Ives Michaud (El nuevo lujo) Experiencias, arrogancia, autenticidad

Hay dos industrias que actualmente están entre los motores más poderosos de la economía planetaria: el turismo y la industria del lujo. Con crisis o sin ella, ambas han experimentado y siguen experimentando un crecimiento espectacular y tienen unas perspectivas de desarrollo inmensas. Los habitantes de las nuevas grandes potencias económicas (y demográficas) están empezando a acceder al consumo de turismo y de lujo y no hay razón para que lo que nos ha dado tanto placer <<a nosotros>> no se lo dé <<a ellos>>.

El turismo y el lujo son dos industrias del placer, de ostentación y de la identidad.

El turista busca placer, consume las identidades de los lugares y los habitantes que visita y se trae de vuelta un encuentro consigo mismo del que está orgulloso. En el pasado, contaba sus experiencias en cartas, luego escribió portales, ahora cuelga fotos en Facebook o las comparte en Picasa. Con lo cual anota su placer, atestigua su comercio de identidad y hace ostentación de él.

Lo mismo ocurre con el lujo, del cual este libro acaba de analizar los componentes de placer y ostentación, y finalmente su relación formal, vacía y frágil con la identidad.

Si hay una diferencia entre el turismo y el lujo, aunque el turismo sea considerado (con razón) como un lujo y el lujo tenga múltiples conexiones, cada vez más numerosas, con el turismo, es que el turismo está orientado hacia el comercio de las identidades, la de los visitados que escenifican su identidad y, a cambio, contribuyen a la del visitante, mientras que el lujo está más orientado hacia la autoafirmación por medio de la ostentación. Digamos que el turismo y el lujo juegan con la identidad de la misma manera. El turismo es fundamentalmente pacífico, aunque sea invasor, mientras que el lujo casi siempre cae en la arrogancia. En un caso hay encuentro y comercio, en el otro exhibición y enfrentamiento.

Pero los dos tienen el mismo eje: el placer.

El placer tiene, en su núcleo sensible, una sola característica: sensaciones agradables, vivencias agradables y buenas experiencias. Es imposible definirlo más.

Este núcleo sensible ha adquirido en el hedonismo contemporáneo unas modalidades inéditas respecto al pasado: posibilidad de desconectar, intensidad de las sensaciones, multisensorialidad, inmersión en burbujas de sensaciones y, sobre todo, carácter controlable y renovable. Todos esos rasgos estaban presentes en las <<ensoñaciones>> rousseunianas, pero la gran diferencia para nosotros es que las podemos dominar y reproducir casi a voluntad.

Un paquete turístico, con su burbuja, sus tiempos fuertes y sus ritmos, sus condiciones contractuales de realización y hasta de anulación, sus condiciones de seguridad y de fiabilidad (<<todo incluido>>), responden a los criterios de ese hedonismo. Lo mismo puede decirse de las experiencias de lujo cuya perfección excepcional está garantizada.

[...] No forma parte de mi temperamento filosófico deplorar que la muerte de Dios, la desaparición de las castas, los estamentos y los rangos, la disolución de un sujeto transcendente y fundador, y qué sé yo qué más nos hayan dejado desnudos y desprovistos frente a la experiencia y las vivencias, pero es un hecho que, cuantos más medios y poder tenemos, menos puntos de referencia y anclajes para saber quiénes somos, y todavía menos quiénes queremos ser.

Desde este punto de vista, es extremadamente significativo que los fracasos de la fenomenología transcendental en la década de 1920 para fundar por última vez el mundo a partir del sujeto, y los intentos <<existencialistas>> a lo Heidegger para responder a esos fracasos hayan desembocado a la vez en la primacía de un <<sujeto>> que no es tal, el famoso Dasein, cuyo nombre mismo debería hacernos reflexionar sobre su vacío abismal y su banalidad, y que está <<resulto>> y decidido, pero sin saber a qué y finalmente sin estar resulto a nada más que a su histeria de autenticidad. 

El lujo, al igual que el turismo, nos da la sensación de vivir intensamente, en una vida de verdad que, curiosamente, siempre está situada en otra parte y en la excepción, y de creer que por fin nos encontramos con nosotros mismos.

La industralización y la democratización de uno y otro atestiguan que el mal es profundo, generalizado... y no tan desagradable como cabría pensar. Tiene por tanto buenas perspectivas de futuro.

Wassily Kandinsky (De lo espiritual en el arte)

El sonido musical tiene acceso directo al alma. Inmediatamente encuentra en ella una resonancia porque el hombre <<lleva la música en sí mismo>> (Goethe).

<<Todo el mundo sabe que el amarillo, naranja y rojo despiertan y representan las ideas de alegría y riqueza>> (Delacroix).

Estas dos citas muestran el profundo parentesco que existe entre las artes, y especialmente entre la música y la pintura. Sobre este sorprendente parentesco se basa seguramente la idea de Goethe según la cual la pintura tiene que encontrar su <<bajo continuo>>. Esta profética frase de Goethe es un presentimiento de la situación en la que se encuentra actualmente la pintura. Desde esta situación, con ayuda de sus medios, evolucionará hacia el arte en el sentido abstracto y alcanzará la composición puramente pictórica.

Para esta composición dispone de dos medios:

1. Color
2. Forma

La forma puede existir independientemente como representación del objeto (real o no real) o como delimitación puramente abstracta de un espacio o de una superficie.

El color no. El color no se puede extender ilimitadamente. El rojo infinito sólo se puede pensar o ver intelectualmente. Cuando oímos la palabra <<rojo>> no tiene límites en nuestra imaginación. Los límites, sin son necesarios, hay que imaginarlos casi a la fuerza. El rojo que no se ve materialmente, sino que se imagina de manera abstracta, provoca una cierta idea, precisa e imprecisa a la vez, que posee un tono puramente interior y físico. El rojo que resuena en la palabra, no tiene una matización fina del tono rojo. Por eso digo que este ver espiritual es impreciso. Pero, al mismo tiempo, es preciso, ya que el sonido interno está desnudo, sin tendencias casuales hacia el calor, el frío, etc., que llevan al detalle. El sonido interno se parece al sonido de una trompeta o de un instrumento imaginado con la palabra <<trompeta>>, etc., en ausencia de detalles. El sonido se imagina, sin las diferencias que en él se producen, cuando suela al aire libre, en un espacio cerrado, solo o con otros instrumentos, cuando lo produce un postillón, un cazador, un soldado o un virtuoso.

Cuando este rojo ha de ser reproducido en forma material (como en la pintura), tiene que a) poseer un tono determinado, elegido entre la serie infinita de los diversos rojos, es decir ha de ser caracterizado subjetivamente; b) tiene que ser limitado en la superficie, separarse de los otros colores, que se hallan necesariamente en su compañía, que son inevitables y modifican (por delimitación y proximidad) la caracterización subjetiva (que obtiene una envoltura objetiva); aquí entre en juego la consonancia objetiva.

La relación inevitable entre el color y forma nos lleva a observar efectos que tiene la forma sobre el color. La forma misma, aun cuando es completamente abstracta y se parece a una forma geométrica, posee su sonido interno, es un ente espiritual con propiedades idénticas a esa forma. Un triangulo (sin especificar si es agudo, llano o isósceles) es uno de esos entes con su propio perfume espiritual. En relación con otras formas, este perfume espiritual se diferencia, adquiere matices consonantes, pero, en el fondo, permanece invariable, como el olor de la rosa que nunca podrá confundirse con el de la violeta. Lo mismo sucede con el círculo, el cuadrado y todas las demás formas. Es decir, se produce lo mismo que en el caso del rojo: sustancia subjetiva en envoltura objetiva.

Aquí se hace patente con toda claridad la relación entre forma y color. Un triángulo pintado de amarillo, un círculo de azul, un cuadrado de verde, otro triángulo verde, un círculo de amarillo, un cuadrado de azul, etc., todos son entes totalmente diferentes y que actúan de manera completamente diferente.

Determinados colores son realzados por determinadas formas y mitigados por otras. En todo caso, los colores agudos tienen mayor resonancia cualitativa en formas agudas (por ejemplo, el amarillo en un triángulo). En los colores que tienden a la profundidad, se acentúa el efecto por formas redondas (por ejemplo, el azul en un círculo). Está claro que la disonancia entre formas y color no es necesariamente <<disarmónica>> sino que, por el contrario, es una nueva posibilidad y, por eso, armónica.

El número de colores y formas es infinito, y así también son infinitas las combinaciones y al mismo tiempo los efectos. El material es inagotable.

[...] El artista consciente, sin embargo, que no se contenta con registrar el objeto material, intenta darle una expresión, lo que antiguamente se llamaba idealizar, más tarde estilizar y mañana se llamará de cualquier otra manera.

La imposibilidad y la inutilidad (en el arte) de copiar el objeto sin finalidad concreta y el afán de arrancar al objeto la expresión, constituyen los puntos de partida desde los que el artista avanza hacia objetivos puramente artísticos (es decir, pictóricos), alejándose del matiz <<literario>> del objeto. Este camino le conduce a la composición.

Rafael Echevarria ( Ontología del lenguaje)

La filosofía de Epicteto

Entre todos los estoicos, con quien siento una mayor afinidad es con Epicteto, el filósofo que nace como esclavo y que muere como hombre libre. Epicteto no tenía propiamente un sistema filosófico. Sus enseñanzas recogidas por su discípulo Arriano, constituyen un conjunto de recomendaciones para el bien vivir. De los estoicos, es de los más alejados de los intereses lógicos o incluso metafísicos de algunos de sus antecesores. Sus discursos son consejos orientados a guiar a los hombres a vivir con sabiduría. De esa sabiduría de la que ya nos había hablado Heráclito. De allí que Epicteto nos resulte uno de los estoicos más heraclitáneos. 

Heráclito nos había advertido que <<la mayoría de los hombres no piensan las cosas según como las encuentra, ni reconocen lo que resulta de su propia experiencia, sino que se atienen a sus propias opiniones>>. Epicteto va más lejos. Para él, las opiniones de los hombres definen no sólo el mundo en el que habitan, sino que determinan su propia vida. De acuerdo a los juicios que los seres humanos emiten sobre lo que les acontece, generan uno u otro tipo de vida y determinan la felicidad y la paz que podrían encontrar en ella. Recordemos que Epicteto señalaba que <<no es lo que ha sucedido lo que molesta a un hombre, dado que ello puede no molestar a otro. Es su juicio sobre lo sucedido>>.

Dentro de los juicios que los seres humanos hacemos, están aquellos que se refieren al cambio y que definen lo que es posible. Pocos juicios adquieren la importancia que tienen éstos. Ya Heráclito había sostenido que <<aquel que no espera, no encontrará lo inesperado, pues éste es difícil de descubrir e imposible de alcanzar>>. Epitecto, nuevamente, nos ofrece una recomendación similar cuando nos señala que <<debemos medir tanto el tamaño de nuestra zancada y la extensión de nuestra esperanza, de acuerdo a lo que es posible>>. Lo que es posible define, por lo tanto, lo que podemos esperar y cuanto podremos alcanzar en la vida.

La manera como Epicteto especifica <<lo que es posible>> es recurriendo al criterio heraclitáneo ya mencionado de establecer el <<acuerdo con la naturaleza>>. Al determinar lo que está de acuerdo con la naturaleza de cualquier cosa, determinamos los límites de lo que podemos esperar con respecto a ella, los límites de lo que es posible y lo que no es posible cambiar. Si descubrimos que algo <<pertenece a la naturaleza>> de una determinada cosa, ello significa que no podemos esperar que tal cosa vaya más allá, que ella trascienda al límite definido por su naturaleza. El criterio de la naturaleza define, por lo tanto, el espacio de cambio posible que cabe esperar de aquello que sea el caso.

Este criterio es característico de todos los pensadores estoicos y tiene un lugar central en la filosofía de Epicteto. De allí que nos insista que antes de embarcarnos en alguna tarea debemos siempre preguntarnos por su naturaleza. Sostiene Epicteto: <<frente a cualquier cosa con que uno se entretenga, que nos sea útil o a la que tengamos aprecio, habrá que preguntarse desde el comienzo ¿cual es su naturaleza?>>. De la misma manera, nos reitera Epicteto: <<cuando uno está por emprender algo, recuérdese la naturaleza de aquello que se está por emprender>>. El criterio de naturaleza define <<lo que será posible>> alcanzar en la tarea que se está por realizar. 

Procurar alcanzar lo que, por naturaleza, no es posible es fuente de sufrimientos innecesarios. Por lo tanto puede evitarse mucho sufrimiento al preguntarnos por la naturaleza de lo que emprendamos y examinamos, de acuerdo con este criterio, lo que esperamos de nuestras acciones y de la de los otros, de las cosas, de las personas. Una vez que determinemos lo que corresponde <<de acuerdo a la naturaleza>> de las cosas, adecuamos a ello nuestras expectativas y nos protegemos de decepciones absolutamente innecesarias.

Lo anterior, le permite a Epicteto introducirse en el tema del poder personal. El poder que tengamos está delimitado por el criterio de naturaleza. Por definición los seres humanos no tenemos el poder de modificar lo que está determinado por la naturaleza de las cosas. El criterio de naturaleza, en consecuencia, define simultáneamente el límite de nuestro poder de transformación y el límite de lo que podemos y de lo que no podemos cambiar.

Fiel a lo anterior, el Manual de Epicteto se abre con el siguiente párrafo:

<<De todas las cosas existentes, algunas están en nuestro poder y otras no están en nuestro poder. En nuestro poder están el pensamiento, el impulso, la voluntad de conseguir y la voluntad de evitar y, en una palabra, todo lo que corresponde a lo que podemos hacer. Cosas que no están en nuestro poder incluyen el cuerpo, la propiedad, la reputación, el cargo y, en una palabra, todo aquello que no corresponde a nuestro hacer. Las cosas en nuestro poder son por naturaleza libres, inestorbables, sin impedimentos; las cosas que no están en nuestro poder son débiles, serviles, sujetas a estorbo, dependientes de otros>>.

Para el bien vivir es necesario concentrarse en las cosas que están en nuestro poder y no perder el tiempo en aquello para lo cual no tenemos poder. Insistentemente nos reitera Epicteto: <<ejercítate en aquello que está en tu poder>>

Una interpretación habitual del pensamiento de los estoicos les atribuye haber predicado la resignación, el promover una fácil aceptación de que el estado de cosas existente no puede cambiar. Ello implica una distorsión de su pensamiento. Como podemos apreciarlo en el caso de Epicteto, éste nos insiste en saber discernir lo que puede, de lo que no puede ser cambiado y, una vez que ello ha sido determinado, en comprometernos plenamente con el cambio Lo peor que nos puede pasar es quedar atrapados en una expectativa de cambio que contraviene la naturaleza de las cosas. El saber utilizar el criterio de la concordancia con la naturaleza, según Epicteto, se traduce en sabiduría de vida.

Emmanuel Todd (Después del imperio) Ensayo sobre la descomposición del sistema norteamericano

El retroceso del universalismo

Uno de los atributos esenciales de los imperios, principio a la vez de dinamismo y estabilidad, es el universalismo, la capacidad de tratar de forma igualitaria a hombres y pueblos. Tal actitud permite la extensión continua del sistema de poder mediante la integración en el núcleo central de los pueblos e individuos conquistados, superando así la base étnica inicial. El tamaño del grupo humano que se identifica con el sistema se amplía sin cesar, porque éste autoriza a los dominados a redefinirse como dominantes. En el espíritu de los pueblos sometidos, la violencia inicial del vencedor se transforma en generosidad.

Como hemos visto, el éxito de Roma y el fracaso de Atenas no se explican tanto en función de las diferentes aptitudes militares como en función de la apertura progresiva del derecho de ciudadanía romano y el cierre cada vez más marcado del derecho de ciudadanía ateniense. El pueblo ateniense seguía siendo un grupo étnico definido por la sangre: a partir de 451 a.C. incluso era necesario tener dos antepasados ciudadanos para pertenecer a él. En cambio, el pueblo romano, que no tenía nada que envidiarle en lo que se refiere a su conciencia étnica, se amplió sin cesar para incluir, sucesivamente, toda la población del Lacio, luego la de Italia, y después la de toda la cuenca mediterránea. En 212 d.C. el edicto de Caracalla concedía el derecho de ciudadanía a todos los habitantes libres del Imperio. Las provincias terminaron dando a Roma la mayoría de sus emperadores.

Podemos citar otros ejemplos de sistemas universalistas capaces de aumentar el efecto de su potencial militar mediante un tratamiento igualitario de pueblos y hombres. China, que todavía hoy en día reúne a la mayor masa humana congregada nunca bajo un sólo poder estatal; el primer imperio árabe, cuyo fulgurante crecimiento se explica tanto por el igualitarismo extremo del islam como por la fuerza militar de los conquistadores o la descomposición de los estados romano y parto. En el periodo moderno, el imperio soviético, llevado por su fragilidad económica, se asentaba sobre una capacidad de tratamiento igualitario de los pueblos cuyo origen parece tener más que ver con una característica del pueblo ruso que con la estructura ideológica comunista. Francia, que fue, antes de su declive demográfico relativo, un verdadero imperio a escala europea, funcionaba con un código universalista. Entre los fracasos imperiales recientes podemos mencionar el del nazismo, cuyo etnocentrismo radical impedía que la fuerza inicial de Alemania se viese reforzada por la potencia suplementaria de los grupos conquistados.

Un examen comparativo sugiere que la aptitud de un pueblo conquistador para tratar de forma igualitaria a los grupos vencidos no obedece a factores exteriores, sino que está alojada en una especie de código antropológico inicial. Es un a priori cultural. Los pueblos cuya estructura familiar es igualitaria, y define a los hermanos como equivalentes -los casos de Roma, China, el mundo árabe, Rusia y la Francia de la región parisina-, en general, tienden a percibir a los hombres y a los pueblos como iguales. La predisposición a la integración resulta de este apriorismo igualitario. Los pueblos cuya estructura familiar original no comprende una definición estrictamente igualitaria de los hermanos -caso de Atenas, y, aún más claro, de Alemania- no desarrollan una percepción igualitaria de los hombres y los pueblos. El contacto militar tiende a reforzar la conciencia <<étnica>> de sí mismo del conquistador, y conduce a la emergencia de una visión fragmentada, en vez de homogénea, de la humanidad y a una postura diferenciadora y no universalista.

Los anglosajones son difíciles de situar en el eje diferencialismo/universalismo. Los ingleses son claramente diferencialistas , no en vano consiguieron preservar su identidad de los galos y los escoceses por los siglos de los siglos. El imperio británico, que triunfó en ultramar gracias a una superioridad tecnológica aplastante, duró poco. Nunca intentó integrar a los pueblos sometidos. Los ingleses hicieron una especialidad del poder indirecto, el indirect rule, que no ponía en cuestión las costumbre locales. Su descolonización fue relativamente indolora, una obra maestra del pragmatismo, porque para ellos nunca se trató de transformar a indios, africanos o malayos en británicos de formato estándar. A los franceses, muchos de los cuales soñaban con hacer de vietnamitas y argelinos franceses ordinarios, les costó más aceptar su retroceso imperial. Arrastrados por su universalismo latente, se empeñaron en una resistencia imperial que les valió una sucesión de desastres militares y políticos.

Bruno Cardeñosa (Un mundo infeliz) Lo que el poder esconde

Introducción

El mundo es una mierda. Allá donde mires estamos criando injusticia y mentira. Nos engañan desde arriba. Nos engañamos nosotros. Ellos quieren crear una realidad a su gusto. Mientras tanto, nosotros, los de abajo, nos sentimos cómodos porque, entre el fango, encontramos una satisfacción pueril en la que queremos removernos. Nos da igual que todo apeste, porque nos han hecho creer que debajo de ese olor nauseabundo hay algo todavía peor. Me temo que estamos en las última fase de nuestra aceptación como siervos.

Sí, efectivamente, todo esto que nos rodea apesta, pero aún estamos a tiempo de detenernos y poder conseguir cuotas de justicia y verdad. Sería muy optimista pensar que está en nuestras manos, pero tenemos la posibilidad de conocer de cerca las cosas que suceden e intentar arreglar algo. Con este libro pretendo acercar al lector a esa otra parte de la realidad que no nos dejan ver, porque esos de arriba han sabido hacer muy bien su trabajo y nos deslumbran con sus fantásticas luces cegadoras.

En el programa de radio que dirijo y presento, <<La rosa de los vientos>> (Onda Cero), he intentado, y creo que algo he logrado, mostrar al oyente que lo que creemos no siempre es la verdad. En los últimos años me he empeñado en contar a través de diferentes secciones la existencia de una <<Cara B>> o dar a conocer <<La voz de los condenados>>, títulos de esos espacios. La última de las secciones rebeldes es <<Un mundo feliz>>, que ha supuesto un auténtico hito en audiencia y fidelidad. El éxito de esa sección me ha convencido de la necesidad de llevar a papel impreso un trabajo que muestre esos mismos hechos. 

No busco que el lector sonría; ya tiene suficiente banalidad mala y buena a la que agarrarse. Mi objetivo es, con quienes leáis estas páginas, primero informaros, y después enfadaros. Creo que nos hace falta más terapia de choque para despertar. Más aún. Las historias que cuento aquí forman parte de una realidad que no podemos obviar. La justicia, la mentira, el engaño... Es como si se estuvieran haciendo realidad esas distopías que escribieron algunos grandes literatos del siglo XX. Nos presentaban un mundo en el que los triunfos del poder se convertirían en un día a día en el que todo lo que hacemos y pensamos está dirigido. Una de esas distopías es el libro Un mundo feliz, de Aldous Huxley, que dio origen al título de la sección radiofónica que ahora aparece en forma de libro, en el que muestro como esa aparente felicidad es infelicidad. En cada unos de los capítulos, como podrá ver el lector, he recogido una cita del libro de Huxley junto a una reflexión personal.

Nos engañan, nos mienten, nos manipulan... Necesitaría una enciclopedia entera para mostrar las pruebas de la forma de dominio a la que estamos sometidos, pero estas decenas de ejemplos que vengo a relatar a continuación creo que son suficientes para ofrecer una muestra de cómo se nos presenta la verdad de muchas cosas. Siempre hay que cuestionárselo todo. No crer nada. Y menos si quien lo dice tiene algún tipo de ascendente sobre los ciudadanos, que se están convirtiendo en súbditos que no saben que lo son, porque han retorcido tanto nuestra mente que estamos a punto de agarrarnos al amor a la realidad que nos ha sido entregada.

Estamos en la fase final de una carrera que nos conduce a la sumisión. Pero todo, absolutamente todo, puede cambiar, si bien para ello lo primero es saber qué ocurre, qué sucede, en qué nos mienten...

Vamos a ello.

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LA PAZ ES BARATA... ¡VIVA LA GUERRA!

No cabe civilización alguna sin estabilidad social. Y no hay estabilidad social sin estabilidad individual. Estabilidad -insistió el Interventor-, la necesidad primaria y última. Estabilidad. De ahí todo esto.

No te engañes. Ser estable no es ser ordenado, justo, coherente... Es todo lo contrario. Es hacer que los comportamientos e ideas más injustos y falsos alcancen la esfera de la normalidad y todos los sigan como <<lo que hay que hacer y pensar>>. Ese es el objetivo del poder. Nadie dicta la norma. Simplemente se pone en marcha. Y todos vamos detrás.

La paz es barata y la guerra cara. Por tanto, hagamos la guerra.

Esta es la conclusión del informe Iron Mountain que, en teoría, fue realizado tras la reunión que mantuvieron en 1963 varios grandes mandatarios en las instalaciones antiatómicas situadas bajo una montaña en el estado de Michigan. Sobre la autenticidad del documento que salió de la reunión efectuada por estos sabios se ha discutido mucho. El gran inconveniente es que quienes se antojan como los autores del informe serían los hombres que durante un tiempo condujeron los hilos que movían el mundo. Parece una profecía autocumplida.

La reunión de los quince sabios que se efectuó en Iron Mountain, nombre con el que se conocía el refugio, tuvo lugar a partir de agosto de 1963. Habría sido auspiciada por el presidente de Estados Unidos John Fitzgerald Kennedy y, especialmente, por Lyndon Johnson, entonces vicepresidente y que representaba mucho más al poder económico y militar que el hombre que sería asesinado poco después.

Las reuniones del grupo se extendieron durante cerca de dos años. Se propusieron cosas terribles. Los especialistas congregados, personas vinculadas a los servicios de inteligencia y a la política, estudiaron la posibilidad de sustituir nuestro sistema de guerra, basado en la existencia de amenazas para la estabilidad, por un sistema de paz basado en la existencia de enemigos globales. De hecho, el informe se tituló Sobre la posibilidad y conveniencia de la paz. El nombre lo dice todo.

Entre otras cosas, los expertos concluyeron que la propia naturaleza humana lo impide, porque quiebra uno de los principios de nuestra supervivencia como especie, que asegura que el hombre postneolítico destruye los excedentes de su propia especie a través de la guerra. Es decir, que el conflicto armado es una necesidad del hombre para demostrar su fuerza. Y contra esa necesidad no hay que hacer.

La conclusión de los reunidos es que la cultura bélica es consecuencia del desarrollo de las civilizaciones, y esa cultura, en pleno siglo XX, genera un movimiento económico que es vital para sostener el sistema. Así, los miembros del grupo valoraron si el peso económico de una cultura de paz alcanzaría los niveles monetarios actuales y necesarios. Y es entonces cuando concluyeron que <<la paz es barata>> y que un sistema sin enemigos no reemplazaría a un sistema monetario ágil, como el que nace del sistema de guerra. Un mundo en paz, para ellos, resulta un mundo indeseable.

Los expertos llegaron a estas conclusiones tras diseñar un mundo -y antes o después podría ser así sino no se hacía nada para evitarlo- en el que no habría enemigos clásicos. Para el futuro, los autores del informe dijeron que sería necesaria la creación de nuevos enemigos y amenazas que se podrían sostener si se ejecutaban precisos juegos de guerra que convencieran a la opinión pública de las nuevas amenazas y que permitieran al poder actuar a partir de la creencia en su realidad. <<La guerra es y será el mecanismo estabilizador de las sociedades>>, decía el informe.

Para conseguirlo, se plantearon que era necesario fabricar causas que provocaran niveles óptimos y mínimos de destrucción de vida, propiedad y recursos naturales como requisito para lograr la credibilidad de dicha amenaza. En cierto modo, el documento estaba anticipando un mundo en el cual ya no existía la guerra fría ni el muro de Berlín. Para ellos, la inexistencia de <<malos>> era poco recomendable.

Hilda Doolittle (Tributo a Freud)

El Profesor había dicho -se había atrevido a decir- que el sueño tenía su equivalente y su valor en términos traducibles, y no sólo los sueños de un faraón o del sirviente de un faraón, ni el sueño del hijo pródigo de Israel, ni el sueño de José o el sueño de Jacob de una escalera simbólica, ni el sueño de la Sibila Cumana de Italia o de la sacerdotisa délfica de la antigua Grecia, sino el sueño de cualquiera, en cualquier parte. Se había atrevido a decir que el sueño procedía de una profundidad no explorada de la conciencia del hombre y que esa profundidad inexplorada corría como una gran corriente u océano subterráneo, y que la vasta profundidad de ese océano era la misma que hoy, como en los tiempos de José, inundando la pequeña conciencia del hombre, producía la inspiración, la locura, la idea creativa o el poso de los más espantosos síntomas de la enfermedad e inquietud mentales. Se había atrevido a decir que era el mismo océano de conciencia universal y, aunque no lo expresó con tantas palabras, se atrevió a implicar que esta conciencia hacía de todos los hombres uno solo; todas las naciones y todas las razas se encontraban en el mundo universal del sueño; y se había atrevido a decir que el símbolo onírico podría interpretarse; su lenguaje y su imaginería eran comunes a toda la raza, no sólo a la de los vivos, sino también a aquellos que llevaban muertos diez mil años. La escritura de imágenes, el jeroglífico del sueño, era propiedad común de la raza; en el sueño, el hombre, como en el principio de los tiempos, hablaba un lenguaje universal, y el hombre, encontrándose en la comprensión universal del inconsciente o del subconsciente, traspasaría las barreras del tiempo y del espacio, y el hombre, comprendiendo al hombre, salvaría a la humanidad. 


Con un preciso instinto judío por lo particular en general, por lo personal en lo impersonal o universal y por lo material en lo abstracto, el Profesor se había atrevido a zambullirse en la profundidad inexplorada, primero de su propio ser inconsciente o subconsciente. Desde ahí, dragó, como muestra de sus teorías, sus propios sueños, exponiéndolos como serios descubrimientos, hechos, con causa y efecto, principio y final, a menudo mostrando desde la secuencia de sueño más trivial el potente impacto dramático que proyectaba. Tomaba los acontecimientos del día que procedía a la noche del sueño, el día del sueño, como él lo llamaba; desentrañaba, a partir de la mezcla de condiciones y contactos de los asuntos comunes de la vida, el hilo específico que giraba en toda su extensión a través de la sustancia de la mente, de la mente enterrada, de la mente dormida, inconsciente o subconsciente. El hilo, tal ansiosamente identificado como parte del diseño, como parte de algún lugar común o de algún asunto intrincado o íntimo de la vida en estado de vigilia, se perdería en probabilidades en el preciso momento en que, una vez identificado, mostrara su brillante o monótona sustancia onírica. La mente dormida no era una, y no todas ellas dormían equitativamente en el momento menos esperado; a esta parte de la mente dormida que ponía trampas o que engañaba al observador o que daba un portazo a la escena del tapiz que se estaba desvelando de la secuencia del sueño, el Profesor la llamaba el Censor; era el guardián apostado a las puertas del inframundo, como el perro Cerbero lo era del Infierno.


En la materia del sueño había Cielo e Infierno, y el Profesor no se privaba de ninguno de los dos, como tampoco privaba a sus primeros lectores, lectores de ávida curiosidad y a los que tenía levemente conmocionados. Él no se privaba de ello y tampoco privaba a su público cada vez más numerosos, aunque con otros sí lo hacía. Interrumpía la narración de un sueño que estaba siendo de los más interesante para explicar que había irrumpido cierta materia personal que no le concernía. <<Conócete a ti mismo>>, decía el irónico oráculo de Delfos, y el sabio o el sacerdote que formaba esas palabras sabía que conocerse a uno mismo en el sentido pleno de la expresión era conocer a todo el mundo. <<Conócete a ti mismo>>, decía el Profesor y, zambulléndose una y otra vez, amasaba aquel cúmulo de revelaciones íntimas en sus impresionantes volúmenes. Pero <<conocerse a uno mismo>>, desarrollar el conocimiento, provocó no sólo una tormenta de abusos por parte de eminentes médicos, psicólogos, científicos y otros acreditados intelectuales del mundo entero, sino que casi convirtió su nombre en foco de ignorantes pullas, de chistes y del ridículo general.

Enrique Serna (Genealogía de la soberbia intelectual)

Cuando un niño respondón se resiste a obedecer una orden y pregunta en plan retador por qué debe hacer la tarea o acostarse temprano, la mayoría de los padres mandamos al diablo las enseñanzas de Jean Piaget y zanjamos la discusión a la vieja usanza: <<Porque lo digo, yo, y basta>>. No respondemos así por falta de argumentos: tendríamos razones de sobra para explicar al niño por qué debe cumplir sus obligaciones, pero como su corta edad no lo autoriza a contravenir mandatos superiores, preferimos bajarle los humos con un ceñudo argumento de autoridad, sin concederle derecho a la apelación. Como en la niñez todos hemos tenido que acatar órdenes incuestionables, de grandes conservamos una fuerte propensión a la obediencia ciega que la gente con voluntad de poder suele aprovechar para ponerse la investidura paterna: es decir, la del mandón que impone su ley sin tener la cortesía de fundamentarla.

Un sector importante de la sociedad se siente atraído hacia los partidos autoritarios porque vacunan a sus prosélitos contra la angustia de elegir. Para evitar ese trance a las almas puras, la organización ultraderechista El Yunque acunó un lema irrefutable: <<El que siempre obedece no se equivoca>>. Los líderes podrían fallar, pero serán ellos los que se equivoquen por uno, lo cual libera al sumiso militante de cualquier responsabilidad personal. Étienne de La Boétie llamó a esta franqueza del ánimo <<servidumbre voluntaria>> y, aunque su doctrina pueda ser tachada de reaccionaria, la terca realidad la sigue confirmando a diario. Todas las atrocidades cometidas por los regímenes totalitarios del siglo XX pudieron haberse evitado si las masas que siguieron a Hitler, a Stalin o a Mussolini hubieran preguntado como los niños malcriados: <<¿Por qué debo hacer eso?>>

La combinación de la mansedumbre bovina con el despotismo político han tenido siempre consecuencias funestas. Por eso la moderna pedagogía intenta despertar el espíritu crítico de los niños en vez de acostumbrarlos a obedecer y callar. En las sociedades modernas es relativamente fácil detectar a los tiranos en potencia, porque generalmente se niegan a rendir cuentas, a justificar decisiones y a someter a la voluntad general. Pero en el terreno de las ideas y los cánones estéticos, el autoritarismo utiliza mejores máscaras. Algunas de ella, como la doctrina de la corrección política, tienen un aspecto tan irreprochable que resulta difícil y riesgoso rebatirlas. Pero si queremos impedir que el virus del paternalismo tiránico se cuele en las universidades, en las tertulias literarias y en las páginas de los suplementos, deberíamos empezar por formularnos unas cuantas preguntas: ¿Cómo se gesta el poder cultural autoritario? ¿En qué se funda su legitimidad? ¿Cuál es la mejor estrategia para vencerlo?

Se supone que los dogmas no deberían tener cabida en el debate intelectual, porque la validez de una doctrina política, una escuela filosófica o una corriente literaria depende de su coherencia interna, de su capacidad para persuadir o cautivar al público, no de un sello de excelencia previamente adjudicado. Sin embargo, en las luchas por imponer un sistema de pensamiento, una moda literaria o un credo artístico, el argumento de autoridad ha tenido siempre una fuerza enorme, al grado de cancelar durante siglos enteros cualquier resquicio de libertad para ejercer la crítica. El dogmatismo no ha muerto ni morirá del todo mientras persista en la élite de la cultura la proclividad a deificar obras y autores, a sustituir los argumentos por sellos de prestigio, a impedir el progreso científico por motivos sectarios o a petrificar el pensamiento por un equívoco respecto a los clásicos antiguos o modernos.

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El endiosamiento del intelecto conduce a la soledad, y los dioses abandonados suelen desarrollar un odio irrefrenable contra la gente que no les quema incienso. De ahí a odiar la vida hay un trecho muy corto. Como el arte de vivir tiene sus propias reglas y muchos genios las ignoran, o contravienen por masoquismo la doctrina de Epicuro, los intelectuales que no admiten quedar por debajo de nadie en ningún terreno han llegado a sostener que su capacidad de sufrir también los coloca por encima del género humano. Baudelaire, por ejemplo, consideraba la felicidad inmoral: <<El hombre feliz ha perdido la tensión del alma. El dolor es la nobleza>>. Más extremista aún en el arte de lamer sus propias heridas, Nietzsche se ufanaba de pertenecer a la aristocracia del sufrimiento y advirtió que todos los enfermos aspiran a representar una forma de superioridad encaminada a construir una tiranía sobre los sanos. Con más razón, a su juicio, tenía derecho a creerse superior al artista inadaptado y neurótico, el genio antisocial a quien el mundo ha condenado al ostracismo. Tanto Baudelaire como Nietzsche padecieron sífilis y es probable que la enfermedad los haya llevado a encariñarse con el dolor, a sentir un aprecio mórbido por sus llagas y sus tumores. Pero no solo entre los hombres de conducta disoluta el intelecto superior ha buscado las palmas del martirio. El masoquismo y la condena del ideal de vida placentero también han hecho estragos entre los sabios más circunspectos, disciplinados y sometidos a la moral dominante. Uno de ellos fue Sigmund Freud, quien, a juicio de Jung, nunca pudo ocultar su amargura:

         En última instancia, Freud quería enseñar que, vista desde adentro, la sexualidad implicaba también espiritualidad [recuerda Jung en sus memorias], pero su terminología concreta era demasiado limitada para expresar esa idea. Así pues, me daba la impresión de que trabajaba contra su propio objetivo, y no existe peor amargura que la de un hombre convertido en el más encarnizado enemigo de sí mismo.

El caso de Freud es más grave que los de Baudelaire y Nietzsche, pues logró convertir su amargura en ideal de conducta civilizada para miles de pacientes. Enemigo del libido, creyó posible alcanzar la felicidad manteniéndola a raya, torturando a miles de neuróticos, en una negación de la vida similar a la de Schopenhauer, que, al parecer, tuvo los mismos efectos. Ambos descubrieron por distintos caminos que una parte importante de la felicidad terrenal estriba en saciar los apetitos del instinto, pero su intelecto se sublevó contra ese descubrimiento. Negar los fueros de la naturaleza conduce naturalmente a desear la muerte, como bien sabían los místicos españoles. Pero ellos, al menos, vivían en estado de gracia, mientras que el intelectual soberbio cultiva una neurosis masoquista.

Desde finales del siglo XVIII, Goethe ya había entrevisto en la república intelectual alemana los síntomas de malestar que Freud quiso convertir en reglas de urbanidad abnegada. Inmune a los halagos y a las deificaciones en vida, Goethe fue un genio libertino y jovial que siempre mantuvo los pies en la tierra sin privarse nunca de los placeres mundanos. Pero entre los jóvenes filósofos que iban a verlo a Weimar a principios del siglo XIX, el ascetismo y la misantropía habían hecho grandes estragos. Uno de ellos era Hegel, a quien sus contemporáneos apodaban <<El Viejo>>, porque desde la juventud era tan racional y frío que a los veinte años ya tenía aspecto de abuelo. En una charla con Eckermann, Goethe diagnosticó la enfermedad espiritual de la nueva generación.

         Si yo le dijese que me alegra el trato personal con estos jóvenes sabios alemanes, le mentiría. Miopes, hundido el pecho, son jóvenes sin juventud. Todas las cosas que al hombre le causan verdadera alegría; a ellos les parecen insignificantes y triviales; solo dan importancia a la idea y a los más altos problemas de la especulación. Tal vez los alemanes dentro de un siglo hayamos conseguido llegar tan lejos que ya no seamos ni filósofos ni sabios, sino verdadera y simplemente hombres.


Entrevista a Enrique Serna

Pascal Bruckner (La tentación de la inocencia)

El cansancio de ser uno mismo

Una doble tarea esperaba antaño a quienes aspiraban al hermoso título de hombres y mujeres libres: tenían que aislarse de la muchedumbre aborregada y que esforzarse para llegar a convertirse en lo que querían llegar a ser. Al desertar de los territorios trillados, se daban de frente con los poderes establecidos y se exponían a sus represalias, se moldeaban luchando contra la preponderancia de una forma de vida, de una fe, de un valor. Nada de eso sucede hoy en día: el estado del individuo en Occidente no constituye únicamente un fenómeno colectivo, sino que es algo que se le otorga a cada cual antes incluso de haber empezado a vivir. Soy así en cierto modo antes de haber hecho cualquier cosa, y este privilegio lo comparto con millones de otros seres en pie de igualdad. Esta libertad concedida y no conquistada cae sobre nuestras cabezas como una ducha helada: estamos condenados a ser individuos, en el sentido que Sartre decía de que estamos condenados a la libertad. Y puesto que este estatuto es tanto un derecho como un deber, el individuo tenderá a olvidar sus deberes, y a esgrimir sus derechos, no parará hasta pisotear esta libertad que le exalta tanto como le estorba. Vano, vago y vulnerable: así se descubre, mientras que todo el mundo le asegura que es el nuevo monarca de este fin de siglo. Y su dificultad de ser sigue siendo constitutiva del ideal que es el suyo.

Último vuelco: el sujeto triunfante, tras haber eliminado los obstáculos que se levantaban en su camino, se ve a sí mismo a partir de ahora como la víctima de su propio éxito. Ese valiente condotiero que se había alzado contra los poderes establecidos y que proclamaba a los cuatro vientos su derecho de hacer lo que le viniera en gana acaba desesperando por haber ganado. Ayer denunciaba las intromisiones intolerables del contrato social; ahora acusa a la sociedad de abandonarlo a sus suerte. Lo que ocurre es que está en falso: su triunfo parece una derrota. La rebelión del Ser Único contra la muchedumbre, los burgueses, los filisteos no carecía de ambigüedad: estos colectivos denostados le conferían también, a través de su presión, una cierta entidad. El impedimento era un coadyuvante, el obstáculo una fuente de fuerza, una incitación a la resistencia. Ahora el Ser Único está resentido con el mundo entero por autorizarle a ser él mismo, por haber dejado de interferir en sus decisiones, y anhela una dosis de prohibición, algunos tabúes. 

Una vez Rousseau anunció genialmente esta tendencia cuando, llegado a una edad avanzada, el pesar por no haber gozado de todos los placeres que ansiaba su corazón le dicta las frases siguientes: <<Me parecía que el destino me debía algo que no me había dado. ¿Con qué fin haberme traído al mundo con unas facultades exquisitas para dejarlas hasta el final sin emplear? El sentimiento de mi valor interno, haciéndome consciente de esta injusticia, en cierto modo me compensa de ella y me hacía derramar unas lágrimas que complacido dejaba fluir>>. Hay en la aspiración a ser uno mismo tanto anhelo de felicidad y de plenitud que la existencia genera inevitablemente la decepción. 

Las mujeres-flores y los pornócratas

Todo es violación, la violación está en todas partes: en la mirada de los transeúntes, en su manera de caminar, en sus ademanes y hasta en el aire que se respira. Planea sobre cada mujer una amenaza inmensa y permanente. Éste es el mensaje que nos llega de Estados Unidos (cuyo relevo en Europa asumen Alemania y Inglaterra), donde la solicitud conjugada de las ultrafeministas y de los conservadores permiten colocar nuevamente el sexo bajo vigilancia. Puesto que la violación, según los nuevos cánones, se divide a partir de ahora en cuatro formas: la legal entre cónyuges, la violación de proximidad, la violación en la cita y la violación callejera, tienen cada vez más a identificarse con cualquier forma de actividad sexual. Mientras en Francia el legislador ha tenido la sensatez de limitar el delito de acoso sexual únicamente a las actividades profesionales para sancionar más que nada el abuso de poder, en Estados Unidos la misma sanción se extiende a los actos cotidianos más nimios. Compañero de la violación a la que precede, el acoso surgiría en el <<entorno hostil>>, esa zona gris, así llamada por la jurista Catherine McKinon, pasionaria de la lucha contra la pornografía. En el extenso catálogo de las actitudes humanas todo comportamiento equívoco, gesto fuera de lugar, chiste verde, mirada demasiado insistente merece ser incriminado. Nada de miradas demasiado insistentes hacia las espaldas ondulantes, a las mujeres que pasean su esbelta figura, a las criaturas de labios perfectos, todo eso sería un aborrecible racismo, el lookism, afición patológica a las apariencias. Los silbidos callejeros de los obreros al paso de una hermosa muchacha también deberían estar prohibidos o sancionados, Sin olvidar a los párvulos: fastidiar a las niñas, pellizcarlas, tirarles del pelo se convertirá en una violación de pantalón corto, pero en violación al fin y al cabo. La más mínima vibración o impulso hacia una persona de sexo opuesto ya contiene el germen de una segunda intención maligna que hay que ofuscar de raíz. Hay incluso algunas obras de arte que ofuscan la mirada, que constituyen actos de agresión y merecen ser ocultadas a la vista de todos. En pocas palabras, el enemigo en este caso es el deseo, violento y bestial, puesto que es masculino. Naturalmente, el acoso sexual es de sentido único, pensar que las mujeres podrían ejercerlo hacia los hombres sólo puede ser obra de una mente enferma o más exactamente de una nazi potencial. Así, al reseñar el libro de Michael Crichton, Acoso, publicado en 1994, que narra el acoso sexual que una ejecutiva de empresa ejerce sobre uno de los subordinados, una periodista del Sunday Telegraph, Jessica Manu, no vacila en escribir: <<Acoso es un libro malévolo que se apoya en la corriente antifeminista que está tan de moda. Leyéndolo, me he imaginado en la piel de un judío leyendo un libro antisemita durante la república de Weimar>>.

No es preciso insistir sobre las posibilidades de extorsión y chantaje que abre esta noción de acoso. Pero lo más grave en toda esta caza sin cuartel a los violadores de todo pelaje -prácticamente el sexo llamado fuerte en su totalidad- es que empieza por exonerar a los auténticos violadores. Criminalizar el pequeño acercamiento, la insinuación más leve significa minimizar e incluso anular la violación real, anegarla en una indignación tan general que resulta ya imposible localizarla cuando se produce. Poco les importa por lo demás a nuestras zelotas, puesto que lo esencial para ellas no estriba en castigar tal o cual delito sino en denunciar una actitud antropológica fundamental: la relación sexual corriente. Ése es el monstruo que hay que erradicar, el crimen abominable que hay que borrar para siempre de la faz de la tierra: <<Comparen las palabras de una víctima de una violación con las de una mujer que acaba de hacer el amor. Se parecen mucho>>, dice  Catherine McKinon. <<A la luz de este hecho, la distinción principal entre el acto normal y la violación anormal estriba en que la normal se produce tan a menudo que no se encuentra a nadie que tenga algo que oponer al respecto>>. <<Físicamente, añade Andrea Dworkin, <<la mujer es en la relación sexual un espacio invadido, un territorio literalmente ocupado, ocupado aunque no haya habido resistencia, aunque la mujer ocupada haya dicho: ¡Sí!, por favor, venga, quiero más>>. ¿Y cómo calificar a una mujer que consiente tales cosas? ¡Colaboracionista, por supuesto, ya que ha introducido al enemigo en la plaza! Conclusión: la heterosexualidad es una mala costumbre que hay que erradicar. De este modo se puede sostener sin rubor que la mayoría de mujeres son violadas sin darse cuenta y considerar como violador a todo hombre que hubiera hecho el amor con una mujer <<que en el fondo no tenía realmente ganas aunque no se le hubiera comunicado a su pareja>>. El acoplamiento es pues siempre una violación incluso cuando la mujer da su consentimiento: para rebajarse a un acto de semejante ignominia hay que haber sido adoctrinada, descerebrada y por decirlo de algún modo mentalmente violada. La que le dice sí al déspota testiculado es en efecto una esclava puesto que el esclavo es incitado por el amor a desear su servidumbre. 

La finalidad de una reflexión de este tipo es pedir a las mujeres que suspendan durante un tiempo fijado sus relaciones heterosexuales, acabar con un tipo de relaciones eróticas que no corresponden a su sensibilidad profunda: en definitiva, iniciar progresivamente una disidencia total con los hombres. Es imperativo desintoxicarse de la cultura masculina desacreditando su pilar más sólido: la fornicación corriente que perpetúa el vasallaje so pretexto de prodigar el placer.

Bertrand Russell (Ensayos impopulares)

El temor colectivo estimula el instinto del rebaño, y tiende a producir ferocidad hacia los que no son considerados miembros del rebaño. Así sucedió en la Revolución Francesa, cuando el miedo a los ejércitos extranjeros produjo el reino del terror. El gobierno soviético habría sido menos feroz si hubiese encontrado menos hostilidad en sus primeros años. El miedo engendra impulsos de crueldad, y, por lo tanto, provoca las creencias supersticiosas que parecen justificar la crueldad. No se puede confiar en que un hombre, una muchedumbre o una nación obren humanamente o piensen cuerdamente bajo la influencia de un gran temor. Y por eso los cobardes son más propensos a la superstición. Cuando digo esto, pienso en los hombres que son valientes en todos los sentidos, y no sólo en el de arrostrar la muerte. Muchos hombres tienen el arrojo de morir heroicamente, pero no tendrían la bravura de decir, a aun de pensar, que la causa por la que se les pide que mueran es indigna de ellos. La deshonra es, para muchos hombres, más dolorosa que la muerte; éste es uno de los motivos de que, en tiempos de excitación colectiva, tan pocos hombres se arriesguen a disentir de la opinión prevaleciente. Ningún cartaginés negó a Moloch, porque hacerlo habría exigido más valor que el necesario para correr el peligro de muerte en el combate.

Pero nos estamos poniendo demasiado solemnes. Las supersticiones no son siempre negras y crueles; a  menudo añaden alegría a la vida. En una ocasión recibí una comunicación del dios Osiris, dándome su número de teléfono; él vivía, en esa época, en un suburbio de Boston. Aunque no me incorporé a sus adoradores, su carta de causó placer. Frecuentemente he recibido cartas de hombres que se anuncian como el Mesías y me instan a no dejar de mencionar ese importante hecho en mis disertaciones. Durante la prohibición en Estados Unidos, había una secta que sostenía que el servicio de la comunión tendría que ser celebrado con whiski, no con vino, este dogma les dio derecho legal a un suministro de licor alcohólico, y la secta creció rápidamente. Existe en Inglaterra una secta que afirma que los ingleses son las diez tribus perdidas; y hay otra secta más estricta que afirma que los ingleses son solamente las tribus de Efraím y Manassh. Cada vez que encuentro a un miembro de cualquiera de estas dos sectas, me confieso adherente de la otra, de lo que surgen muchas y agradables discusiones. También me gustan los hombres que estudian la Gran Pirámide con vistas a descifrar su sabiduría mística. Muchos grandes libros han sido escritos sobre este tema, y algunos me fueron obsequiados por sus autores. Es un hecho curioso que la Gran Pirámide prodiga siempre la historia del mundo con exactitud hasta la fecha de la publicación del libro en cuestión, pero después de tal fecha se vuelve menos digna de crédito. Por lo general, el autor espera, para muy pronto, guerras en Egipto, seguidas de Armagedón y de advenimientos del Anticristo, pero hasta la fecha existen tantas personas que han sido reconocidas como el Anticristo que el lector, sin quererlo, es inducido al escepticismo.

Admiro especialmente a cierta profetisa que vivía junto a un lago, en la parte septentrional del estado de Nueva York, hacia el año 1820. Anunció a sus numerosos discípulos que poseía el pode de caminar sobre el agua y que se proponía demostrar a las once en punto de cierta mañana. A la hora indicada, los fieles se reunieron por millares a la orilla del lago. Y ella les habló, diciendo: <<¿Estáis todos plenamente convencidos de que puedo caminar sobre el agua?>>. A una, todos respondieron: <<Lo estamos>>. <<En este caso -anunció ella-, no hay necesidad de que lo haga>>. Y todos se volvieron a sus hogares, sumamente edificados. 

Quizá el mundo perdería parte de su interés y variedad si tales creencias fuesen completamente reemplazadas por la fría ciencia. Quizá podamos permitirnos alegrarnos por los abecedaristas, así llamados porque habiendo rechazado todo conocimiento profano, consideran perverso enseñar el abecé. Y podemos regocijarnos con el asombro del jesuita sudamericano que se preguntó cómo podía el gusano haber viajado, después del Diluvio, desde el monte Ararat al Perú, viaje que su extrema lentitud de locomoción hacía casi increíble. Un hombre sabio gozará con las cosas buenas, de las que existe abundante provisión, y encontrará una abundante dieta de disparates intelectuales, en nuestra época, como en cualquier otra.

Friedrich Nietzsche ( Crepúsculo de los ídolos) o cómo se filosofa con el martillo

Los <<mejoradores>> de la humanidad

Es conocida mi exigencia al filósofo de que se ponga más allá del bien y del mal, -de que tenga la ilusión del juicio moral debajo de sí. Esta exigencia se sigue de la noción que yo fui el primero en formular: que no hay en modo alguno hechos morales. El juicio moral tiene esto en común con lo religioso, que cree en realidades que no lo son. La moral es sólo una interpretación de ciertos fenómenos, más concretamente, una falsa interpretación. Al juicio moral le pertenece, al igual que a lo religioso, un nivel de ignorancia en el que ni siquiera existe el concepto de lo real, la diferencia entre real e imaginario: de modo que <<verdad>> en este nivel designa cosas diversas que hoy denominamos <<quimeras>>. El juicio moral, por tanto, nunca debe ser tomado literalmente: como tal sólo contiene el absurdo. Pero como semiótica es inestimable: pone de manifiesto, al menos para los entendidos, las realidades más valiosas de culturas y interioridades que no sabían lo bastante para <<comprenderse>> a sí mismas. La moral no es otra cosa que un lenguaje simbólico, mera sintomatología: hay que saber previamente de qué trata para extraer alguna utilidad de ella.
Un primer ejemplo muy provisional. En todas las épocas se ha querido <<mejorar>> a los hombres: éste era sobre todo el significado de la moral. Pero bajo la misma palabra se ocultan las tendencias más dispares. Tanto la domesticación de la bestia hombre, como la cría de un determinado género humano, han sido denominadas <<mejoras>>: sólo estos términos zoológicos expresan realidades -realidades, es cierto, de las que el típico <<mejorador>>, el sacerdote, no sabe nada- no quiere saber nada... Decir que la domesticación de un animal es su <<mejora>> suena a nuestros oídos casi como un chiste. Quien sabe lo que sucede con las fieras en cautividad, duda de que de este modo la bestia sea <<mejorada>>. Es debilitada, cada vez es menos dañina, deviene una bestia enfermiza mediante el afecto depresivo del miedo, mediante el dolor, mediante heridas, mediante el hambre. -No es distinta la situación del hombre domesticado, que el sacerdote a <<mejorado>>.En la alta Edad Media, en la que en efecto la Iglesia era sobre todo una jaula de animales en cautividad, se iba por doquier a la caza de los ejemplares más bellos de la <<bestia rubia>>, -por ejemplo, se <<mejoró>> a los nobles germanos. Pero ¿qué aspecto ofrecía después un tal germano <<mejorado>> que había atraído al interior del monasterio? Una caricatura del hombre, un monstruo: había devenido un pecador, estaba encerrado en la jaula, se le había encerrado entre un montón de conceptos terribles... Ahí yace, enfermo, miserable, malévolo consigo mismo; lleno de odio a los impulsos vitales, lleno de sospecha contra todo lo que aún es vigoroso y feliz. En pocas palabras, un <<cristiano>>. Dicho fisiológicamente: en la lucha contra la bestia, hacerla enfermar puede ser el único medio para debilitarla. La Iglesia lo entendió: llevó al hombre a la ruina, lo debilitó, -pero pretendió haberlo <<mejorado>>...

Tomemos otro caso de la llamada moral, el caso de la cría de una raza y de un tipo determinado. El más grandioso ejemplo de esto lo ofrece la moral india, elevada a religión como <<Ley de Manú>>. La tarea aquí propuesta consiste nada menos que en criar cuatro razas de una sola vez: una sacerdotal, una guerrera, una de negociantes y de agricultores, y finalmente una raza de sirvientes. Es evidente que aquí ya no nos encontramos entre domadores de fieras: el requisito imprescindible para poder concebir siquiera el plan de esta cría es un tipo de hombre cien veces más apacible y racional. Se vuelve a respirar cuando se sale del aire cristiano, enfermizo y carcelario, y se entra en este mundo más sano, superior, más amplio. ¡Qué miserable es el <<Nuevo Testamento>> comparado con el Manú! ¡Cómo apesta! Pero esta organización también estaba obligada a ser terrible, -esta vez no en la lucha con la bestia, sino con su concepto opuesto, el hombre no criado, el hombre mezclado, el chandala. Y de nuevo no encontró otro medio de volverlo inocuo, débil, que hacerlo enfermar - era la lucha con el <<gran número>>. Tal vez no haya nada que se contradiga tanto con nuestros sentimientos como estas medidas de protección de la moral india. Por ejemplo, el tercer edicto, <<sobre las verduras impuras>>, dispone que el único alimento que le está permitido al chandala deben ser el ajo y las cebollas, teniendo en cuenta que la sagrada escritura prohíbe que se les dé grano o frutas que llevan grano, o agua, o fuego. El mismo edicto establece que el agua que necesitan no puede ser tomada ni de los ríos, ni de las fuentes, ni de los estanques, sino sólo de las entradas de los pantanos y de los hoyos que se originan por las huellas de los animales. Igualmente se les prohíbe que laven su ropa y que se laven, puesto que el agua que por compasión se les permite, sólo puede ser utilizada para apagar la sed. Finalmente, se prohíbe que las mujeres sudra atiendan a las mujeres chandala en sus partos, e igualmente se prohíbe que estas últimas se asistan mutuamente en el parto... -El éxito de tal policía sanitaria no tardó en llegar: pestes mortíferas, terribles enfermedades sexuales, y frente a esto de nuevo <<la ley del cuchillo>> que dispone la circuncisión de los niños y la extirpación de los labios interiores de la vulva en las niñas. Manú mismo dice: <<los chandala son la fruta del adulterio, del incesto y del crimen (-esta es la consecuencia necesaria del concepto de cría). Sus ropas sólo pueden ser harapos de los cadáveres, su vajilla ollas rotas, sus joyas hierro viejo, en su misa sólo malos espíritus; han de errar sin descanso de un lugar a otro. Les está prohibido escribir de izquierda a derecha y usar la mano derecha para escribir, el uso de la mano derecha y de la escritura de izquierda a derecha es exclusivo de los virtuosos, la gente de raza>>.-

George Prochnik (El exilio imposible) Stefan Zweig en el fin del mundo

¡Al café!

Una privación a la que nunca pudo acostumbrarse Zweig en Nueva York fue la ausencia de cafés adecuados. Había algunos sitios que se llamaban cafeterías, donde te ponían una taza de café, desde luego, pero no tenía nada que ver con la definición de una auténtica cafetería. El clásico café vienés era una institución única en el planeta, según mantenía Zweig: a la vez oficina, hogar fuera del hogar y club democrático, abierto a todos por el precio de una taza de café. <<No comprendo por qué no hay cafés en América, cuando por lo demás son tan civilizados>>, lamentaba otro refugiado austríaco. No existía en Estados Unidos nada parecido al clásico <<parroquiano de café>> europeo, que podía permanecer todo el día en una mesita contemplando a los demás clientes y el universo en su conjunto. 

Se podría dibujar un mapa de toda Europa situando <<los Stammcafés [cafeterías favoritas] donde, en un momento u otro, se podía encontrar a Stefan Zweig, leyendo el periódico o jugando al ajedrez, y siempre dispuesto, incluso ansioso de reunirse con amigos y desconocidos>>, decía Otto Zarek. <<El Beethoven y el Herrenhof de Viena, o el Hangli en el Danubio, en Budapest, el Terrace en Zúrich o el Café du Dôme en París>>. Incluso en Londres Zweig consiguió transformar uno de los tranquilos cafés en los alrededores de Regent Street en su cuartel general en el exilio. <<Se sentaba allí y esperaba a aquellos a quienes la ola de la emigración había arrojado a las costas de este país libre>>, recordaba Zarek. Hombres que Zweig pensaba que estaban muertos o prisioneros en campos de concentración, aparecían de repente en su <<mesa redonda>> frente al teatro Palladium. En su huida de Dachau y Buchenwald, habían sabido cómo encontrar a Zweig. Los cafés se convirtieron para él, desde el principio del exilio, en oasis transnacionales, más importantes que nunca. Y no era el único. <<Si uno vive en el exilio>>, observaba su amigo Hermann Kester, <<el café se convierte a la vez en hogar familiar, nación, iglesia o parlamento, desierto y lugar de peregrinaje, cuna de ilusiones y cementerio al mismo tiempo... En el exilio, el café es el único lugar donde la vida continúa>>

Pero en Nueva York no se pudo crear un refugio semejante. Nada en aquella ciudad estaba organizado para la tranquilidad ni para la atención. Incluso cuando comía la gente de Nueva York invariablemente estaba haciendo otra cosa al mismo tiempo: leyendo el periódico, concertando tratos de negocios. <<En Nueva York, el vagabundo no tiene derecho a existir... ¡se ve zarandeado por el flujo constante de la ciudad como un trozo de madera en una corriente!>>, aseguraba Zweig. Incluso las mujeres ociosas y ricas estaban ocupadas todo el tiempo. Los deportes y la moda las llevaban sin cesar de aquí para allá. En los museos la actividad era incesante: se daban conferencias, no había espacio para la contemplación tranquila. En barcos y trenes se veía a los hombres sufrir terriblemente por verse obligados a permanecer inactivos durante un par de horas. Todos parecían completamente inexpertos en el arte de no hacer nada, y corrían en todas las estaciones a comprar un periódico, jugar, fumar, hacer algo, cualquier cosa, antes que quedarse quieto tomando una taza de <<fuego negro>>, en la clásica pose del intelectual de café.

El psicoanalista Fritz Wittels, observaba que los cafés vieneses nunca podrían prosperar en América. <<Dicen que aquí no saldrían las cuentas, y tienen razón>>, afirmaba. <<No se puede transplantar el espíritu del café que viene de Oriente Próximo y es el espíritu del bazar oriental. Allí un hombre hace negocios, se reúne con sus amigos, oye cotilleos, cuentos y música, se sienta a tomar sus innumerables tacitas de café negro. El encanto indescriptible e inimitable del café debe vincularse con Las mil y una noches. El paso de la oca prusiano y los cafés vieneses son mutuamente excluyentes>>

Cuando se hicieron planes para la Exposición Universal de 1939 en Nueva York, un comité propuso un <<Pabellón de la Libertad>> para celebrar la cultura prenazi bajo el nombre de <<Alemania ayer y mañana>>. Allí se mostrarían las obras de Stefan Zweig en un lugar preferente, junto con obras de figuras como Thomas Mann, Albert Einstein y Sigmund Freud.

En el momento en que los nazis se enteraron del proyecto, llevaron a cabo una enorme campaña de propaganda contra lo que describían como <<el pabellón de la libertad de los desechos judíos>>. El proyecto acabó descartado, en parte porque, a pesar del fuerte apoyo de muchos de los organizadores de la exposición y del Departamento de Estado, el asunto se vio tan <<cargado de dinamita>> que podían correr el riesgo de involucrar a Estados Unidos en la guerra con Hitler. 

Sin embargo, y a pesar de toda la controversia, había consenso entre los organizadores de que para conseguir su objetivo de <<reafirmar todo el espíritu libre alemán>> el pabellón tendría que mostrar un café vienés escrupulosamente reproducido, todo entero, con su café mélange (una especie de capuchino), los camareros vestidos al modo vienés y quizá incluso una orquesta tocando valses y todo. El clásico café vienés se consideraba un compendio de todos los valores de la cultura austríaca y alemana puestos en peligro por los nacionalsocialistas.

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