su prisionero. Entró en su celda y como se lo encontrara rezando de rodillas, de cara al lucernario, le dio con el pie y le reprendió:

-¿Por qué no os levantáis viniendo yo a veros?

-Discúlpeme, reverendo padre, creí que era el carcelero- se excusó humildemente.

-¿Y qué pensábais con tanto recogimiento?- se interesó puntilloso.

-En que mañana es día de Nuestra Señora y gustara mucho decir misa.

-No en mis días- le respondió con gran brusquedad; y a continuación le dio cuenta de las disposiciones de monseñor Sega.

Con dolerle mucho tales medidas, más le dolió el que ni en día tan señalado le dejaran celebrar misa, estando claro, además, que en lo que dependiera del padre Maldonado nunca más había de celebrarla.

Según manuscritos de la época, la fuga de fray Juan tuvo carácter milagroso y en ella intervino de manera señalada la Virgen María, que se le presentó en sueños y le dijo que había de huir y por dónde debería hacerlo. A lo que el santo replicaba: <<Que soñé con Nuestra Señora cierto es, como procuraba soñar todas las noches, pero no siempre lo conseguía; que me encomendé a ella, también cierto es, pues no hago nada sin ponerlo en sus manos; y que me ayudó en aquella ocasión no es menos cierto, pues ¿qué sería de mi sin su ayuda en ésa y en todas las ocasiones de mi vida? En lo demás me comporté como los hijos de las tinieblas, a los que alaba el Señor en los Evangelios por su astucia, es decir, valiéndome de las mañas de las que se sirven los condenados a galeras para liberarse de su triste condición>>

Su astucia consistió en calcular la distancia que mediaba entre la ventana del corredor más próxima a su celda y el suelo, sirviéndose de un hilo con una piedrecita atada en su extremo; luego, aprovechando la benevolencia de su carcelero, que sólo cerraba el candado de la celda por la noche, cuidó de aflojar las armellas que lo atornillaban; y, por último, partió en tiras las dos mantas de su lecho y con ellas trenzó una cuerda.

El dieciséis de agosto fue cuando se despidió de fray Juan de Santa María y le regaló el crucifijo que, a su vez, a él le había regalado la madre Teresa y tenía en gran estima; pero en más tenía a las almas y sabía cuánto convenía aquel desprendimiento con quien se lo merecía. Acertó en la dádiva pues este fray Juan de Santa María acabó profesando en la Descalcez y siendo muy buen fraile.

La llegada la noche, que era de luna creciente, se aprestó a la fuga, y tuvo sus apuros para alcanzar el balconcillo, por el que había de deslizarse, ya que debía atravesar la pieza de huéspedes, en la que descansaban dos frailes que estaban de paso. Por ser noche muy calurosa dormían mal, se removían a cada poco, parecía que se despertaban, se volvían a dormir, y fray Juan avanzaba y retrocedía tan sofocado según sus propias palabras, que hasta se olvidaba de encomendarse a la Virgen.

Por fin llegó al balconcillo, ató la cuerda al antepecho, se quitó el hábito para andar ligero, lo lanzó al vacío, y comenzó a descolgarse por la cuerda que, pese a estar hecha de mantas viejas y deshilachadas, aguantó su cuerpo por las pocas carnes que tenía.

Al llegar al suelo comenzaron los verdaderos apuros, porque se encontró sobre un murete, de unos tres pies de ancho, que él pensaba que comunicaría con la calle, pero no era así, sino que daba con el corral del monasterio de las monjas de la Concepción. Y en este corral se vió fray Juan, en camisa, pues el hábito se había enganchado en algún saliente y en las sombras de la noche no era a dar con él.

<<Sentí angustias de muerte, de ser encontrado de aquellas trazas en lugar prohibido para un fraile -escribió pasado un tiempo a la madre Teresa de Jesús-; volverían a apresarme los calzados y en esta ocasión motivos sobrados tendrían para ser aún más justicieros con mi persona, por el gran escándalo que es un fraile en camisa en clausura de monjas. Tentado estuve de dar voces, confesando mi culpa para que tuvieran compasión de mí, pues no veía modo de salir de aquel patio, todo él rodeado por edificios muy altos. Pero antes de gritar me encomendé a un santo muy de mi devoción para encontrar lo que es perdido, y con gran paciencia me puse a tantear entre las sombras y en esa paciencia, y en virtud de ese santo, estuvo mi salvación, pues encontré el hábito y con él, el camino de salida. El hábito estaba sujeto a una esquina de un muro, y todavía no alcanzo a comprender cómo llegó tan lejos en su caída, a menos que mi Ángel de la Guarda lo mandara allá, para que en mi torpeza viera que aquel muro tenía asperezas suficientes para que  pudiera trepar por él, como así hice, y del otro lado estaba la calle.

* José Luis Olaizola (La vida y la época de Juana La Loca)

Michel Foucault (Estrategias de poder)

INTRODUCCIÓN A UN MODO DE VIDA NO FASCISTA

Políticas de verdad

Cada sociedad posee su régimen de verdad, su política general de la verdad, define los discursos que hacen funcionar como verdaderos o falsos, los mecanismos para sancionare a unos o a otros, las técnicas y procedimientos valorados para obtener la verdad, asigna, en fin, un estatuto a quienes se encargan de decir qué es lo verdadero. En nuestras sociedades la economía política de la verdad tiene unas características propias. Existe un debate en torno a la verdad, en torno al conjunto de reglas en función de las cuales se distingue lo verdadero de lo falso y se ligan efectos políticos de poder a lo verdadero. No se trata de un combate en favor de la verdad, sino en torno al estatuto de verdad y al papel económico-político que juega. Por <<verdad>> hay que entender un conjunto de procedimientos reglados por la producción, la ley, la repartición, la puesta en circulación, y el funcionamiento de los enunciados. La verdad está ligada circularmente a los sistemas de poder y a los efectos de poder, al <<régimen>> de verdad. Este régimen no es ideológico o superestructural, sino que fue una de las condiciones necesarias para la formación y el desarrollo del capitalismo. No se trata de liberar a la verdad de todo sistema de poder, ya que eso no es posible, sino de separar la verdad de las formas hegemónicas, sociales, económicas, culturales, en las que funciona. La cuestión por excelencia no es el error, la ilusión, la ideología, la conciencia alienada, es la verdad misma. 

Llamamos genealogía al instrumento artesanal que nos permite comprender las génesis y las transformaciones de los sistemas implícitos que, sin que seamos conscientes de ellos, determinan nuestras conductas, gobiernan nuestra manera de pensar, rigen, en suma, nuestras propias vidas. La genealogía está al servicio de la verdad entre otras cosas porque desvela las políticas de verdad y los intereses en juego, desvela los juegos de verdad y sus formas hegemónicas.

La genealogía foucaultiana es modesta y sectorial; lejos de cuestionar el todo social, el análisis enfoca y distingue distintos poderes y diferentes territorios en los que se articulan saberes y poderes específicos que vertebran históricamente las sociedades capitalistas. Más que a partir del poder estatal parte de relaciones materiales, específicas, de poder, que hicieron y aún hacen posible las formas de explotación y de dominación.

En la historia operan los poderes y se imbrican los saberes y en este sentido la genealogía es un saber histórico que da cuenta de procesos sociales que son inseparables del surgimiento y desarrollo de determinadas categorías de conocimiento.

La genealogía del poder foucaultiana es deudora de pensadores clásicos de las ciencias sociales, y especialmente de Karl Marx, Max Weber y Émile Durkheim. Todos ellos realizaron un trabajo epistemológico sobre los propios códigos de pensamiento con el fin de proceder a la crítica del conocimiento y de las condiciones del conocimiento, con el fin de objetivar las políticas de la verdad. Para todos ellos el análisis de los procesos sociales en la historia, en su génesis, es una condición para descubrir en el tiempo presente, sus funciones sociales. La genealogía permite descubrir en la historia continuidades históricas invisibles, pero también discontinuidades y metamorfosis allí donde aparentemente no hay cambios profundos o transformaciones radicales.

La genealogía del poder rastrea por tanto en la historia las condiciones de formación y desarrollo tanto de saberes como de mecanismos de poder que hacen posible la perpetuación del capitalismo, saberes y mecanismos que reenvían a prácticas sociales materiales e institucionales, pero también a prácticas discursivas y representaciones simbólicas. La genealogía es una mirada indiscreta y comprometida con la verdad que permite establecer las relaciones complejas y las filiaciones entre la materialidad del mundo social y las representaciones mentales.

Y si bien es cierto que existen relaciones complejas que articulan saberes y poderes, estas relaciones no son mecánicas. La genealogía es una metodología que, para desvelar esa articulación introduce las mediaciones. Y así Foucault no sólo plantea que es necesario estudiar las condiciones naturales de emergencia de los saberes, y las relaciones que se establecen entre formas específicas de saber, en particular las ciencias humanas y sociales y determinadas formas de ejercicio del poder, sino que analiza las transformaciones que conducen a una modificación en las reglas de formulación de los enunciados, en la política de la verdad misma. Pero para hacerlo, y puesto que ese régimen de verdad no resulta de una relación directa con las prácticas sociales sino del entrecruzamiento entre formas de ejercicio del poder y los campos del saber, es preciso llevar a cabo un paciente y reflexivo trabajo sobre las mediaciones, sobre la articulación entre las prácticas materiales, las prácticas políticas, y los discursos científicos, un trabajo que permite sacar a la luz la lógica profunda que liga los distintos tipos de prácticas sociales, ya que los discursos forman parte de esas prácticas, aunque tengan una relativa autonomía. Foucault es uno de los pocos analistas sociales que ha realizado este esfuerzo. Por ejemplo, en relación con el discurso clínico, muestra como la práctica política y social ha transformado las condiciones de formación, de inserción y de funcionamiento de este discurso, pero para ello era preciso explicar de forma matizada cómo surgen nuevas técnicas de observación, cómo y por qué se produce la reorganización del espacio hospitalario, cómo y por qué surgen las historias clínicas, y con ellas nuevas formas de transmisión del saber médico, en fin, era preciso analizar las nuevas funciones sociales del discurso médico en el interior del sistema administrativo y político, así como el nuevo enclave al que se aferran las teorías y las prácticas médicas: la gestión de la población. Ahora bien, todas esas transformaciones no sólo se traducen y se expresan en los conceptos, las técnicas, los métodos, los objetos médicos, sino que modifican las reglas de formación de los enunciados, las políticas de la verdad de la medicina moderna.

La genealogía de determinados discursos portadores de saber obliga a tener en cuenta las relaciones de poder que existe en la sociedad en el momento en que surgen y se solidifican esos discursos, en tanto que discursos portadores de verdad. Y así es como los discursos psiquiátricos, psicopatológicos, psicológicos y psicoanalíticos aparecen en Occidente ligados a condiciones sociales y políticas específicas, y desempeñan determinadas funciones sociales, entre otras la de contribuir a la psicologización del campo social.

Fernado Álvarez-Uría

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