El sociólogo Georg Simmel afirma que los problemas existenciales más agudos de la vida moderna se derivan del intento de la persona por preservar su autonomía e individualidad frente al impacto y la influencia constante de las abrumadoras fuerzas psicológicas, sociales, culturales y tecnológicas del medio urbano que le rodea. Por ejemplo, la ecología de la ciudad moderna estimula en las personas de empeño por lograr aquí y ahora metas y aspiraciones exorbitantes, fomenta la competitividad y nutre las tendencias narcisistas, la obsesión por la búsqueda de dinero, confort, éxito y, sobre todo, de perfección.
Este reto constante incrementa los niveles de estrés y tensión y condena a millones de hombres y mujeres a un estado perpetuo de frustración e infelicidad. Como ya se ha descrito, una muestra de esta influencia es la idealización de la juventud y del culto al cuerpo que propaga la cultura de consumo con la ayuda de la industria de la belleza y de los medios de comunicación de masas, la cual somete al individuo a expectativas de perfección física inalcanzables y le conduce irremediablemente al sentimiento de fracaso. Otro ejemplo, es la negación masiva y el rechazo que, como hemos visto, ejerce la sociedad del envejecimiento, pues lo viejo se considera inútil, no sirve, se tira. Las personas mayores son ciertamente vulnerables a estos estereotipos.
Muchos ciudadanos se defienden de los incesantes asaltos del medio aislándose y protegiendo sus sentidos, oscureciendo las ventanas de sus automóviles, llevando continuamente los auriculares de los walkmans a todo volumen, eludiendo la comunicación cara a cara, anestesiando con drogas o alcohol sus emociones o pegándose a la pequeña pantalla o al transistor día y noche para evitar ver la realidad, concienciarse. Como resultado, las vivencias reales se tornan ilusorias y remotas, se crea un mundo donde la esencia humana de carne y hueso se vuelve menos real que las historias que se presentan en el video, el celuloide, la cinta magnetofónica o el papel de periódico. Incapaces de alcanzar una vida personal gratificante, estos hombres y mujeres optan por una existencia imaginaria, por sustitución, de segunda mano, como espectadores, oyentes o lectores pasivos de los medios de comunicación.
Por su parte, los medios, particularmente la televisión, trata de perforar las barreras protectoras de los ciudadanos y asaltar continuamente con ráfagas de estímulos la intimidad de los hogares. Entre los millones de mensajes que transmiten resaltan los que ponen de relieve las desigualdades, las tragedias y las aberraciones antisociales, los que recuerdan sin cesar la cultura del dinero y los que exageran las contradicciones entre las expectativas y los ideales que alimentan la sociedad y las limitaciones de los medios aceptables para conseguirlos, es decir, la incongruencia entre aspiraciones y oportunidades. Emulando al circo romano de antaño, ciertos medios vomitan sin parar la dosis diaria de sadismo, mostrando lo más gráficamente posible los extremos de la violencia humana.
Ante el continuo e intolerable bombardeo de sus receptores físicos y mentales, el individuo pierde poco a poco sus capacidad de responder y adopta una actitud defensiva de retirada y desinterés, sufre de embotamiento efectivo y pierde la capacidad de discriminar entre los múltiples estímulos del medio, de discernir lo esencial de lo superfluo, la realidad de la ficción. Los ciudadanos se mueven como en un trance, en un estado de despersonalización que se manifiesta en indiferencia. El final de estos procesos anómicos de aislamiento, apatía e inercia, es el autismo social, la alienación del individuo y su extrañamiento de sí mismo y de los demás.
La novela de Albert Camus El extranjero es quizá la descripción moderna más notable del ser humano alienado, desconectado, sin lazos ni ataduras con nada ni nadie, víctima de la anomia social. Es la historia cotidiana del hombre que mata y no siente nada, y que termina su historia vacía y absurda soñando con el día de su ejecución en el que las hordas enloquecidas de espectadores le reciban con gritos de odio y maldiciones.
Otra característica de este ambiente urbano enfermo es el hastío, que hace que para la mayoría todo llegue a adquirir un tono gris, indiferenciado e insípido. Estas sociedades tan mecanizadas y monótonas arrastran al individuo al estado de una simple rueda de máquina que ignora su misión, pero sigue moviéndose de la misma forma y en la misma dirección. Bajo estas condiciones, la tolerancia y la ceguera del ciudadano hacia conductas marginadas y antisociales se confunden, los límites entre los fines y los medios se borran, las fronteras entre el bien y el mal se difuminan, y los controles externos o sociales, así como los internos o personales, se desmoronan o se ignoran. Este es el medio donde la anomia florece.
A lo largo de la Historia, numerosas metrópolis han sido periódicamente invadidas por la anomia, arrasadas por imperios militares, asoladas por epidemias y, en ocasiones, convertidas en necrópolis o capitales de muertos. Sin embargo, casi todas estas ciudades lograron mantener importantes fragmentos de sus cimientos y de raíces vivas y, al cabo del tiempo, volvieron a florecer y a formar parte de la vanguardia de la cultura y del progreso de la humanidad. Porque como ha señalado el urbanista estadounidense Lewis Mumford, la ciudad es la fuerza vital de la civilización, «el medio del amor, el centro del ciudadano y del cultivo de los hombres y mujeres que la habitan».
Ciertamente, a pesar del potencial para sufrir los efectos de la anomia, la ecología de la urbe nutre la capacidad de la persona para concienciarse, ilumina el conocimiento del individuo para interpretar los procesos históricos, existenciales y cósmicos que le rodean, y provee al ser humano la libertad, el valor y el propósito que necesita para tomar parte activa en cada escena de este drama que es la vida.
* Luis Rojas Marcos (Nuestra incierta vida normal)
* Luis Rojas Marcos (Nuestra incierta vida normal)
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